Publicidad
Mes del orgullo: ¿por qué tienen que ser tan locas? Opinión

Mes del orgullo: ¿por qué tienen que ser tan locas?

Publicidad

¿Genera molestia ver hombres en tacos o besándose públicamente? Por supuesto. A nadie le gusta poner en cuestión los fundamentos subyacentes a sus creencias generalizadas. Pero eso es justo lo que significa rebelarse. Ser orgulloso no se trata solo de cuestionar racionalmente lo establecido mediante discursos y leyes en favor de la igualdad, sino de establecer prácticas nuevas basadas en dicho cuestionamiento. ¿Hasta cuándo? Hasta que la dignidad se vuelva costumbre. No hay otra forma. Ser «loca» es una práctica subversiva en la que política, ética y estética son una y la misma cosa.


La noche del 28 de junio de 1969, el Escuadrón de la Moral Pública irrumpió en Stonewall Inn, un famoso pub gay de Nueva York, deteniendo a cientos de personas. Si bien estos episodios de persecución eran frecuentes en esa época, hubo algo en aquella redada que la hizo pasar a la historia. Por primera vez, los «maricas» se rebelaron. La serie de disturbios que desencadenó este acontecimiento es uno de los hitos fundacionales del movimiento moderno a favor de los derechos LGBT, dando origen al «Día del Orgullo», conmemorado este mes en todo el mundo.

Conforme se acerca la fecha, y aumenta la cobertura de los medios de comunicación a las vistosas manifestaciones, ya se pueden adivinar los comentarios que inundarán las redes sociales. Verdaderos clásicos de la homofobia, que en nuestros tiempos adoptan una presentación más «tolerante» de parte de quienes son algo así como «homofóbicos de clóset».

Se me vienen a la mente cosas como «A mí no me importa que sean gays, pero ¿por qué tienen que vestirse así?»; «Sí, está bien, que hagan lo que quieran, pero en su casa, ¡no delante de los niños!», o el infaltable «mira, yo tengo un primo gay, pero ni se le nota, no anda hablando como mujer ni haciendo el ridículo con ese vestido».

[cita tipo=»destaque»]La dominación que subyuga a la diversidad sexual se ha producido en la medida en que los usos históricos se han cristalizado. Lo meramente mayoritario se ha disfrazado, por la costumbre, de lo «natural» y lo «sano», hasta fijar los límites sobre lo que está permitido hacer o ser. Contra ello, la emancipación consiste en rastrear los límites de ese sistema para encontrar los puntos de ruptura donde se vuelve cuestionable. Es decir, aquellos momentos que demuestran que determinado orden social no es ni necesario, ni natural ni inmóvil. En estas fisuras, que están por todas partes, el oprimido debe clavar la estaca hasta el fondo, una y otra vez, hasta romper desde allí toda la estructura.[/cita]

Con esto no vaya a pensarse, en todo caso, que esta es una enfermedad presente exclusivamente en los heterosexuales. Al contrario, al interior del mundo gay campea la «plumofobia», esto es, el repudio de los autodenominados gays «masculinos», contra sus pares «afeminados». La razón para ello es bastante simple: entre los homosexuales la estupidez está tan difundida como en el resto de la población. ¿Habrá mejor demostración de que todos los seres humanos somos iguales?

Así, venga de quien venga, la pregunta que uno escucha este mes se reduce a una sola: «¿Por qué tienen que ser tan ‘locas’?».

En realidad, bastaría con responderles «¿y por qué no?», pues, en efecto, en una sociedad democrática, son quienes sostienen que está mal expresar públicamente la identidad del modo en que a cada uno se le dé la gana los que deben defender sus razones y no al revés. No obstante, conviene darles una explicación más compleja. Una que no pretende hablar por toda la comunidad LGBT sino solo por los que ven en sus actos estéticos objetivos políticos, cuestión –entre paréntesis– cada vez más escasa en un movimiento que, a la par que consigue uno que otro derecho básico, es absorbido por la inercia de un sistema heteronormado.

Uno de los dilemas que se enfrentan cuando se tiene una identidad disidente, sea esta religiosa, sexual o cultural de cualquier tipo, es tener que elegir en cada momento entre exhibirla u ocultarla. Para una pareja gay o un hombre trans (sí, también existen hombres trans) mostrar su diferencia es exponerse a convertirse en víctimas. Al contrario de personas como José Antonio Kast, que disfrutan haciéndose las víctimas, quienes sí son discriminados están siempre más propensos a morir. Y aquí no hablamos únicamente de los golpes que mataron a Zamudio sino, también, del aumento exponencial del riesgo de suicidio, las tasas de maltrato escolar, el abandono familiar o la precariedad del comercio sexual al que son arrojados las jóvenes trans cuyas vidas no resultaron ser tan «fantásticas» como en las películas.

Pero, por otro lado, la pareja que no se da la mano en la calle y contiene los besos en los parques resulta ser, paradójicamente, cómplice de la brutalidad que reciben los que no se reprimen, y que eventualmente también recibirán ellos mismos cuando, en medio de un descuido, terminen expuestos públicamente. Ocultando su diferencia, quienes se asimilan perpetúan que sea tratada como anómala y legitiman los reclamos homofóbicos. El «orgullo gay» apunta precisamente a este problema: nadie debiese sentirse avergonzado en ser quien es y, cada vez que sea posible, es un deber actuar en concordancia con ello.

La dominación que subyuga a la diversidad sexual se ha producido en la medida en que los usos históricos se han cristalizado. Lo meramente mayoritario se ha disfrazado, por la costumbre, de lo «natural» y lo «sano», hasta fijar los límites sobre lo que está permitido hacer o ser. Contra ello, la emancipación consiste en rastrear los límites de ese sistema para encontrar los puntos de ruptura donde se vuelve cuestionable. Es decir, aquellos momentos que demuestran que determinado orden social no es ni necesario, ni natural ni inmóvil. En estas fisuras, que están por todas partes, el oprimido debe clavar la estaca hasta el fondo, una y otra vez, hasta romper desde allí toda la estructura.

Lo demonizado solo puede liberarse de la opresión mediante su exposición generalizada y valiente. A largo plazo, solo los besos gays delante de los niños en el parque serán capaces de evitar que en ese mismo parque mueran nuevos Zamudios. La revolución de los oprimidos es un tránsito permanente desde la clandestinidad al orgullo, consistente en una resignificación de los términos y conductas opresores, en un apoderamiento del lenguaje y de los espacios. De hecho, palabras como gay o queer, originalmente usadas como ofensas, y que hoy tienen una connotación positiva al interior de la diversidad sexual, son un ejemplo de este proceso.

Mostrar la diferencia, sobreactuarla incluso, es un acto combativo imprescindible para las causas LGBT. Quien cree que existe una distinción entre el sexo, la raza o cualquier característica genética, y la identidad de las personas; quien cree que la biología no es destino y, en suma, quien cree en la libertad humana para determinar su propio concepto de vida buena, está mandado a desobedecer a quienes pretenden asignarles posiciones sociales y derechos en base a interpretaciones ficticias de sus cuerpos. Por eso, dos hombres besándose en la alameda, o el joven que sale a marchar con tacos y vestido están siendo genuinamente revolucionarios. A partir de sus propios actos, las «locas» les exhiben a las personas sus barreras mentales, como diciéndoles «mira, se puede saltar de este lado».

¿Genera eso molestia y rechazo? Por supuesto. A nadie le gusta poner en cuestión los fundamentos subyacentes a sus creencias generalizadas. Pero eso es justo lo que significa rebelarse y lo que estamos conmemorando en esta fecha. Ser orgulloso no se trata solo de cuestionar racionalmente lo establecido mediante discursos y leyes en favor de la igualdad, sino de establecer prácticas nuevas basadas en dicho cuestionamiento. ¿Hasta cuándo? Hasta que la dignidad se vuelva costumbre. No hay otra forma. En palabras de Assata Shakur, nadie en el mundo, nadie en la historia de la humanidad ha conseguido nunca su libertad apelando al sentido moral de sus opresores. Ser «loca» es una práctica subversiva en la que política, ética y estética son una y la misma cosa.

En consecuencia, habrá que responderle al homofóbico que, simplemente, no puede pedirnos a cambio de respetarnos un par de derechos básicos, que actuemos como si tuviera razón. Que no puede pretender que, como condición para no matarnos o perseguirnos, nos escondamos y despojemos voluntariamente de toda dignidad. Al asimilarnos, al comportarnos como se nos exige, nos libraríamos de ser víctimas, pero pagando el alto precio de la complicidad.

En síntesis, ¿por qué tienen que ser tan locas?: porque es la única forma de, algún día, terminar con esa pregunta y toda la violencia que ella esconde.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias