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Quousque tandem, Trump? Opinión

Quousque tandem, Trump?

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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De concretarse la entrada en vigencia del 25% de aranceles sobre productos canadienses y mexicanos, sin olvidar el 20% a China, Estados Unidos podría no solo arriesgar cierta insularidad comercial, corolario de la fantasía del autarquismo proteccionista, sino también un conflicto comercial global.


Cuando pensábamos que durante el primer mes de la nueva administración Trump de Estados Unidos lo habíamos visto todo (coerción arancelaria contra vecinos y viejos aliados, insistencia en la reincorporación de la administración del canal de Panamá y la anexión de Groenlandia, el punto suspensivo a la ayuda humanitaria y asistencia internacional que gestiona la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, deportaciones masivas o el restablecimiento acelerado de relaciones con Moscú en medio de la Guerra en Ucrania, entre otros), vinieron los últimos días de febrero y los primeros de marzo dejando a analistas y observadores sencillamente atónitos.

No es que no se supiera que el nuevo jefe del Salón Oval iría directo al grano y sin rodeos para marcar la diferencia de su primer período, sino que el vértigo de la puesta en escena superó todo pronóstico.

Lo podemos sintetizar en algunos momentos. Primero el encuentro entre el presidente Trump con su homólogo francés, Emmanuel Macron, el único que pudo cosechar cierta parsimonia con su interlocutor. Enseguida una cita en el despacho oval entre Volodímir Zelenski y el presidente de Estados Unidos y su vicepresidente.

Finalmente, la declaración de uno de los ministros más influyentes del gabinete de Gobierno de Estados Unidos, que se mostró partidario que su país abandone la Organización del Atlántico Norte (OTAN) y Naciones Unidas.

La primera escena nos dejó una postal inédita, un presidente Trump consintiendo que su invitado, el presidente de la República francesa “precisara” la cantidad y tipo de ayuda económica de Europa a Ucrania (60% del total y no toda bajo la forma de préstamo o subvención), además de la oportunidad de identificar al agresor –Moscú– y la víctima –Kiev–. Nada menor si se piensa que días antes Trump aseguraba que Ucrania había comenzado la guerra.

La imagen de Macron agarrando ligeramente el brazo de Trump para que le permitiera hablar me recordó vagamente el discurso pronunciado por Cicerón contra Lucio Sergio Catilina, político romano acusado de conspirar contra la República, durante su comparecencia al Senado romano del 8 de noviembre del 63 A. C., que comienza con el célebre: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?).

La eximia romanista británica Mary Beard en SPQR (2015) ya nos había recordado que en la actualidad la frase ha sido reiterada contra políticos que exponen acuerdos heredados y formas de convivencia, como hizo la oposición húngara en sus pancartas de protestas contra el premier Viktor Orbán. El episodio de la visita de Macron bien podría sumarse.

Dueño de un estilo provocador, planteando demandas y plazos que aturden a adversarios y aliados históricos, despreciativo de los pesos y contrapesos institucionales en pos de un Ejecutivo unitario que exprese la voluntad de una mayoría con irrespeto a la minoría –típico de los Maduros y Orbanes de hoy–, todo aquello ha sido la tónica de Trump 2.0.

El napoleónico comentario en su red Truth Social, “quien salva a su país no viola ninguna ley”, a propósito de jueces que impugnan la legitimidad de órdenes ejecutivas que jibarizan agencias federales o recortan presupuesto, volvió a colocar a sus críticos en alerta respecto a la salud institucional de la democracia más antigua del orbe.

Después de todo, Napoleón espetó la frase poco antes que el cónsul vitalicio se coronara emperador de los franceses (aunque este trumpismo se conecta mejor con la intención de Napoleón III de restaurar los tiempos de su tío). En el discurso de la Unión del martes 4 de marzo, Trump fue más modesto, aseverando que su primer mes de gobierno ha sido el más exitoso de la historia de Estados Unidos, incluso delante del de George Washington.

Un segundo acto fue sin duda la reunión entre Zelenski y Trump, este último con su fiel escudero Vance. Sin duda fue un escenario calculado para imponer la incondicionalidad del presidente ucraniano respecto del alto al fuego con Rusia.

Zelenski confiaba que un acuerdo para explotar minerales y tierras raras con Estados Unidos le permitiría arrancar garantías de seguridad para la integridad de su país. Se equivocó completamente. El objetivo de Trump es cumplir una de sus “más infladas” promesas de campaña: “Terminar la guerra en 48 horas” –como si fuera tan fácil después de 3 años de guerra y más de 120 mil muertos, según cifras oficiales–.

Trump aplicó máxima presión pública para forzar una paz a cualquier precio, a pesar de que todo cese de hostilidades sin convencimiento de las partes redunde en apenas un frágil paréntesis.

Para convencer al público doméstico era necesario “representar” teatralmente la obsecuencia del invitado respecto a su voluntad de lucha. Se decidió transmitir la cita por las cadenas glocales, confiriendo un papel a quien pocos antes, durante la conferencia de seguridad de Múnich, había reprendido a Europa por la falta de libertad de expresión, el vicepresidente Vance, aunque, claro, sin permitir que Associated Press ingresara al despacho presidencial por osar seguir refiriéndose al Golfo de México, en vez de usar “de América”.

El avezado cronista del best seller autobiográfico Hillbilly Elegy (2016) cumplió su cometido interrumpiendo el diálogo de jefes de Estado para exponer la supuesta falta de gratitud ucraniana respecto a la ayuda de Estados Unidos y la impertinencia del invitado al rechazar la oferta de Washington en el Salón Oval y delante de las cámaras.

Como en un juego de póker, la metáfora que el anfitrión eligió fue que, sin Estados Unidos, Kiev no tenía cartas. “Tómalo o déjalo” fue el mensaje. Como Zelenski se resistió, el consejero de seguridad nacional Michael Waltz habría invitado a Zelenski a abandonar la Casa Blanca, quien se marchó de Washington sin acuerdo, garantía o cualquier otra cosa, más bien con Trump ordenando concluir toda la ayuda militar a Ucrania. Menos de una semana después, Zelenski comunicó estar listo para colaborar con Estados Unidos en todo.

Este evento, así como la reunión del 18 de febrero entre los jefes de la diplomacia de Estados Unidos, Marco Rubio, y de Rusia, Serguéi Lavrov, en Riad, han llevado a recuperar cierta memoria de entreguerras: los acuerdos de Múnich del 30 de septiembre de 1938 con la política de apaciguamiento que implementaron Inglaterra y Francia con Hitler, que concluyó con la división de Checoslovaquia, y el pacto nazi-soviético de agosto de 1939, que decidió la invasión y ocupación de Polonia por parte de los antaño rivales que se comprometían a no atacarse en una década (apenas duró dos años).

Este ejercicio comparativo refuerza la imagen de un supuesto nuevo ascenso del fascismo imperialista. Me quedo con el adjetivo y matizo el sustantivo inicial. A pesar de ciertas similitudes con los convenios Ribbentrop-Mólotov, no se puede pasar por alto que su idea basal era la no agresión para repartirse el botín momentáneamente, jamás un restablecimiento de relaciones con vistas a una cooperación futura en áreas estratégicas, como se ha hablado hoy respecto del Ártico.

Pienso que la última reunión de ministros de exteriores ruso-estadounidense se parece más a la cumbre de Yalta, que en febrero del 45 comenzó a dibujar esferas de influencia con dejos imperialistas. Por lo anterior es que la idea de giro en 180 grados de la política exterior de la Casa Blanca tiene bemoles.

Definitivamente hay una transformación profunda en las relaciones con el Kremlin de las últimas dos décadas. Pero antes no siempre fue así. Franklin Delano Roosevelt ensayó una aproximación parcial a la Unión Soviética en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, para 1946 era ya imposible con la cortina de hierro dividiendo Europa.

También desde fines de la década de los 80 hubo otros acercamientos que se mantuvieron hasta fines de siglo con Yeltsin. Incluso en los primeros años de Putin hubo convergencia en los discursos de guerra contra el terrorismo teñidos de islamofobia. La invasión rusa a Georgia de 2005 trajo la ruptura que se profundizó en 2012, cuando Obama describió a Rusia como “una potencia regional” que apenas amenazaba a sus vecinos.

Adicionalmente, hay antecedentes académicos en la exploración de acuerdos alternativos a la solución militar para la cuestión ucraniana. Lo dijo meridianamente Huntington en 1996, en su “choque de civilizaciones”. Una opción para preservar la integridad ucraniana sin riesgo de fractura era “neutralizarla” mediante su no participación en alianzas militares.

En 2015, el teórico del realismo ofensivo, John Mearsheimer –junto a Stephen Walt, autor del libro el Lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos (2007)– aportó más antecedentes respecto a una neutralidad de Ucrania fuera de la OTAN y su fortalecimiento económico, como camino para evitar un conflicto armado, con lo cual la posición de Trump no es ni tan solitaria ni tan novedosa.

No obstante, la invasión rusa se materializó el 24 de febrero de 2022 y Washington se situó junto a Europa en la asistencia defensiva a la agredida Kiev. Hoy Trump cambió el guion, aunque ensayando una variante de la gran estrategia de Kissinger, alterando el orden de los factores. Si el exsecretario de Estado explotó la fisura del campo socialista agrietando el eje Moscú-Beijing, mediante un entendimiento con el último, en la actualidad implementa una fórmula similar, aunque acercándose a Putin en los prolegómenos de lo que algunos describen como Nueva Guerra Fría con China.

Y aunque no estoy completamente seguro de una bipolaridad exacta –más bien replica un imperialismo mercantil semejante al de fines del siglo XIX y no a la lucha ideológica de la segunda parte de la centuria pasada–, si fuera así, una estricta división de esferas de influencia, entonces habría muy poco espacio para el no alineamiento, particularmente en América Latina.

Los BRICS no son el movimiento de Bandung de 1955, pero incluso la disidencia de esa época dentro del área controlada por Occidente –ya fuera Latinoamérica o el Sudeste Asiático– fue sacudida por el método Yakarta, tal como la Unión Soviética castigó a la oposición en Hungría, Checoslovaquia o Polonia. Las invectivas por Groenlandia y el canal de Panamá son nítidas a este respecto.

Finalmente, el evento más original es el posteo de Elon Musk en su red social a un usuario que preguntaba si “es hora de abandonar la OTAN y la ONU”, respondiendo: “Estoy de acuerdo”. No se puede pasar por alto que el empresario sudafricano a cargo de los recortes fiscales es uno de los favoritos de esta segunda administración Trump.

Ha decidido ignorar que el poder del Leviatán Liberal estadounidense se fundó sobre la tríada de alianzas militares defensivas, el sistema económico de Bretton Woods (FMI, Banco Mundial y las instituciones comerciales) y el multilateralismo de Naciones Unidas. Odd Arne Westad en su relato de la Guerra Fría (2017) va más lejos, afirmando que el concepto “Occidente”, aunque tenía múltiples referencias a sus orígenes, solo en la década del 50 adquirió la cohesión que le dio el conjunto de interacciones y de instrumentos comunes: en lo defensivo, Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el creciente intercambio entre ambos lados del Atlántico propiciado por el Plan Marshall.

He aquí el giro copernicano de la política de Trump. En los últimos 80 años, ni los entendimientos diplomáticos con China o Rusia, ni la preocupación o el delirio para prevenir el deslizamiento de las periferias a la revolución, implicaron que Estados Unidos descuidara su relación atlántica con Europa.

En dicho punto coinciden el MAGA (“Hacer grande a América otra vez”) y Musk al desechar la historia, dado que el poder global y la supremacía económica estadounidenses fueron alcanzadas en 1945 mediante las instituciones hoy debatidas entre la marginalidad o el desmantelamiento. Fueron esas las que prevalecieron al final de la Guerra Fría, el segundo momento dorado en la carrera exterior del coloso americano.

De concretarse finalmente la entrada en vigencia del 25% de aranceles sobre productos canadienses y mexicanos –sus socios–, sin olvidar el 20% a China, Estados Unidos podría no solo arriesgar cierta insularidad comercial, corolario de la fantasía del autarquismo proteccionista, sino que un conflicto comercial global, intercalado con desplantes expansionistas sobre el hemisferio.

Sabemos por las primeras tres décadas del siglo XX que Estados Unidos pudo ser simultáneamente aislacionista respecto de Europa e imperialista en su área estratégica inmediata, México, Centroamérica y el Caribe. Teniendo presente el actual desarrollo del Derecho Internacional, de redituarse lo último no sería muy distinto a la política rusa del que llama “extranjero próximo” o mano libre en tu vecindario. Una apuesta que podría abrir una caja de Pandora.

Mientras, conviene seguir el resultado de la elección de secretario general de la OEA, ya que aportará indicios de la receptividad o reacción que concita la política estadounidense sobre el continente americano.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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