Cuando el “peso de la noche” portaliano se vuelve a imponer, es bueno preguntarse qué se está gestando desde las orillas, extramuros, más allá de los límites del control político.
A cinco años del 18 de octubre de 2019, la regresión autoritaria se consolida, surgen y se fortalecen voces que buscan una restauración conservadora, los derechos humanos dejan de ser el punto común e indiscutible y sobre esa base la viabilidad de la transformación no está en duda, pero sí lo está la forma que una nueva revuelta puede adoptar a futuro.
Para molestia de la clase política, el último informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD 2024) sobre Chile señala, con toda claridad, que aún persiste un fuerte descontento con el modelo imperante y un deseo de transformación, un ominoso reverso del autocelebrado progreso que, desde al menos 1998, sigue sin respuesta.
Para decirlo de manera radical: es la profundización democrática del pacto oligárquico de 1980 el que ha sido interpelado por todas partes, incluso, cuando el PNUD de 2024 simplemente expone el precio de seguir igual –es decir, sin transformaciones estructurales– desde el PNUD de 1998.
Es bueno recordar que el PNUD de 2024 consigna de manera estadística lo que la revuelta de octubre de 2019 había consignado de manera popular. En la multiplicidad de sus expresiones, la revuelta tuvo como principal característica haber unificado una serie de demandas sectoriales y transformarlas en un cuestionamiento profundo al modelo imperante.
Así, el eslogan más repetido en esa época fue “no son 30 pesos, son 30 años”, que ponía el foco en la falta de transformaciones profundas al modelo impuesto por la dictadura durante décadas de democracia.
A cinco años de ese hito que marca nuestra historia reciente, las demandas por mayor justicia, fin a los abusos, mayor participación y respeto por los derechos humanos sigue siendo una demanda legítima y, preocupantemente, las bases estructurales que condicionaron la irrupción de la revuelta no solo siguen presentes, sino que se han profundizado.
Frente a este escenario, la clase política sigue incapaz de dar respuestas de fondo, atrapada en su propio fantasma (el portaliano) que ha quedado como un conjunto de reglas vacías e inanes, cuya única expresión parece ser el discurso autoritario donde la salida de los problemas pasaría por más cárceles, mano dura, policías y militarización del país. La securitización del país es la compensación fáctica de la impotencia política que habitamos.
Sin duda que uno de los hechos más llamativos del proceso vivido este lustro fue el intento de la clase política, frente a las demandas que la superaban y las sobrepasaban diariamente, de intentar canalizar dicha energía desbordante a través de un proceso constituyente.
Luego de dos fracasos constitucionales, en el marco del acuerdo del 15 de noviembre de 2019, la crisis constitucional en Chile sigue vigente. Seguimos con un texto constitucional no solo ilegítimo sino siniestrado por la impugnación de octubre, pero, a la vez, sin capacidad de discutir un nuevo acuerdo constituyente.
En otros términos, socialmente la cuestión constituyente no deja de aparecer todos los días en función de los problemas más prácticos que tienen lugar: la cuestión de los 17 millones que gana Cubillos en la USS nos conduce al meollo del problema constitucional referido a la reforma de 1981, que privatizó la educación chilena; el problema de la privación del servicio de luz por parte de Enel nos interpela respecto de la política de concesiones instaurada desde el marco de un Estado de estructura subsidiaria; el escándalo de Hermosilla es la expresión de la política como gestión de intereses privados a costa de lo público; y así tantos problemas que no dejan de exponer al Reyno de Chile como un verdadero reino de la fuerza que, al igual que esgrimía Trasímaco en La República de Platón dice: la justicia es lo que conviene al más fuerte (Platón, 338 c).
Aquí se comprende por qué el historiador Gabriel Salazar podía recordar que, la consagración de Portales como mito histórico de Chile, se forjó a través de una verdadera transvaloración de los valores cívicos que aceptó las formas de la dictadura en desmedro de las formas colectivas que aún defendieron Florín y Vidaurre cuando asesinaron al célebre ministro. Tal transvaloración no ha sido otra cosa que la imposición del código oligárquico en desmedro del que ofrece la historia popular y su imaginación.
Justamente es tal transvaloración la que pretende imponer nuevamente. Porque si la prerrogativa de la violencia oligárquica (portaliana) fue legitimada –dirá Salazar– bajo un sistema que ningún interés tiene en la figura del “pueblo” es, precisamente, porque tal ordenamiento funda una democracia “académica” o, si se quiere, “sin pueblo”.
Y, entonces, ¿qué democracia podría definirse como tal si prescinde del propio sujeto político que dice defender (el démos, el pueblo)? ¿Cómo seguir creyendo que el régimen chileno vigente es una democracia cuando su sistema no solo no responde a los deseos ciudadanos sino que no convierte a estos últimos en el sujeto que podría “constituir” un ordenamiento legítimo?
La transvaloración indicada por Salazar muestra que el régimen chileno, en realidad, es una oligarquía y que esa forma ha sido la dominante a nivel histórico. Pero que es precisamente esa forma la que los pueblos de Chile han impugnado históricamente.
Hoy, esa forma (el pacto oligárquico de 1980), instaurada gracias al terrorismo de Estado urdido desde el golpe de Estado de 1973, está totalmente agotada, reducida a un conjunto de reglas vacías. Herida de muerte por la revuelta de octubre de 2019, agoniza en una suerte de limbo constitucional: ni viva ni muerta, sino agónica, al modo de un zombie que opera con la inercia de una máquina sin vida, capaz de causar mucho daño.
Así, en términos sociales, el proceso constituyente sigue totalmente vigente, aunque deformado, sin más expresión que la propia rabia ciudadana contra el funcionamiento inercial de la máquina institucional.
El repliegue es agudo: movimientos sociales no han podido instalar, otra vez, el problema; mucho menos los partidos políticos que, desesperadamente, tratan de sobrevivir al naufragio del ordenamiento constitucional vigente. Así, no existe expresión ni social ni política de la cuestión constituyente sino solo síntomas, modos deformados que salen a la superficie de la vida social, en aparente aislamiento, pero incapacitados, aún escindidos de la potencia colectiva que permitiría a los cuerpos ir más allá de la inercia propia del “peso de la noche” y experimentar así el acontecimiento del encuentro, el tener lugar de lo común.
Esta situación, da cuenta de un elemento que debiera ser el eje de las preocupaciones a cinco años de los hechos de octubre de 2019: la persistente desconexión que existe entre la clase política-económica y la ciudadanía, la ilegitimidad de esta clase dominante para conducir las transformaciones que Chile demanda (puesto que dicha clase es precisamente el centro del problema impugnado por la propia revuelta), a lo que se suma la actual crisis del Poder Judicial, que lo inhabilita como un actor que también pudiera haber dado respuesta frente a las demandas ciudadanas.
Todo ello abre un escenario incierto para el futuro (tal como el PNUD de 2024 así lo constata). Pero en toda incertidumbre hay también una posibilidad.
Cuando existen diferencias sociales profundas, un descontento que va en aumento y la incapacidad de la institucionalidad para dar respuestas, se abren preguntas complejas y desafiantes sobre hasta cuándo la inercia del posconflicto (el “peso de la noche”) puede sujetar el despliegue de una nueva movilización popular, que cuestione desde los cimientos el modelo y deje al Estado con la única respuesta que parece seguir unificando la voluntades del elite, la represión más brutal que sea necesaria para acallar a los rebeldes.
Por ello ha sido tan importante para el pasado y el actual Gobierno garantizar la impunidad por las violaciones de derechos humanos; ello garantiza que a futuro las fuerzas represivas estarán seguras de actuar sin tener que responder por sus crímenes.
Una nueva movilización popular, que sea fiel a la revuelta de octubre de 2019, no puede permitirse carecer de una imaginación que le permita articular un proceso transformador y revolucionario que supere las bases del modelo capitalista y colonial imperante. Cuando el “peso de la noche” portaliano se vuelve a imponer, es bueno preguntarse qué se está gestando desde las orillas, extramuros, más allá de los límites del control político. Ese Chile capaz de expresar ira, pero también capaz de articular un pensamiento crítico y transformador que nos permita imaginar la derrota oligárquica desde cuya ruina la dignidad vuelva a ser costumbre.