En todo este tiempo, es decir, en más de 34 años que lleva la discusión respecto al uso del paño del borde costero de Valparaíso, la ciudad se ha arruinado en sus condiciones materiales y humanas de existencia.
Una vez más (han sido a lo menos dos veces que en los últimos cinco años se ha hecho este anuncio mediante sendos hitos comunicacionales) se instala, por parte de las autoridades, la primera piedra del megaproyecto Parque Barón, algo que el Gobierno ha denominado como la obra símbolo de la revitalización urbana de Valparaíso. Se trata de una obra que es parte del Acuerdo por Valparaíso, firmado por la municipalidad, el Gobierno Regional, la Empresa Portuaria y el Presidente Boric, para la construcción de un parque de 11,5 hectáreas que otorgará acceso al mar, con una costanera de 600 metros lineales que conectará al actual paseo Wheelwright con el Terminal de Pasajeros de Cruceros. Este espacio también dispondrá de áreas verdes y plazas, además de considerar la construcción de accesos peatonales soterrados que atravesarán la avenida Errázuriz y la línea de EFE, llegando hasta las avenidas Francia y Argentina.
La primera palada de tierra la puso la ministra del Interior, Carolina Tohá, quien al mismo tiempo reconocía, frente a los medios presentes, que al Estado le cuesta sacar adelante los proyectos buenos: “Lo que costó y significó para este proyecto tener hallazgos arqueológicos, que debiera ser un beneficio, se transforma en algo que, muchas veces, significa que los proyectos quedan muertos”. Cuánta razón tiene la ministra Tohá, pues los hallazgos arqueológicos y la vetusta normativa patrimonial del país terminaron echando abajo emblemáticas obras que asomaban como faros de luz para el desarrollo económico, cultural y científico de la ciudad: la expansión del puerto, la recuperación de la calle Serrano, la construcción del edificio del Instituto de Neurociencias que iba a construir la Universidad de Valparaíso en el corazón del barrio puerto y el Parque Barón, que lleva más de cinco años estancado, producto de hallazgos arqueológicos del siglo XIX, y la fachada de una bodega construida en el siglo XX ( habría que revisar el marco teórico que concedió estatus patrimonial a la bodega en cuestión).
En todo este tiempo, es decir, en más de 34 años que lleva la discusión respecto al uso del paño del borde costero de Valparaíso, la ciudad se ha arruinado en sus condiciones materiales y humanas de existencia. Es indudable que, al mencionar Valparaíso, las primeras imágenes que se vienen a la mente de cualquier habitante de otra región del país, son las de orina en la calle, ropas usadas colgando en las rejas del Congreso, paredes con grafitis anómicos (los mismos que terminaron por tapar hasta el mismísimo mural de Salvador Allende en la sede del Partido Socialista de Valparaíso), lanzazos a plena luz del día, edificios en ruinas y espacios baldíos ( terrenos de universidades públicas que hoy se usan como estacionamientos improvisados entre malezas y homeless). Han sido muchos años de farra a manos de un grupo de arqueólogos, activistas y militantes del narcisismo patrimonial, quienes terminaron por instalar una máxima fatal: momificar los jóvenes restos de una ciudad que tuvo un breve esplendor como cuna de la modernidad en el continente (motivo por el que Unesco le reconoce).
Al mismo tiempo que este relato embaucador fue comprado por tribunales ambientales, servicios de evaluación ambiental, comités de ministros, jueces de turno, gobiernos regionales y centrales, el ciudadano porteño se empobreció, se agotó y se deprimió mirando, desde lejos, la maqueta con la ciudad soñada que le prometían los embaucadores: íbamos a ser Lisboa, Barcelona o Nápoles de Sudamérica. Sin embargo, terminamos convertidos en una gran favela que nada tendría que envidiar a las de Río o Medellín. El porteño también pasó años escuchando esa promesa del “tren bala” que conectaría en 40 minutos la estación Pajaritos con Barón. En la actualidad, el único “tren bala” que conecta a Valparaíso con el resto de Chile es el tren de Aragua.
Por supuesto que no podemos dejar de lado a los embaucadores de la clase política, como aquellos que prometieron realizar una revolución que dejaría a la ciudad en una fase de superación del capitalismo (no cabe duda que la dejaron casi calcada a la Habana). Cómo no recordar a aquel alcalde que solía entonar el adolescente cántico de “Valparaíso antifascista” y terminó, corbata en cuello, rogando por más presencia policial en las calles. Es impresionante lo que aquel alcalde logró: el peor de los deterioros en la historia de Valparaíso. Ni el terremoto de 1906 pudo tanto.
He de esperar que la primera palada de tierra del Gobierno para el inicio de las obras del Parque Barón, una inversión estatal de más de $ 23 mil millones (similar inversión desembolsará la empresa salmonera Mowi Chile para remodelar su planta de proceso en Puerto Montt), sea el comienzo de una nueva etapa para Valparaíso, una en la que las condiciones materiales de la existencia de sus habitantes pueda más que el narcisismo patrimonial de un puñado de personas. He de esperar que nunca más gobiernos, parlamentarios y concejos municipales de turno actúen como litigantes frente a decisiones jurídicas sobre alguna inversión o proyecto que aspira a instalarse en la ciudad (como ocurrió con el proyecto inmobiliario Pümpin).
Y algo no menor, he de esperar que la ciudadanía porteña sepa reconocer en las elecciones a aquellos piratas que recalan, desde otras tierras, a punta de risotadas y palabras rimbombantes, sólo para resguardar sus propios tesoros y luego huir a reinventarse a otro lugar, sin pagar costo alguno, sin dejar obra alguna, sólo dejando escombros a su paso.