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No son monstruos Opinión

No son monstruos

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Karen Glavic
Por : Karen Glavic Dra. en Filosofía, Universidad de Chile. Directora de la colección Feminismos en Pólvora Editorial y Fundación de las Familias (Funfas).
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No son monstruos estos 51 hombres, aun cuando son una definición bastante precisa de lo inhumano.


El caso de Gisèle Pelicot ha sorprendido por su crudeza. Rápidamente se nos vuelve imperativo entender que mentes enfermas han podido coordinar semejante aberración. Una mujer de 72 años fue abusada sexualmente en el pequeño pueblo de Mazan, Francia, durante 10 años, todo esto bajo la concertación y conducción de su marido, su pareja durante 50 años.

Dominique Pelicot la drogaba y conseguía a los violadores a través de internet. Solo dos o tres al conocer de que se trataba el negocio, decidieron restarse, pero no denunciaron a la policía, guardaron silencio. 51 hombres están acusados de violar a Gisèle Pelicot, entran y salen de los tribunales usando mascarillas y gorras; ella, mientras tanto, ha sido grabada y exhibida no solo a fin de mostrar su rostro, su cuerpo, sino que también de enjuiciar su vida y comportamiento sexual, sus acciones y gustos.

Se ha cuestionado que estuviera totalmente dormida, se la ha tratado de alcohólica, y aun así sigue apareciendo en cámara. Un solo acusado, “Lionel R.”, le ha pedido disculpas, sabe que no podrá apaciguar su dolor, pero “quería decírselo”.

Gisèle ha pedido que el juicio sea público, pero se opuso a que los videos de los abusos fueron proyectados a la audiencia, pidió que sus hijos no estuvieran presentes al momento de la exhibición de las pruebas, y reconoce sentirse “humillada”, pero insiste en que el mundo conozca lo que ella ha vivido.

Dominique Pelicot, por su parte, tiene un discípulo, Jean-Pierre Marechal, que repitió el rito con su esposa. Ambos criminales intentaron explicar sus actos a través de la justificación de una infancia traumática, como los perfiles psicológicos de los psicópatas suelen hacer en muchas ocasiones, y las series de true crime han escogido como argumento. Fueron hombres abusados, sí, en el entorno familiar se reprodujeron abusos reiterados contra ellos.

Por supuesto que los abusos vividos no los exculpan, pero conforman la filigrana de unos cuerpos que repetirán lo aprendido o cobrarán venganza, que harán de otras las víctimas que ellos fueron, que escribirán la peor de las novelas familiares: la del abuso sexual y su eterna repetición a falta de una comunidad que acoja, una palabra que repare. Con todo, son seres que “cedieron ante la vileza”, como plantea Vinka Jackson en su libro Derecho al tiempo

“Son degenerados”, “son locos”, “son hijos sanos del patriarcado”, cada uno busca una explicación desde un lugar que pueda representar lo insoportable. O demasiado cuerdos o demasiado perturbados, decimos desde el más profundo dolor y el inagotable asombro que nos hace mantenernos todavía en el lugar de una comunidad posible.

Durante 10 años Gisèle sintió extrañeza en su cuerpo, le aparecieron signos que no decodificaba, que no amparaba en su explicación de los hechos. Quizás no es tanto desconfiar de su compañero de vida, como imaginar que 51 hombres hayan decidido violarla mientras ella estaba inconsciente.

La antropóloga feminista Rita Segato ha recorrido en sus libros cruentos casos de violaciones masivas de mujeres, como las que ocurren en Ciudad Juárez en México, perpetradas por narcotraficantes. Segato no reconoce a la violación como un acto para alcanzar el placer sexual, sino como una expresión de dominación que se funda en la cultura patriarcal que considera a las mujeres como sospechosas, lo que supone que deben ser disciplinadas a nivel social. En Juárez las mujeres desaparecen, pero muchas veces sus cuerpos son exhibidos y vueltos a aparecer como testimonio del destino que han sufrido. Esto es también un modo de ganar territorio y de expandir el poder ante los otros. 

Gisèle ha sido humillada y violentada de manera brutal por su marido y otros hombres, rompiendo todo límite y lazo de confianza en su relación intrafamiliar, sin su consentimiento o voluntad, poniendo de manifiesto una relación de asimetría y control, de una expresión de la fratría (o la hermandad entre hombres que refuerza su poderío en el actuar conjunto); ha sido tomada por objeto, con aparente fin sexual, que a través de la producción de pornografía revela el deseo de enseñar al resto la capacidad de poseer y controlar de Dominique Pelicot.

El abuso sexual intrafamiliar tiene un carácter fuertemente transgeneracional y cortar la liana que hace “ceder a la vileza” supone no solo incorporar una ética relacional que haga sentir el dolor del otro como propio, sino también ser un sujeto que sea capaz de cuidar y tomar responsabilidad por el destino de sus semejantes. Transgredir el vínculo previo que conforma lo familiar hace del abuso el lugar de lo ominoso y de lo trágico.

Gisèle Pelicot ha elegido por el momento ponerse del lugar de la visibilidad, de la rebeldía ante lo horroroso. Eso no significa que los acusados sean expuestos y conocidos, quizás tampoco los conozcamos a todos después de la sentencia. Gisèle se ubica hoy en un lugar de la trama en el que la exposición de su rostro por los medios coincide con la voluntad de mostrar su historia. Este es un paso en el transitar sobre lo insoportable, pero ojalá tenga el sostén suficiente para arroparse luego del des-velo.

No son monstruos estos 51 hombres, aun cuando son una definición bastante precisa de lo inhumano. No son monstruos como la última serie de Netflix, son el resultado del cercano y repetido momento en que un hogar deja de serlo, para abrir espacio a la crueldad que prefiere traicionar al otro y la posibilidad de un nosotros. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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