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Sobre la representación política del proyecto socialista Opinión

Sobre la representación política del proyecto socialista

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Simón Ramírez
Por : Simón Ramírez Secretario ejecutivo del Frente Amplio.
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Hoy, las sociedades neoliberales han desestructurado las formas clásicas de organización del movimiento obrero, pero también han diversificado las formas de dominación.


Uno de los aspectos más relevantes de la tradición socialista es la capacidad de incorporar una pluralidad de luchas, que son propias de las diversas formas de subalternidad que las sociedades capitalistas generan. En ese sentido, el proyecto socialista se trata de un proyecto político auténticamente plebeyo. Esto ha permitido su articulación sinérgica con otras luchas distinta a la de los trabajadores, como el movimiento indígena (un caso clásico es el de Bolivia y su “socialismo comunitario del Buen Vivir”) o el movimiento feminista (con Julieta Kirkwood como el mejor ejemplo de esta síntesis).

Hoy, las sociedades neoliberales han desestructurado las formas clásicas de organización del movimiento obrero, pero también han diversificado las formas de dominación. Para algunos nostálgicos de las sociedades industriales, que, por lo demás, en Latinoamérica fueron una excepción, esta diversificación de las luchas les parece un escándalo particularista o, dicho de forma más siútica pero también más vacía, un “wokismo”, y claman a los cielos por algo así como el retorno de la clase trabajadora y su universal (ontológico) que traerían bajo el brazo.  

Desde otro punto de vista, se ha planteado que las sociedades neoliberales, como la sociedad chilena, han aniquilado en sus bases cualquier tipo de proyecto popular de izquierda, porque la incorporación de las masas al consumo ha permitido un nivel de vida nunca antes visto. Por lo tanto, esta apelación a la subalternidad, a la dominación, a la exclusión social no encontraría un correlato social y destilaría, más bien, un mero ideologismo trasnochado.

Pero lo cierto es que nunca las formas de dominación se han presentado de una manera explícita. Marx dedicó su vida a encontrar el fundamento de la dominación en la producción capitalista, porque la realidad se presenta ante nuestros ojos de manera invertida y mistificada. 

Hoy la masificación del consumo y el acceso generalizado a un bienestar material a través del crédito constituye el aspecto central de la mistificación con la cual se nos presentan las sociedades contemporáneas ante nuestros ojos. Hay todo un debate sobre los llamados “30 años” que es realmente una discusión bizantina. Es evidente que Chile dejó atrás una pobreza descalza tan propia de las sociedades latinoamericanas de las décadas previas y que la sociedad tuvo un acceso a un bienestar material que nunca fue conocido antes.

Sin embargo, cae también por su propio peso que durante este período la sociedad chilena se fue desestructurando tanto a nivel social como a nivel institucional, entregando cada vez más su articulación a espacios dominados por el salvajismo de mercado. Las fuertes organizaciones sindicales se debilitaron, el empleo se precarizó cada vez más y las instituciones de seguridad social fueron reducidas al mínimo autorizado por el sacrosanto principio del Estado subsidiario. 

Todo esto determina la emergencia de una precariedad de distinto tipo, una condición compartida de vida precaria, que se transforma en la condición de vida generalizada de nuestro tiempo y que ya no tiene que ver (o al menos no principalmente) con el acceso a mínimos de bienestar material, pues la masificación del crédito permite resolver esto, ni exclusivamente con la ubicación en la relación capital-trabajo, sino que con una experiencia compartida de la falta: falta de seguridad económica y muchas veces falta de dinero para llegar a fin de mes, falta de estabilidad y de certidumbre ante el futuro, falta de tiempo y de acceso al ocio.

Este consumo sostenido en la deuda se constituye en la contracara de una acumulación oligárquica basada en el rentismo y en la extracción generalizada del salario de los trabajadores y trabajadoras, a través de la propia explotación, pero también de todo tipo de ingresos a través de las cotizaciones previsionales (con las que no se pagan pensiones, sino que se acumula riqueza desmesuradamente) y del salario futuro a través del crédito.

En la práctica, esto genera que la vida de gran parte de las personas penda de un hilo extremadamente delgado, una fragilidad tal que, en una sociedad sin redes de seguridad social robusta, la pérdida del empleo, la enfermedad de algún familiar o alguna contingencia política desafortunada constituye una vía segura a la pobreza. 

Las sociedades neoliberales se han constituido así en sociedades de expertos en el manejo de instrumentos financieros, desde tarjetas de crédito bancarias y de casas comerciales hasta créditos de consumo e hipotecarios, los que son solicitados no únicamente para comprar bienes de alto valor, sino que –y principalmente en los sectores medios y populares– para acceder a consumo ordinario (ropa, supermercado, medicamentos, etc.).

Esta experticia, que en un cierto sentido permite “vivir mejor”, convive con su contracara, una verdadera servidumbre por deudas, que se despliega a través de esta “expropiación financiera”, generando un proceso de desposesión que opera desde la figura especular de la posesión de bienes, pero que tiene como resultado la intensificación del trabajo (único modo, al final, para pagar las deudas acumuladas), la docilización de trabajadoras y trabajadores (que facilita la expansión de formas de trabajo precario), y crea una barrera fáctica para la canalización del descontento o la organización política, pues literalmente no hay tiempo para ocuparse de ello.

Pero, como han mostrado intelectuales como Nancy Fraser, comprender a las sociedades contemporáneas exclusivamente desde la contradicción capital-trabajo y desde el punto de vista únicamente de la redistribución no alcanza para hacerse cargo del conjunto del problema de la dominación y que constituye los fundamentos últimos de lo que aquí he llamado la condición compartida de vida precaria. 

Aspectos como la depredación ecológica y la destrucción de las comunidades vinculadas a esos territorios; la distribución inequitativa de las labores de cuidado, que permiten la reproducción de la fuerza de trabajo, pero que desplazan a un conjunto de personas –mujeres en su mayoría– a labores no remuneradas; las distinciones en términos de estatus que degradan la posición social de mujeres frente a hombres, de disidencias sexuales frente a la heteronorma, pero también a las personas indígenas frente a las no indígenas; y, por último, la falta de representación política adecuada, es decir, la oligarquización de la política y la negación a los sectores no elitarios de la posibilidad de intervenir de manera efectiva en la esfera política, o al menos una escucha valorada equitativamente (sin desigualdades epistémicas a priori), son todos elementos que, siendo estructuralmente anteriores a la cuestión del lugar que ocupan en la relación del capital y el trabajo, refuerzan la condición compartida de vida precaria.

Ahí, en esa forma de vida compartida, hay una forma de universal, pero no es el universal monolítico de antaño, sino que más bien un universal abigarrado, como lo ha planteado Claudio Alvarado Lincopi, que es tan heterogéneo internamente como las condiciones de dominación son. 

Así, cualquier proyecto socialista debe, necesariamente, representar a toda esa parte de la sociedad, que es sin duda la parte mayoritaria (lo que complejiza la idea tradicional del socialismo clásico de los “trabajadores manuales e intelectuales”), pues todos quienes comparten esta condición de vida precaria ocupan un lugar estructural determinante para el funcionamiento del orden neoliberal y su régimen de acumulación.

Por ello es fundamental comprender que esta incorporación de la sociedad en el proyecto político emancipador solo será posible en la medida que se reconozcan estos diferentes ejes de dominación y sean incorporados al corazón del propio proyecto y en su horizonte estratégico de transformaciones. 

Más que escandalizarse por la diversificación de los orígenes estructurales de la dominación y, por tanto, la diversidad de “demandas” con la que se constituye el arco político estratégico del socialismo actual, resulta más útil abrirse a comprender la complejidad de las sociedades en las que vivimos y las formas también complejas que los proyectos políticos deben adoptar para poder acoplarse a ellas. Lamentablemente, los partidos deben adaptarse a las sociedades, porque a la inversa no funciona.

Concretamente, esta incorporación tiene que ver, por cierto, y de manera muy fundamental, con la cuestión de la redistribución de la riqueza, pero también necesariamente implica un abordaje en términos del estatus y la repartición de la estima social; la incorporación de la perspectiva ecológica y el freno a la depredación de nuestros ecosistemas; y también la habilitación de una representación política justa, que no es sino una redistribución del poder político. 

Así, lo que el proyecto socialista busca generar son las condiciones para que los sectores subalternos puedan superar esta condición actual compartida de vida precaria y participar de una manera igualitaria en la sociedad, que es lo que, en términos más normativos, Nancy Fraser ha llamado “paridad participativa”, pero que también podemos concebir como una sociedad propiamente democrática y que requiere de todo lo anteriormente mencionado.

Es decir, Socialismo hoy quiere decir un proyecto político que busca generalizar la posibilidad de vivir la vida sin tener que pedir permiso a nadie y de participar de la sociedad en igualdad de condiciones. No hay lucha más materialista que esta. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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