Niños, refugio y humanidad: una respuesta a la peligrosa indiferencia
Espero que las palabras del exalcalde Carter no encuentren eco en los corazones de los chilenos sensibles y responsables, aquellos que entienden que la verdadera humanidad se mide por la forma en que tratamos a los más vulnerables.
Cuando escuché, con creciente incredulidad, que un exalcalde en Chile, de apellido Carter, manifestaba que los niños migrantes no deberían tener acceso a la educación, y que el Estado solo debería brindar asistencia a los migrantes en situaciones de emergencia, como un infarto o un parto en la calle, un profundo dolor recorrió mi ser. Mis ojos se llenaron de tristeza, como si de alguna manera esa declaración fuera una negación de la humanidad misma.
En ese instante mi mente viajó en el tiempo y volvió a la Caracas de mi infancia, donde conocí a una familia chilena que, al igual que miles de otras, había huido de una dictadura, buscando refugio en nuestra ciudad. A esa familia la acogimos, ofreciéndole un hogar en un rincón de la ciudad que, como cualquier comunidad migrante, había sido testigo del paso de aquellos que huyen de la opresión, la pobreza y la violencia.
No pude evitar recordar la mirada de aquel niño chileno que se convirtió en mi amigo cercano. Juntos compartimos aulas, disfrutamos de los servicios públicos y privados de la urbanización El Cafetal, y fuimos testigos de las pequeñas alegrías y desafíos de la vida cotidiana. Hoy, aunque las circunstancias lo llevaron a regresar a Chile y luego a establecerse en España, ese niño, ahora adulto, guarda en su corazón un lugar especial para Venezuela, como si nuestra tierra le hubiera ofrecido algo más que un refugio temporal: la promesa de un futuro mejor. Esta historia, que podría ser la de cualquier niño migrante en el mundo, encapsula el dolor de una realidad compartida por millones, y es un recordatorio de lo que significa, en esencia, ser humano.
Las declaraciones del exalcalde Carter no solo evidencian una alarmante carencia de empatía, sino también una profunda ignorancia sobre los principios fundamentales de los derechos humanos, principios que Chile ha defendido y ratificado a través de múltiples tratados internacionales a lo largo de su historia. El trato que se dispensa a los migrantes y su inclusión en los sistemas educativos, de salud y de protección social no deben entenderse como actos de generosidad aislados, sino como un compromiso inequívoco con la aplicación de normas internacionales que, como nación responsable, le obliga a respetar y promover. Para alguien que aspira a liderar un país, ese desconocimiento resulta no solo preocupante, sino totalmente inaceptable.
La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, establece en su artículo 2 que “los Estados Parte garantizarán el derecho de todos los niños, sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional, étnico o social, discapacidad, nacimiento o cualquier otra condición del niño o de su familia”. Esta proclamación no solo es un compromiso de justicia global, sino un recordatorio de la dignidad inherente de cada niño, independientemente de su origen o situación.
De igual manera, tratados internacionales fundamentales como la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, firmada en 1951, exigen la protección de los derechos de los refugiados, entre los que se incluyen el derecho a la educación, la protección contra la violencia y el acceso a servicios de salud.
Estos principios, ratificados por Chile, son inequívocos: los migrantes no son una carga ni un peligro. Son seres humanos que, al igual que cualquier otra persona, merecen compasión, respeto y la oportunidad de reconstruir sus vidas en un entorno seguro. La idea de limitar su acceso a servicios básicos no solo constituye una violación flagrante de estos tratados, sino que representa una afrenta a la dignidad humana, una regresión moral que nos retrotrae a las páginas más oscuras de la historia.
La migración es, en su esencia, una búsqueda de esperanza, un esfuerzo por reconstruir lo que ha sido destruido por la violencia, la opresión o la pobreza. Esta realidad, que se repite a lo largo de la historia, nos enseña que, lejos de ver a los migrantes como una carga o una amenaza, debemos reconocer en ellos una humanidad común que merece ser respetada y protegida. Un ejemplo conmovedor de esta verdad se encuentra en la historia de los niños chilenos que, durante los años oscuros de la dictadura de Pinochet, llegaron a Venezuela como parte de un éxodo forzoso, huyendo de la represión política y de las graves violaciones a los derechos humanos que sufrían en su país natal.
En Venezuela, muchos de esos niños chilenos encontraron refugio en comunidades que, aún sin contar con grandes recursos, les ofrecieron oportunidades para desarrollarse. Un caso emblemático es el de aquellos niños que, gracias a su talento y esfuerzo, ingresaron a las orquestas juveniles de Venezuela, un sistema que ha sido reconocido mundialmente por su capacidad para transformar vidas a través de la música.
Para muchos de estos niños chilenos la música se convirtió en un refugio, una vía de expresión y, sobre todo, una oportunidad para superar las dificultades que enfrentaban como migrantes. A través de su participación en estas orquestas no solo encontraron un espacio para el desarrollo de sus habilidades artísticas, sino también una forma de reconstruir su identidad y sentir que, a pesar de haber perdido su tierra natal, podían encontrar un lugar en el mundo.
En este contexto, espero que las palabras del exalcalde Carter no encuentren eco en los corazones de los chilenos sensibles y responsables, aquellos que entienden que la verdadera humanidad se mide por la forma en que tratamos a los más vulnerables, a aquellos que han sido despojados de todo, excepto de su dignidad.
Al igual que en aquellos días trágicos de la humanidad en la época del fascismo alemán, el discurso de Carter, si se lleva a la práctica, podría abrir una puerta peligrosa. En un momento tan delicado para América Latina, donde algunos regímenes autoritarios, como el de Nicolás Maduro, han lanzado a su pueblo al caos, los chilenos debemos recordar que las respuestas políticas deben ser, ante todo, humanas.
Es importante reconocer que la migración debe ser gestionada de manera ordenada, mediante una adecuada verificación de identidad y el uso de los recursos necesarios para la seguridad nacional de cualquier país. Nadie podría negar la necesidad de mantener un control responsable sobre quiénes ingresan a una nación, con el fin de garantizar la seguridad y el bienestar de todos sus habitantes.
Sin embargo, esto no puede justificar la negación de derechos fundamentales a los más vulnerables, como son los niños migrantes. Negar el acceso a la educación a los hijos de quienes ya están insertados en el sistema chileno, que viven en el país, que asisten a las escuelas y que, por tanto, están siendo parte activa de nuestra comunidad, es una atrocidad moral y ética.
Como alguien que también ha vivido el desarraigo, sé con certeza que el dolor de dejar atrás lo que uno conoce es indescriptible. Y, sin embargo, es precisamente la educación, la posibilidad de integrar a los hijos de los migrantes en el sistema educativo, lo que ofrece la oportunidad de reconstruir vidas, de ofrecerles una esperanza real de un futuro mejor. En este sentido, Chile no solo tiene la oportunidad, sino la obligación moral de ser un faro de esperanza para aquellos que buscan seguridad y un futuro digno para sus hijos, independientemente de su estatus migratorio.
Afortunadamente, los chilenos responsables y solidarios, los que entienden que la humanidad y los derechos no deben ser negociables, no cederán ante discursos de exclusión y discriminación como los del exalcalde Carter. La verdadera fortaleza de una nación se mide por su capacidad de acoger, de comprender y de ofrecer un futuro mejor para todos, sin distinción alguna.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.