
Tribulaciones progresistas: el gramscismo de Kast
Para evitar los sufrimientos, un progresismo dadivoso ha convenido un nuevo movimiento civilizatorio centrado en los bullados “mínimos”, a saber, el consenso que podría tensionar la hegemonía de Chile Vamos en el juego de las derechas y facilitar el “expediente gramsciano” que Kast ha cultivado.
El tiempo perpetuo y acelerado de las plataformas ha consumado un cambio de piel –amalgamas e hibridaciones– donde conviven abigarradamente mutaciones, cuerpos, otrocidios y demandas (estacionarias, drómicas o emergentes) que han acelerado la reducción de lo político a la agenda securitaria.
De un lado, tras la revuelta social (2019) con su lirismo e inusitada barbarie y, de otro, el COVID-19, dada la tenacidad del virus, fueron sedimentado la producción de temores ciudadanos y gubernamentalidad de pánicos. Con todo, pasamos a mitificar el significante seguridad –disciplina– como quien afana “máquinas” monitoreadas por expertos que pueden controlar muertes, delincuencias, narcos, vandalismos y xenofobias.
Bajo el primer virus posfordista, la historia del concepto de civilité se limitó a una pedagogía de las conductas físicas, y casi todos los aspectos consumaron un presente a-gramatical. El “terrorista virológico” y el “vandalismo” –agravado por la imaginería medial– abrieron las condiciones para un pacto social sin ninguna ecología narrativa, salvo el virus de la dramaturgia histérica y el pánico informacional.
Lo anterior trasunta la policía semántica centrada en seguridad e inseguridad (centrífuga-centrípeta). Invocando el régimen de lo fáctico, nuestro progresismo abrazó la gestión de riesgos que sería la incertidumbre eventualmente medible –neutral– para cifrar las patologías de la época (epokhé). La incertidumbre es el riesgo inmensurable que hace de toda encuesta un fantasma estadístico.
Ante la contienda electoral, la seguridad resulta un significante metastable en la próxima elección presidencial. La reducción de lo político a cámaras, controles, policías y un proceso de securitizacion donde el monopolio medial, agravó la enemización como un requisito del orden transparente.
Y aunque el consenso es fundamental, ha sido ungido como el único recurso –consenso– de funcionalidad tecnoestético de la clase política. ¿Existe un escudo protector –técnica– ante la algoritmización del mundo? Si la modernización no anuda los fenómenos ciudadanos (malestares de la subjetividad), ¿hay indicios de que la conflictividad dejará de ser expansiva?
Qué duda cabe, “la seguridad es una dimensión fundamental”, pero qué significaciones informan la experiencia que hace del collage la nueva alquimia. El presente –actualidad– es remitido a transitoriedad. Todo es llevado a una mitopolítica del riesgo, y a una tardía modernidad tecnoinstrumental.
Pero lo sabemos, aunque el Leviatán nunca nos deja de mirar, no se gobierna sin una “mínima seducción discursiva” –sin erotizar tímpanos–. En nuestro paisaje todo está remitido a “clivajes de enemización”. Hay que madurar tal proceso, en todos sus alcances, expectativas, tipo de liderazgo, subjetividades beligerantes, producción de sentido securitario, rutinas de sociabilidad, autogobierno y relación con la diversidad.
El otro temor es el malestar como un “retail de dolencias”, que dará lugar a una “democracia farmacológica”. En un imaginario naturalizado en su estatuto narcotizado, todo se cursará por índices, por controles médicos. Un país de terapias y psicotrópicos, difícilmente logrará articular modernización y subjetividad.
En materias de salud mental, la pastilla o dispositivo tecnológico (aquí podríamos pensar en aplicaciones para el teléfono celular, y cualquier elemento que se incorpore sobre el cuerpo como parches intradérmicos) no sería más potenciar la imaginación del desastre. Por fin, cuando en la vida cotidiana todo se remite a una utopía muta –securitización– los sujetos no podrán metabolizar discursivamente sus diferencias ante un “otro” –siempre– amenazante (rutinas de sociabilidad).
En clave progresista, Carolina Tohá no ha logrado cautivar una “cita bacheletista”, como dimensión libidinal, sino un centrismo tibiamente modernizador. Un tropo fallido. Justo cuando los candidatos están en “política partisana”, el progresismo por razones securitarias comparte el diagnóstico de la ruina –abjura de lo político– y deviene conservador.
Tampoco es posible obviar las inevitables oscilaciones de Evelyn Matthei, donde José Antonio Kast, y menos el dogmático Kayser, abrazarán audiencias de punto medio o centristas. Las fuerzas del progresismo –cual neovanguardia– no pueden congregar una rabia erotizada en una dirección transformadora. La obstinación progresista –dicho velozmente– fue la sumisión a la seguridad, porque en su mito se nutre de la propia inseguridad que la reproduce.
Si la seguridad resolviera estas materias, no tendría lugar el bullado estatuto que ha adquirido desde los años 90. En efecto, desde Paz Ciudadana, Tolerancia Cero, Se terminó la Fiesta o Seguridad para Todos, los procesos antropotécnicos (la extensión de citófonos, cámaras, alarmas, controles y dispositivos, casas con llave a distancia, rejas X, dispositivos acrecentados, cámaras digitales de los smartphones) no resuelve el problema.
La técnica pretende subordinar el “campo político” y ficciona una instancia autónoma que aparta a los sujetos, a saber: el sujeto queda suspendido en la impredecibilidad de la técnica. La emergencia de la relación entre la técnica y lo político se remonta a los inicios del pensamiento político moderno, particularmente, la ciencia civil postulada por Hobbes. La figura del Leviatán se representa como “la gran máquina de máquinas”. La seguridad vive supurando su propia falla.
Para evitar los sufrimientos, un progresismo dadivoso ha convenido un nuevo movimiento civilizatorio centrado en los bullados “mínimos”, a saber, el consenso que podría tensionar la hegemonía de Chile Vamos en el juego de las derechas y facilitar el “expediente gramsciano” que José Antonio Kast ha sabido cultivar. Hasta aquí con la cuestión entre técnica (seguridad) y política.
Por fin, una apostilla político-cultural referida a la seguridad. Sin hacer de la emigración una academia populista (beatitud) y evitando toda demonología, los estudios sónicos (silencios del otro) se convierten en clivajes político-afectivos que develan el imaginario colonial del Chile post-COVID, a saber, un retrato donde el “orden con pistolas” abulta el “programa securitario”, toda vez que el campo sensorial deviene en control político del cuerpo migrante.
La negación de una acústica corporal ha sido una forma de homogeneizar las subjetividades y normar las memorias lingüísticas. En estas materias la izquierda chilena ha cultivado –muchas veces por omisión– una segregación de las diferencias vernáculas, sin ofrecer mediaciones sensitivas.
Hace más de un decenio, el éxodo del haitiano resultó infartante como hito racial, porque “ennegrecía” el relato visual del “milagro chileno”. Tal espejo era insoportable a la hora de compartir respiración y aliento intersubjetivo desde el ímpetu progresista.
A poco andar, las relaciones con texturas peruanas y bolivianas estuvieron empapadas de tachaduras, pues incomodaban las lenguas de la modernización chilena. Las semejanzas vernáculas (rostros, rictus) recordaban al henchido progreso chileno, el guion civilizatorio que cabía custodiar.
En términos globales, administrar la organología de los sentidos ha sido el pregón de una ciudadanía terciaria y estetizable. Silenciar el ruido de cuerpos y auscultar las memorias lingüísticas fue el binomio para obliterar la “respiración sudaca” en contextos de creciente movilidad global.
Borrar los flujos expresivos implica abrazar cartografía sonora que neutralice los “identitarismos salvajes” que expresan enemización y liderazgos furiosos. Y así, la seguridad hunde sus huellas en la larga duración, a saber, la producción primigenia del campo social. Cabría preguntarse por qué en La Araucanía José Antonio Kast podría triplicar con azotes la votación –fervorosamente ñuñoína– de Gonzalo Winter.
En materias de seguridad cabe la pregunta por esa subjetividad stasiológica del Chile hacendal. No hacerlo nos lleva a la letra imborrable de Enrique Lihn, a saber, “nunca saldremos del horroroso Chile”.
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