Tras casi dos décadas de vida en el extremo sur de Chile, ahora es oficial: soy alemana-chilena. Es hora de preguntarse qué identidad adquirí y por qué no podemos conformarnos con una respuesta oficial. Comparto una reseña del camino recorrido con una mirada desde afuera.
En primera instancia parece ser fácil revelar lo que distingue a las personas chilenas. Los símbolos nacionales hacen referencia a la extraordinaria flora y fauna: el huemul, el copihue, el cóndor. Algunas personas famosas que conocí antes de llegar a Chile: Isabel Allende, Violeta Parra, Francisco Varela. Tampoco se nos pueden escapar los héroes oficiales, quienes nombran las avenidas y plazas hasta el más diminuto pueblo: Arturo Prat (144 veces), Gabriela Mistral (127 veces), Caupolicán (115 veces), según un ranking de Mapcity difundido en La Tercera en 2014. Pero sin pretensión de exhaustividad, dejamos ahora atrás la versión oficial y vamos a lo más comúnmente vivido.
A pesar de que son súper religiosos, el evento más importante del año, según mis observaciones, no es Navidad, sino que la fiesta de la independencia, el anhelado Dieciocho. Es entonces cuando todo Chile brilla en los colores blanco, rojo y azul, cuando el aire está saturado con el aroma de los asados, cuyas brasas no se apagan en varios días y cuando la tierra vibra bajo los pisoteos de los bailes folclóricos.
Es la semana feliz del pueblo chileno, subsidiado con un bono aguinaldo para que no falte la “carnecita ni el vinito”. Solo al observar la gran variedad de bailes, nos damos cuenta de que el denominador común en Chile justamente no es la semejanza cultural, sino que la diversidad cultural; parece un asunto claro para el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, que suele destacar las diversas identidades que cohabitan en el territorio nacional.
Pero, entonces, entre tantas identidades culturales, ¿a cuál pertenecemos cada una y cada uno? ¿Podemos tener varias identidades a la vez? ¿Y cómo entra ahí la nacionalidad chilena? ¿Es una sola? He notado lo complejo que es para las personas chilenas mismas definir su identidad. En algunos será muy presente su origen europeo, aquellos quienes viven en un adinerado oasis sin conocer la realidad chilena; otros pertenecen a pueblos indígenas, para mí las joyas culturales de Chile, pero lamentablemente no lo pueden vivir; aún otros son de origen mixto y algo perdido entre varias culturas, como yo o mis hijos, quienes son alemanes, chilenos y mapuches y, además, viven en territorio Yagán.
Mi hijo menor, por ejemplo, piensa que es yagán, ya que fue a un jardín infantil intercultural aquí en Puerto Williams, sigue aprendiendo palabras yaganes en el colegio y además se sumerge en los canales, bosques y el frío patagónico, sin pensarlo mucho. Él tiene sangre mapuche, pero al parecer no lo siente, porque no lo vive a diario. Como padres podemos enseñarles nuestros valores a los hijos, pero ¿cuánto influye el entorno local en la definición de nuestras identidades? Tener algo de claridad en este asunto me parece muy importante en tiempos de migración global, ya que nos ayuda a concientizar nuestras interacciones.
Tengo tres clases de experiencias por compartir. Partamos con lo realmente admirable de este país. En primer lugar, la cariñosa acogida que se recibe como persona extranjera en Chile que me ha hecho extremadamente fácil sentirme en casa. Admito que a veces pensé que no es mi logro personal y que puede haber cierta discriminación positiva, porque en Chile claramente existe un trato diferente a los migrantes europeos versus sudamericanos, hecho que se refleja en que uno de diez ejes de la Cuenta Pública actual del Servicio Nacional de Migraciones se dedica a la “inclusión y no discriminación”.
En segundo lugar, creo que la unidad familiar en Chile es algo espectacular: más que el Estado, es la familia la que mantiene la paz, el orden y la felicidad en todo el país. No ocurrirá que te echen de la casa para hacer tu vida independiente, ¡nunca! ¿Un problema de salud? Te cocinan. ¿Perdiste el empleo? Vuelves a tu hogar, y así. Entonces, en este sentido me encantó refugiarme en el seno de mi familia chilena.
En tercer lugar, es imposible no mencionar la siempre presente naturaleza diversa del país. No hay nada mejor que estar sentada junto a una cocina a leña, el huevo de campo chisporroteando en una paila, acompañado por un mate azucarado y disfrutar de una vista a la hermosa cordillera nevada de los Andes.
¿Qué más hay de admirable? Me llama la atención, también, la facilidad de regularizar todo, pues pese a que la burocracia chilena está a la altura de la alemana, si te olvidaste de algún trámite importante tenemos la fabulosa opción de regularizar. Finalmente, mencionar lo hermoso que encuentro el hablar en diminutivos todo el tiempo, ayuda tanto a enganchar con el otro (¿un cafecito?) como a ganar su ayuda (tengo un problemita).
La segunda clase de experiencias las clasifico como las curiosidades chilenas. Bañar a las niñas y los niños es una exigencia diaria en los consultorios, una sorpresa para mí siendo alemana. A mí me enseñaron que los niños no se deben bañar a diario, porque se daña el PH de la piel. Entonces, cuando llevé a mis hijos al control sano, las primeras veces respondí con toda honestidad la íntima pregunta sobre la frecuencia de la higiene (pregunta poco común en Alemania), revelando de forma convencida nuestro estilo, pero al ver las reacciones algo reservadas de las enfermeras finalmente opté por no decir la verdad en mis futuras visitas.
Otra curiosidad son algunas comidas típicas, como las sopaipillas pasadas (fritura no crujiente), el mote con huesillo (apariencia arrugada del huesillo) y los piures (nacimiento de un animalito rojo desde una roca al pelarlo, que incluso se come vivo).
Tampoco puede faltar el dato curioso de que en Chile las paredes de la mayoría de las casas no lucen con estantes de libros. Chile cobra un altísimo valor de impuestos para libros cuando la mayoría de los países sudamericanos tienen una política de cero por ciento, según un mapa de la Asociación Internacional de Editores del 2018.
Esto hace que la lectura siga siendo un privilegio en Chile, dato del cual opino, ahora que soy chilena, es un poco vergonzoso.
Para terminar esta columna debo revelar, también, las experiencias relacionadas con momentos difíciles. Obviamente he tenido algunas complicaciones de adaptación. La primera vez que invité a cenar, extendí la invitación con una semana de anticipación y cometí el error de no comprobar el mismo día si aún seguían las ganas de venir a mi cena. ¿El resultado? Terminé sola, con la mesa puesta y cuestionándome qué otro evento puede haber sido mejor que ir a verme. A pesar de que aprendí cómo y cuándo invitar, sigo teniendo problemas en descifrar cuando un sí distraído es un no y una excusa un nunca.
Otro tema complejo para mí es la falta de transparencia en conflictos. He observado que se evitan las conversaciones abiertas con el lamentable resultado de que nunca se logra despejar el problemita. Siempre pensé que los alemanes somos buenos para las quejas, pero noté que por lo menos lo decimos a la cara. Entender cuál es la “manera chilena” de trabajar, por sobre todo la extrema importancia de las relaciones sociales, ha sido una de mis experiencias más complejas en Chile. En este sentido, creo que solo podemos ganar si hubiese un mayor intercambio intercultural al respecto, ojalá desde una instancia formal en las universidades o empresas chilenas.
Finalmente, he tenido algunas dificultades con la famosa solidaridad chilena. Sin duda, se logra recopilar bastante dinero para fines sociales, pero dudo que sea totalmente voluntario, por la presión social asociada. La rifa por ahí, el bingo por allí, la venta de completo por allá –todo en beneficio de una fiesta de fin de año, un tratamiento médico, etc., año redondo–. Culmina la solidaridad chilena en las fiestas de la Teletón, ya una instancia chilena, pero ¿no sería todo más relajado si el Estado de Chile tuviera un sistema de salud a la altura de las necesidades?
No tengo idea de qué experiencia compartiría una persona migrante viviendo en Arica, pero seguro una diferente. En mi caso, diría que logré adquirir una identidad magallánica, junto a mi identidad alemana. Tal vez reflexiones de este tipo nos ayudan a comprender lo distinto que somos y lo complejo que es entenderse si no nos intercambiamos.
Volviendo a mis preguntas, creo que lo que vale al final es poder identificarse con algo localmente, en su día-a-día, lo que compartimos con los demás por ahí. Ojalá Chile pudiera reforzar más su diversidad y menos su semejanza y así tributar respeto a lo que realmente es: un país con vidas muy diferentes a todo su extraordinario largo.