El laicismo –o la laicidad, como también se denomina– debe ser un valor fundamental del sistema democrático.
Asisto –hace unos días atrás– a la presentación del libro El tren del laicismo II. El viaje final (Ediciones La Polla Literaria, 2024), de Eduardo Quiroz Salinas. Es una recopilación de artículos escritos por el autor en diferentes medios y cuyo denominador común es la defensa de la laicidad, el librepensamiento y la libertad de conciencia. Algunos años atrás publicó otra recopilación de textos: El tren del laicismo. Recorrido de quiebres del Estado Laico (de allí el título de las páginas actuales). Recomiendo buscar ambas obras pues, sin lugar a dudas, merecen una atenta lectura.
Laicismo –reiteró Eduardo Quiroz en la presentación– significa separar la Iglesia del Estado. La religión no debe intervenir en asuntos públicos; debe limitarse a los lugares de culto. Eso lo ha aceptado el cristianismo, desde el siglo XVIII, aunque a regañadientes, pues todavía hoy las Iglesias católica y evangélica intervienen en cuestiones políticas en muchos países, incluido el nuestro.
El laicismo es algo desconocido en el mundo musulmán, donde no ha existido nunca una separación entre el Estado y la religión, porque no han tenido una Ilustración como en Occidente. Los Estados de los países musulmanes no son democráticos, sino teocráticos. Le falta un Voltaire al Islam, ha indicado Ayaan Hirsi Ali, escritora y activista somalí-neerlandesa-norteamericana que aboga por una necesaria reforma de esta religión.
Pero el laicismo actualmente no solo consiste en mantener la separación entre la Iglesia y el Estado. El laicismo también significa afirmar la libertad de conciencia. La sociedad en la que vivimos no tiene más fundamento que la voluntad de los seres humanos. De ahí resulta la importancia de una educación que fomente los caracteres capaces de razonar, de hacer demandas inteligibles socialmente fundadas y de comprender las demandas de los demás. Sin eso no hay democracia.
Una de las consecuencias de la libertad de conciencia es el respeto a todas las posturas sabiendo que eso implica que a uno le molesten muchas de las cosas que oye y muchas de las conductas que ve. El verdadero laicismo es el reconocimiento de esta situación y que todos nos acostumbremos a tener que convivir con aspectos ideológicos que no nos agradan. Este cohabitar con credos, ideas, actitudes y conductas diferentes es la democracia.
La religión o la irreligión es un derecho de cada cual. El problema surge cuando, para un creyente, la religión no es un derecho sino un deber para él y para los demás, por lo que trata de imponérsela a los otros.
El filósofo italiano Paolo Flores propone que lo más esencial de la democracia es un principio: “una cabeza, un voto”, la autonomía del individuo como fundamento de la civilidad. En el caso del laicismo, este principio es incompatible con “una bendición, un voto” o “una misa, un voto”, que desnaturalizan la esencia de la democracia. Esta –la democracia– es laica o no es, afirma este pensador. Dios debe exiliarse de la esfera pública, por muy religiosos que sean los políticos democráticos. La teocracia nada tiene que ver con la democracia.
La presencia de Dios en cualquier fase del proceso de deliberación que lleva a dictar una ley significa un atentado a la convivencia democrática, un atropello a la soberanía republicana. La democracia debe abogar por la argumentación reflexiva, el discurso político apoyado en la lógica y las evidencias comprobadas, no enmarcado en dogmas, tradiciones o creencias irracionales.
El laicismo –o la laicidad, como también se denomina– debe ser un valor fundamental del sistema democrático. En democracia, todos debemos ser ciudadanos, no fieles ni creyentes. Y para ser ciudadano, un creyente debe renunciar absolutamente a proponer que la ley sancione como un delito lo que para su credo es pecado.