El lenguaje de Edwards, al calificar de “tontería” los productos emanados de las humanidades, no solo es odioso, sino que también es sintomático de un sesgo ideológico, que parece apuntar hacia una focalización de los esfuerzos públicos y privados en la cuestión económica.
Hace unos días, el economista Sebastián Edwards, en entrevista con Agenda Económica de CNN Chile, realizó unos comentarios controvertidos acerca de la educación, en particular de las ingenierías y las humanidades. Es necesario matizar y contextualizar sus argumentos para reivindicar –por enésima vez– no solo la importancia de las humanidades en nuestra sociedad, sino ante todo para evitar victimismos y señalar la cuota de responsabilidad que les cabe a ellas en su desprestigio presente y que constantemente se les pretenda aniquilar.
Edwards señalaba que hay disciplinas cuyo destino parece incierto, pero de esta incertidumbre no se sigue lógicamente que haya que abolirlas (solución facilista), sino más bien que debieran ser sometidas a un control consensuado con respecto a sus resultados. Muchos académicos contemporáneos en el campo de la filosofía y las humanidades a veces parecen desvinculados, en efecto, de su compromiso con la sociedad, enfocándose en ideas que bordean lo estrafalario y personalista, como es la del transhumanismo o incluso la sexualidad de los niños –como vimos hace algún tiempo con las desafortunadas tesis de la Universidad de Chile–, que nos despega de las necesidades contingentes, como así, de manera poco inteligente, indispone a las gentes a la reflexión, a la filosofía y las ciencias humanas.
Esta desconexión, si se quiere, puede ser vista como una degeneración del liberalismo en nuestras sociedades, que hoy se interpreta como la libertad de atender a cualquier impulso desde la individualidad (adviértase que hoy todo el mundo quiere emprender, sin importar qué), olvidándose del mínimo compromiso que le cabe a cada uno con la comunidad, y de analizar la bondad intrínseca de nuestros actos cotidianos. Este enfoque solo se preocupa de evitar emprender acciones que infrinjan las leyes y costumbres establecidas, con el fin de evitar el daño de parte de la autoridad y de terceros, lo cual es de un egoísmo insano.
Además, tanto la filosofía como las humanidades todavía están atravesadas por las secuelas del imperialismo europeo sobre las Américas, siendo incapaces de engendrar ideas originales. Más bien lo que hacen es desarrollar líneas establecidas por lo que –en el fuero interno de los académicos– se considera la “verdad revelada”: la filosofía de Europa Occidental y los países angloparlantes.
Así, lo que se hace es intentar calzar estas ideas en las políticas y el discurso público, sin considerar la pertinencia cultural y social de este acto imitativo o esnobista, que pone de manifiesto el complejo de inferioridad y la crisis de identidad que padecemos los ciudadanos de la América Latina. Como dijo una vez en el aula un renombrado académico de la Universidad de Chile, que hace unos años abriera Congreso Futuro: “La historia del mundo, es la historia de Europa”, lo que da cuenta de su estrechez de mirada, de su ignorancia supina.
El hombre y mujer latinos deben asumir de una vez por todas que nunca serán europeos ni estadounidenses, pero que tampoco lo suyo consiste puramente en bailar salsa y beber mojitos. Se trata más bien de una raza heredera, de una parte, de los usos del antiguo Imperio romano, creada a partir de la colonización española, donde los antiguos ciudadanos del Imperio español (de quienes descendemos, lo mismo que los ciudadanos del actual y pequeño Reino de España) se mezclaron con los primeros señores de las Américas, que componen la otra parte –la más olvidada y quizá la más importante a tener en cuenta hoy –de nuestra herencia.
De no asumir nuestra doble ascendencia con orgullo, nunca podremos forjar una identidad propia con sabiduría, y persistiremos en el desorden político que caracteriza a tantas de nuestras naciones, así como en la vergüenza sobre nuestras raíces y la falta de confianza en nuestras propias capacidades.
Pero todo esto no exime a Edwards de su torpeza. El economista de la UCLA comete un grave error al proponer la eliminación de las Becas Chile para las disciplinas humanísticas y filosóficas, centrándose exclusivamente en la ingeniería aplicada. Primero, porque esto revela un sesgo profesional, ya que él mismo es ingeniero comercial. Además, demuestra las consecuencias negativas de denominar “ingeniería” a una profesión que, en la práctica, consiste en la pura administración de empresas, careciendo de una sensibilidad hacia las ciencias y la verdad. Esto la diferencia, por ejemplo, de la ingeniería civil industrial, que sí incluye una formación básica en ciencias físicas, químicas y teoría de sistemas, por citar algunas ramas importantes que insinúan al futuro ingeniero la complejidad de lo real y lo arduo que es el proceso de escrutarla y tomar acción.
El lenguaje de Edwards, al calificar de “tontería” los productos emanados de las humanidades, no solo es odioso, sino que también es sintomático de un sesgo ideológico, que parece apuntar hacia una focalización de los esfuerzos públicos y privados en la cuestión económica, similar a lo que propugna Javier Milei en Argentina. Tal enfoque se implementó durante la dictadura para apuntalar el modelo capitalista en el país, lo que hoy se conoce desde el ala crítica como “neoliberalismo”.
El supuesto aquí es que no tenemos suficiente base material o recursos para el libre desarrollo de otras disciplinas, y que cualquier despilfarro de ellos podría derivar en una anarquía que nos empobrezca y mine la posibilidad de la sociedad chilena y, con ello, el desarrollo posterior de la filosofía y humanidades. O peor aún, el supuesto podría ser que la libertad solo es posible a través del lenguaje y los artefactos de la economía.
Al promover el separatismo de Beauchef con respecto a la Universidad de Chile, emulando la estrategia adoptada por la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Londres hace algunas décadas, Edwards ignora igualmente que el Reino Unido no dejó por esto de hacer filosofía y desarrollar las humanidades, y que todo este proceso lo llevó a cabo desde un desarrollo consolidado. De hecho, grandes filósofos como John Locke, David Hume, Jeremy Bentham, John Stuart Mill, Adam Smith, Thomas Hobbes y Francis Bacon ya habían emergido de estas tierras, habiendo dado a luz la doctrina del liberalismo, la economía moderna, el utilitarismo moral, entre otras.
Frente a esta propuesta –que no es nueva, según el decano de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas–, la Universidad de Chile tiene el deber de incorporar a la brevedad la pluralidad en un sentido lato, ya que salta a la vista su inclinación política en el tipo de cursos que ofrece, por ejemplo, en la Facultad de Filosofía y Humanidades.
Cuando cursaba mi máster hace algunos años, había, por ejemplo, una interesante asignatura denominada “Problemas filosóficos del liberalismo y el neoliberalismo”. Este curso criticaba dichas corrientes, pero no había ningún otro que las promocionara o que sirviera de contrapeso al primero, dando cuenta necesaria de lo insoluble y filosófico que es el problema de la interdependencia del liberalismo y el capitalismo. Este problema no se resuelve, sino que más bien se agrava promocionando asignaturas con tal denominación.
Por último, para aspirar a tener nuestras propias ideas originales y fundar hitos en la filosofía y las humanidades, es esencial seguir desarrollando estas disciplinas en nuestra nación. Aunque ahora mismo ellas aún no se dan cuenta del colonialismo y el complejo de inferioridad que las afecta, reprimirlas solo podría hacer que retrocedan al punto de inicio. En lugar de ello, debemos promoverlas y estrechar la brecha entre ellas, la ingeniería y las ciencias, permitiendo una retroalimentación orgánica, como hace, por ejemplo, el Departamento de Filosofía de la Ciencia y la Tecnología en la Universidad de la Ciencia y la Tecnología de China, la Universidad Politécnica de Shanghái y tantas otras (claramente Edwards, dados sus sesgos, nunca tomaría como ejemplo al gigante asiático).
Esto no significa poner la filosofía y las humanidades al servicio de la técnica, sino destinar un mínimo viable de energía para una alianza fructífera entre ambos dominios del saber. Focalizarse solo en la élite profesional de los ingenieros no beneficia a nadie a largo plazo. Como diría Marco Aurelio en el libro VI de sus Meditaciones –y lo cito, a propósito de que se han puesto de moda los estoicos–, al hacer lo que hacen por mera convicción vacía, estas personas (los ingenieros), pese a sus privilegios o mejores condiciones sociales, seguirán siendo esclavas (de las corporaciones, en este caso), sin saber realmente dónde están parados, por qué hacen lo que hacen y si es correcto que sigan haciéndolo. Así, solo se estimula y mantiene vivo el cuerpo, y se satisfacen los caprichos, pero no hay un cultivo del alma, que apenas destella luz.