El ministro Emilio Santelices se equivoca al asumir que el ímpetu normativo para acabar con la desigualdad en los planes de la salud privada entre mujeres y hombres se base en la solidaridad. Esta es, sobre todo, una exigencia de justicia, la solidaridad está demasiado cerca de la condescendencia, el paternalismo, la moralina y la caridad.
Refiriéndose a la reforma de equidad de género en el sistema de salud, el ministro del ramo, Emilio Santelices, ha afirmado que “ahora se incorpora el paradigma de la solidaridad”. Más allá de las discusiones específicas sobre su diseño, ciertamente son bienvenidas aquellas medidas que aspiren a evitar que las mujeres tengan “que pagar 3 veces más por ser mujeres” en el sistema de Isapres, como afirma el secretario de Estado. Pero este se equivoca al asumir que el ímpetu normativo para acabar con esta diferencia se base en la solidaridad. Esta es, sobre todo, una exigencia de justicia.
Ciertamente podemos otorgar a las palabras sentidos diferentes. Pero es importante diferenciar entre solidaridad y justicia. La solidaridad es un valor que refiere el compromiso moral de aquellos que pueden prestar ayuda y apoyo cuando algún individuo o grupo de individuos los requieran.
Mediante la solidaridad establecemos un vínculo emocional hacia aquellos individuos, y así hacia causas, que requieren de nuestra ayuda y apoyo, lo que nos motiva a actuar a su favor. Es un valor fundamental asociado íntimamente –entre otras– a prácticas como la amistad, la lealtad y la caridad. Pero por asentarse sobre un sustrato emocional, la solidaridad no es exigible. Que no se malentienda. Efectivamente podemos exigir de las personas que se comporten de un modo solidario. Pero la base de esta exigencia no puede ser la solidaridad. En definitiva, que las personas sean solidarias (no confundir con que se comporten de modo solidario) depende de la existencia o no del vínculo emocional. Y esta existencia no puede ser exigida.
Por el contrario, una obligación de justicia puede ser exigida. Hay analogías ilustrativas: imagine que un individuo está atado al cabo de una soga, mientras otro sostiene el extremo opuesto. Que la obligación sea exigible quiere decir que si el que sostiene la soga (el detentor del derecho), la jala, el otro (el que tiene la obligación) necesariamente será desplazado.
Cada vez que usted promete, se ata una soga y otorga al recipiente de la promesa el otro extremo, de modo que aquel puede exigir su cumplimiento. Esto no significa que para ser detentor de un derecho se deba tener la capacidad de actuar (jalar la soga, ir a tribunales a reclamar su derecho), ya que la exigencia del derecho se puede realizar fiduciariamente.
La diferencia relevante entre justicia y solidaridad, es que en este último caso un individuo motivado por el vínculo emocional se acerca voluntariamente al otro, mientras que en el caso de la justicia el detentor de la obligación puede ser jalado con total indiferencia a su motivación y vínculo emocional.
Contra la opinión del ministro, que sea inaceptable que las mujeres paguen más en el sistema de Isapres que los hombres, y que haya que cambiar esta situación, es un asunto de justicia y no de solidaridad. Hay muchas perspectivas teóricas desde las que podemos llegar a esta conclusión. Indagaré en solo una de ellas: la de igualitarismo de la suerte.
Desde esta perspectiva hay que diferenciar entre aspectos por los que podemos ser considerados responsables y debemos, por tanto, llevar los costos que se siguen en la interacción social –por ejemplo, los costos de nuestras decisiones–, y otros aspectos por los que no podemos ser considerados responsables, de modo que resulta irrazonable exigir que debamos cargar con los costos asociados a aquellos.
Parafraseando a John Rawls (quien en la jerga filosófica no es un “igualitarista de la suerte”, sino un “igualitarista democrático”): ¿puede acaso alguno de nosotros reclamar que merece haber sido socializado en la clase social y económica en la que lo fue? Evidentemente, no. Ninguno de nosotros pudo haber hecho algo para ser socializado en ese u otro medioambiente económico y social. Se trata de la lotería social. ¿Y puede alguno de nosotros reclamar que merece su dotación de talentos y fortaleza física original? Tampoco. Se trata de la lotería natural. Y sin embargo, estas loterías, por las que no podemos ser considerados responsables, tienen consecuencias profundas en lo que podemos alcanzar en la vida. La labor de la justicia es, por tanto, neutralizar esas diferencias inmerecidas.
En la misma línea argumentativa: ¿pudo alguno de nosotros haber hecho algo para haber llegado a existir biológicamente como hombre o mujer? Si la respuesta es no, como evidentemente lo es, entonces: ¿cómo se puede justificar que las mujeres paguen por su plan de salud más que los hombres? La respuesta usual apunta al pool de riesgo: dado que las mujeres se embarazan y viven más, son más caras. Pero si el hecho de ser biológicamente hombre o mujer es el resultado de la lotería natural, entonces también lo es el hecho de pertenecer a ese pool. El que las mujeres no deban ser desventajadas pagando más que los hombres por sus planes de salud es, así, una demanda básica de justicia.
Algo de esto debe suponer el ministro al sostener que la reforma apunta a terminar con la discriminación de las mujeres. Pero que el ministro refiera a la solidaridad y no a la justicia como base normativa de la reforma, es relevante porque evidencia un modo muy presente –afortunadamente no universal– de considerar las demandas sociales en la derecha: se trataría de exigencias de solidaridad, es decir, las demandas sociales debiesen ser consideradas desde la perspectiva del vínculo emotivo con el que algunos (los que pueden ayudar) se direccionan a los otros (los que requieren ayuda).
En su referencia a la solidaridad, el titular de la cartera de Salud incluso refiere a una oportunidad “que hace crecer al país”, es decir, manifiesta la esperanza y el deseo de que la obligatoriedad de la solidaridad nos haga colectivamente mejores. Por cierto, la referencia a la solidaridad es también fuerte en parte de la izquierda que, según sea el caso, cree ver en ella el sustrato de los vínculos sociales igualitarios que el cambio de sistema traerá consigo, o los recursos disponibles para cambiarlo.
Y, sin duda, en cuanto motivación para la acción individual y asociativa de los individuos, este ímpetu moral es loable. Pero como ímpetu normativo para animar una política de Estado, la solidaridad está demasiado cerca de la condescendencia, el paternalismo, la moralina y la caridad. Una especie de trabajos voluntarios institucionales de cuatro años, en que los afortunados ayudan condescendientemente a los desvalidos a superar sus miserias. Este es un error conceptual con importantes consecuencias normativas. No se trata de solidaridad, sino de justicia.