
“Adolescence”: una clase de psicología
Es difícil cerrar una historia como la de “Adolescence”, que bien podría haber tenido varios episodios más. Guardando las proporciones, esto también ocurre en la formación.
Cuando veo una buena película, serie, obra de teatro, o leo un buen libro, nunca dejo de pensar del todo para qué curso o cursos de la formación en psicología serían un material de aprendizaje adecuado e interesante.
Adolescence, la miniserie producida por Netflix, se ha esparcido entre las recomendaciones cara a cara y las que abundan en redes sociales, como un mandato que se puede resumir en la expresión “la tienes que ver”. Y, por cierto, la vi. La vi de una sentada. Apurando el almuerzo familiar del domingo, con mi marido apuntamos el control remoto en tres oportunidades para aceptar la propuesta de “seguir viendo”.
Absolutamente hipnótica, removedora y perturbadora. Desde los acontecimientos en tiempo real –en nuestra escala temporal– y el discutido plano secuencia, hasta sus personajes sorprendentes –por momentos difíciles de descifrar y por otros interpeladores–, la serie nos captura desde nuestra necesidad de sentido, de comprensión.
No digo que sea una buena práctica lo de pensar constantemente en transmutar las producciones culturales y artísticas a material de enseñanza de la psicología. Por el contrario, puede llegar a ser fastidiosa. Pero hay algo de esta disciplina inevitable, y es que está en todo y en todas partes; cambiamos el alma por la psique, la plegaria por la mentalización, la confesión por la psicoterapia, solo por ejemplificar y especular.
¿Y qué hay de Adolescence? Bueno, antes que todo, “tienen que verla”. Y por supuesto, pienso, la tendrían que ver las y los estudiantes de primer año de psicología que se encuentran hoy cursando asignaturas como las de “Sociedad, sexualidades y género” y “Transformaciones socioculturales”.
Podrían discutir y tratar de entender, por ejemplo, el término Incel (involuntary celibate), acuñado por una mujer en los 90, como apoyo para personas que experimentaban soledad y aislamiento, y que, con el tiempo, evolucionó en las redes sociales y foros dominados por hombres hacia una representación e identificación con la misoginia y apología de la violencia hacia mujeres y personas LGBTIQ+. Esto, para descifrar y parcialmente responder a la pregunta de ¿cómo es que Jamie Miller, adolescente de catorce años y protagonista de la serie, llega a habitar esos discursos?
También, pienso en las y los estudiantes de segundo año, que cursan las asignaturas de “Adolescencia y juventud” y de “Personalidad”. Imagino cómo se beneficiarían de un ejercicio de análisis sobre la manera en que la miniserie muestra, de forma sutil y prístina, la influencia que tienen las subculturas que proliferan en internet en la conformación de la identidad de las y los adolescentes, y sobre el impacto de la masculinidad tóxica en la legitimización de la violencia como forma de relación. Ejemplos son la dinámica entre Jamie y sus amigos Ryan y Fredo, y la que se da con sus compañeras mujeres.
Creo, además, que quienes están en tercer y cuarto año de la carrera, cursando asignaturas como las de “Psicodiagnóstico” y de “Psicopatología infanto-juvenil”, accederían a una muy notable escena en el tercer episodio: la interacción de Jamie con la psicóloga Briony Ariston, que lejos de habituales estereotipos del ejercicio de la disciplina, les permitiría apreciar el poder del diálogo y de la relación terapéutica para revelar aspectos de la personalidad, escondidos y clausurados incluso a los más cercanos, incluyendo la vulnerabilidad, los conflictos internos y la agresividad desregulada.
Bueno, y qué decir de las y los estudiantes de quinto año, que ya se encuentran en el ciclo profesional. Imagino a quienes participan del “Taller de Intervención en Psicología Jurídica” haciendo sentido en una situación extrema del resguardo a todo evento de los derechos de niños, niñas y adolescentes y del rol de la curaduría ad litem para su protección en contextos de vulnerabilidad.
Sobre todo en el primer episodio, es difícil no reflexionar respecto de cómo las instituciones policiales y judiciales intervienen (o fallan en intervenir) en casos donde adolescentes, como Jamie, se encuentran evidentemente involucrados.
Para quienes cursan el “Taller de intervención clínica sistémica”, pienso en la importancia de abordar la interrogante de la responsabilidad parental –diferente a la idea de culpa– y la manera en que las dinámicas familiares determinan u ofrecen, en este caso y tantos otros, diferentes derivas a las trayectorias vitales de hermanos y hermanas, como ocurre con los hermanos Miller, Jamie y su hermana mayor Lisa.
Todo esto pensé y pareciera, entonces, que no vi la serie, pero la vi. La vi siendo lo que soy, una mujer, madre de adolescentes y, por sobre todo, psicóloga y docente. Y luego de varios días, caí en cuenta del silencio, probablemente necesario para la trama, de otra adolescente: Katie Leonard. Quienes ya han visto la miniserie lo sabrán.
Es difícil cerrar una historia como la de Adolescence, que bien podría haber tenido varios episodios más. Guardando las proporciones, esto también ocurre en la formación. Tal vez, la trama fragmentada que nos propone, que puede ser englobada en la categoría de fenómeno psicosocial, es una pregunta abierta sobre cómo llegamos a ser quienes somos, cómo educamos y qué estamos (o no estamos) viendo en lo que nos acontece hoy por hoy.
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