
El amor llega, pero como un mazazo
Quien evita el lazo afectivo se autocondena a citas que nunca estarán a la altura de lo que falta: un afecto correspondido. Vuelve a repetirse el patrón, pero esta vez como protección frente al miedo al abandono.
Nadie sale ileso del amor. Llega, muchas veces, como un mazazo, incluso cuando creemos estar preparados. Golpea donde más duele, justo en las zonas que pensamos protegidas, en los rincones donde antes de amar anidaba la calma.
En una columna anterior, sostenía que la búsqueda de protección emocional —esa hoy popular exigencia de “responsabilidad afectiva” que adorna casi todos los perfiles en las aplicaciones de citas—, aunque legítima, es también ingenua. Pedimos garantías para amar, como si la experiencia humana pudiera amortiguarse de antemano. Pero no aprendemos en la comodidad. En lo afectivo, crecemos cayéndonos, enfrentándonos a la angustia de heridas viejas que nos devuelven a la infancia y nos obligan a una reelaboración dolorosa, aunque necesaria. Es ahí donde memoria y resignificación trabajan como un binomio que nos permite, si hay suerte, retornar al presente.
Este año se editó en castellano “En caso de amor. Psicopatología de la vida amorosa”, de la filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle (Lumen, 2025). Un libro que, lejos de la autoayuda, nos enfrenta sin anestesia a la crudeza del amor. Porque el amor no es el refugio que buscamos, sino un acontecimiento que puede desbordarnos. Un mazazo.
Algunos de los puntos que atraviesan la obra, y que tal vez despierten en ustedes el deseo de leerla, son estos:
La repetición como trampa y salvación
La primera advertencia de Anne apunta a la repetición. ¿Por qué tropezamos una y otra vez con los mismos amores, con personas que parecen replicar viejas historias? La autora propone que existe una lógica del deseo que nos empuja, inconscientemente, a fracasar en el mismo punto. Repetimos lo que nos hirió. Pero esa repetición, lejos de ser solo un error, cumple una función psíquica: nos protege de enfrentar ciertas lealtades infantiles y nos permite, en el mejor de los casos, perdonar el dolor pasado.
“Usted cree reparar —dice Dufourmantelle— y ahí donde más pone energía en no repetir lo que han hecho sus padres, vuelve a entrar en sus trazos; sin que se dé cuenta, nivela el suelo y los perdona haciendo como ellos”.
Somos un entrelazamiento de fuerzas opuestas: una que repite el pasado y otra que intenta reparar lo devastado. No hay avance sin ambas.
La evitación: el frío que congela
En tiempos donde el placer se alcanza rápido y sin esfuerzo —las aplicaciones lo permiten con eficacia quirúrgica—, nuestra defensa más común es la evitación. Dufourmantelle la llama “congelamiento”: una estrategia que aísla partes enteras de nuestra capacidad de sentir, para protegernos del dolor. Pero este congelamiento tiene un costo. La autora advierte que “esa invasión del frío, esta progresiva desensibilización, no es sin riesgo. La emoción se desconecta del sujeto. Ya no hay modo de saber si sufre, si está contento, triste, enojado o aterrado. Se cree invulnerable y puede, por tanto, ponerse en peligro de verdad”.
Quien evita el lazo afectivo se autocondena a citas que nunca estarán a la altura de lo que falta: un afecto correspondido. Vuelve a repetirse el patrón, pero esta vez como protección frente al miedo al abandono.
Y aquí está la trampa maestra de la evitación: quien huye del amor por miedo al abandono se condena a repetir eternamente el abandono. La cita que nunca llega a nada, el chat que se disuelve, el vínculo que nunca se concreta, son formas de cumplir la profecía de la decepción. Así, se confirma una y otra vez que no vale la pena esperar nada de nadie, el mantra aprendido en la infancia. Es una forma de control, sí, que se adquiere para demostrarse autovalente, una guarida ante la angustia de la indiferencia.
El miedo al abandono, la herida más arcaica
El miedo al abandono no es solo la consecuencia de carencias afectivas en la infancia, como repite la autoayuda, sino una realidad más violenta y arcaica que el amor mismo. El abandono “nos agarra ahí donde creemos estar protegidos, invulnerables”.
Renunciar a la evitación —a ese síntoma defensivo— es exponerse a una vida desnuda. Una vida en la que amar es una intemperie radical. ¿Bienaventurados los desnudos? Pero no sin antes enfrentarse al vértigo de perder las defensas que nos mantenían a salvo, a destruir la propia guarida.
La traición y los celos: otras formas del mazazo
Dufourmantelle también se adentra en la traición y los celos, experiencias donde el yo se tambalea. Ante la traición, escribe, “Cuando sobreviene la traición, la frágil envoltura del yo sale volando. Entonces las emociones invaden junto con la verdad. Es, a veces, la única ocasión para que una amistad o un amor se desplace, se descubra más vasto, más auténtico también. No es deseable ni fácil, pero a veces es el único modo”. Pero es un proceso brutal.
La traición nos conecta con una soledad primaria, la de los primeros años de vida, cuando necesitábamos ser reconocidos para sobrevivir. “Nuestra angustia por ser traicionados nos ata, a veces durante años, a un ser, a una familia que no nos reconoce, que nos maltrata y nos ignora. Ese miedo nos deja acurrucados en la sombra protectora del otro, a quien confiamos el alma y de quien esperamos amor, aunque nos devuelva desprecio”, nos señala la autora.
En cuanto a los celos, Dufourmantelle sostiene que “nos llevan al otro”. Nacemos de otro, nos separamos, nos enamoramos, y el temor de ser abandonados se convierte en nuestra sombra más persistente. Los celos vuelven insoportable tanto la soledad como la compañía. La sospecha oscurece todo. Pero, dice Dufourmantelle, es ese querer pertenecer el uno al otro lo que provoca el dolor: “Si logramos hacer coexistir en nosotros la confianza y la duda, la inteligencia erótica y la dulzura maternal, la fidelidad y la traición, si aceptamos que esos estados forman parte de nuestro mundo interior y dejamos de construir diques tan altos para no saber nada, una parte de ese desprendimiento de que hablan los estoicos deviene posible. El prójimo, entonces, lejos de ser nuestro objeto de amor, de odio o de posesión, deviene aquel que tenemos que descubrir”.
Sin garantías, solo riesgo
La lectura de este libro nos deja claro que, en la psique, no hay economía posible, no existen atajos. Y que quien busca garantías encontrará, en cambio, una invitación directa al taller de reparaciones. “Asumir el riesgo de desautomatizar nuestros estados defensivos y atrevernos a sentir es el modo de protegernos del verdadero peligro: la negación de la propia vida íntima”, nos recuerda Anne Dufourmantelle. Sin duda, un libro necesario para llenar los infinitos vacíos de nuestras estanterías.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.