Señor Director:
No es ninguna novedad esgrimir que las crisis son espacios o instancias propicias para el aprendizaje y el crecimiento. Aunque podrían asumirse como aguaceros y adoptarse una postura pesimista frente a ellas, también pueden ser vistas como desafíos y pruebas que se nos ponen enfrente para sacar lo mejor de nosotros.
Cuando se analiza el estado de salud de las democracias representativas en Occidente, constituiría un desacierto desconocer la fragilidad que las aquejan y las amenazas que hoy enfrenta. Quizás el más palpable lo sea el asedio de los autoritarismos y populismos, como bien lo han señalado Anne Applebaum, Nadia Urbinati, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, por mencionar algunos autores contemporáneos. Pero también está la seducción de los nacionalismos, la demagogia y la creencia de que los desperfectos que manifiesta la representatividad necesariamente se solucionan con mecanismos de participación propios de democracias deliberativas o directas, cuando ello no siempre es así.
Cuando se producen acontecimientos difíciles de asimilar y que pueden poner en jaque la estabilidad del sistema –como podría serlo el avance del crimen organizado y el narcotráfico en Chile, o el intento de asesinato de un candidato presidencial, como ocurrió hace unos días en Estados Unidos- existe el riesgo de que sucumbamos al estrés, el hostigamiento o incluso el hartazgo. La polarización, en no menor medida, se alimenta de estas emociones.
Sin embargo, también necesitamos aumentar nuestra tolerancia a esa angustia y caer en la cuenta de que son, precisamente, este tipo de situaciones las que nos exigen –tanto a las autoridades como a los ciudadanos- que saquemos lo mejor de nosotros mismos. Que renovemos, más allá del encanto de que puedan estar revestidos los cantos de sirena, nuestro compromiso con la democracia y sus instituciones políticas, así como con las reglas del juego que han de orientar nuestra conducta.
Esto cobra especial importancia cuando nos aprontamos a un tiempo electoral intensivo en donde somos más susceptibles de anteponer la emocionalidad a la razón, y donde los discursos de campaña corren la tentación de ofrecer soluciones simplistas que, por lo general, tienden a ir en detrimento de la democracia misma.
Pedro Villarino F.
Faro UDD