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El fetiche de la complejidad económica Opinión

El fetiche de la complejidad económica

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Henry Wachtendorff
Por : Henry Wachtendorff Profesor de Economía, Universidad Adolfo Ibáñez
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¿Podemos volver a competir por el anhelado desarrollo económico, pero en serio?


El estancamiento de la economía chilena es innegable: crecer a un 2% anual significa que el crecimiento per cápita es prácticamente nulo. En el año 2000, aumentamos el PIB per cápita en un 159% en comparación con 1990; en 2010, este aumento fue del 130% respecto al 2000; y en 2020 solo un 108% frente a 2010. Si juzgamos por el desempeño de los primeros años de esta década, la situación solo parece empeorar.

Aquellos que hemos sido formados en los departamentos de economía de la plaza sabemos que las teorías sobre la complejidad económica y los encadenamientos productivos tienen sus seguidores. De hecho, han sido parte del arsenal con el que muchos economistas (varios de ellos en el actual Gobierno), siguiendo a figuras como Mariana Mazzucato, Ha-Joon Chang, Erik Reinert, entre otros, han impulsado una agenda que busca dejar atrás una economía basada en la exportación de bienes primarios. 

No cabe duda de que este marco analítico es interesante y valioso, como también lo es el trabajo del Harvard Growth Lab para medir la complejidad de las economías a través de los datos de exportación e inferir las capacidades subyacentes.

Sin embargo, no nos engañemos: el problema de este país es mucho más elemental. Si no somos atractivos para mantener los niveles de inversión en lo que ya producimos, difícilmente lo seremos para convencer a las empresas globales de reorientar sus presupuestos de capital (sus cálculos de TIR y valor presente neto) y desarrollar en este pequeño país emergente capacidades con las que hoy no contamos. ¿Qué tipo de ingenuidad es esta?

El equipo económico del Gobierno, ahora por experiencia, sabe que no es sencillo diversificar la matriz productiva. En cuestión de minutos, un inversionista internacional puede decidir instalar su fábrica de vacunas, su data center, su planta de microprocesadores o su fábrica de baterías de litio en otro país emergente más atractivo. El problema es que nos hemos enredado en la tercera derivada, cuando no sabemos cómo resolver la primera. Por ello, quisiera contribuir a la discusión económica local recordando algunos puntos fundamentales:

Estados Unidos representa el 27% de la producción mundial y China el 18%. En comparación, Chile tiene un peso productivo equivalente al 1,7% de la producción china y al 1,1% de la estadounidense. No olvidemos que la contribución de Chile a la producción mundial es del 0,3%. En otras palabras, si Chile desapareciera del mapa, la caída del producto mundial sería insignificante: 10 veces menor que la crisis subprime, para ponerlo en perspectiva.

El presupuesto anual del Estado chileno equivale a un 26% de la producción nacional, es decir, un 0,08% de la producción mundial. Los ingresos anuales de Apple son casi tres veces el presupuesto de Chile.

La única forma en que las inversiones llegarán a Chile es modificando la evaluación económica de las empresas globales en términos de rendimiento y riesgo. Chile ha hecho todo lo posible para que esta evaluación sea cada vez menos favorable: impuestos corporativos comparativamente altos (más altos que el promedio de la OCDE), un mercado laboral rígido y con una jornada laboral que se acortará en términos relativos, productividad estancada, permisos y tramitaciones excesivas, y proyectos políticos refundacionales que efectivamente lograron meterle inestabilidad al país (parafraseando a Sebastián Depolo) e incrementaron las primas de riesgo en las carteras de proyectos en Chile.

Parece ser que el secreto de los años 90 fue precisamente que cualquier inversión en Chile resultaba más atractiva que en otros países emergentes. En esa época, la inversión como porcentaje del PIB (formación bruta de capital fijo) fue la más alta de las últimas décadas y el crecimiento per cápita respondió como lo predice el modelo de Solow. Incluso, según el ranking de complejidad económica de Harvard, nuestro mejor desempeño también se alcanzó en esa década.

¿Cuándo comenzamos a pensar que teníamos garantizado el favor de los inversionistas globales? ¿No sería mejor volver a los fundamentos clásicos del crecimiento antes de recriminar a los pocos que aún deciden reinvertir en Chile? ¿Podemos dejar el fetiche de la complejidad económica, reflexionar acerca de la magnitud de nuestra economía y ponernos en los zapatos de los inversionistas globales? ¿Podemos volver a competir por el anhelado desarrollo económico, pero en serio?

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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