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La ética militar y el mando civil en las FF.AA. Opinión

La ética militar y el mando civil en las FF.AA.

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Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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Los militares argumentan que la formación de su cultura está constituida por los fundamentos filosóficos, éticos, morales, sociales y vocacionales de su profesión militar. Resaltando virtudes militares como disciplina, lealtad, honor, valor, espíritu de cuerpo, abnegación, cumplimiento del deber, integridad, respeto, espíritu de servicio y subordinación al derecho. Dada la impudicia de las transgresiones, es poco lo que puede creerse en tales declaraciones.


Las crisis de ética, probidad y organización por la que atraviesa el Ejército de Chile es inaceptable. Los hechos resultan finalmente un insulto a la propia institución, para usar las palabras del Presidente de la República, Sebastián Piñera. Las consecuencias prácticas es que ponen serias dudas a las funciones que les han sido encomendadas y obligan a las autoridades –tal como al parecer han decidido hacerlo– a un curso de completa reestructuración del mando y de los procedimientos de la institución.

Los problemas son tanto financieros y administrativos como de estructura de mando y doctrina. Lo ocurrido en el acto conmemorativo en la Escuela Militar mancilla tanto las obligaciones de sus autoridades como los principios éticos de honor y verdad de la institución, además de la disciplina. Luego, las explicaciones vienen envueltas en una serie de ambigüedades y contradicciones, que dejan aún más la impresión de que el control civil sobre ellas, en aspectos doctrinarios y disciplinarios esenciales, es precario.

Es necesario separar dos aspectos que, si bien son parte integral de un mismo problema, revisten caracteres un tanto diversos.

Uno es el escaso poder civil sobre la conducta de las Fuerzas Armadas, que en el caso del Ejército transforma en contumaces los constantes actos y declaraciones que relativizan el valor de los Derechos Humanos como pilar de orientación de la República, e indican una debilidad de formación en la cual la confusión ética y valórica resulta brutal. Prácticamente se ha utilizado durante décadas todo tipo de artimañas para proteger institucionalmente a violadores de Derechos Humanos, evitar exhibir pruebas y documentos y soslayar la obligación de cooperar con los tribunales de justicia.

[cita tipo=»destaque»]La ética militar, abiertamente transgredida, es una ética de servicio público, general para toda la institución y se compone del conjunto de normas y principios que orientan las acciones militares. En cambio, la ética personal es el conjunto de creencias y valores que orientan la vida interna del mundo militar, complementariamente y al margen de lo que le imponen sus obligaciones profesionales. En determinados momentos y circunstancias extremas, la ética personal puede inhibir las obligaciones de la ética pública (profesional o de servicios), como ocurre con la objeción de conciencia, pero se trata de un caso extremo y que, en relación con el mundo militar, inhibe totalmente el ejercicio o pertenencia profesional.[/cita]

Lo segundo, es un problema de organización, intendencia y administración, también lleno de dobleces éticos y un uso arbitrario y sin autocontrol de espacios de autonomía institucional, que ha llevado no solo a aprovechamientos indecorosos de recursos financieros destinados a la defensa nacional para beneficio personal, sino incluso a la comisión de delitos que hoy investiga la justicia.

Todo eso, entiéndase bien, se ha transformado en un riesgo de seguridad para la nación que, responsablemente, nadie puede soslayar.

En ello no hay solo responsabilidades castrenses sino también civiles. La mayoría de estas han consentido durante décadas la persistencia y reproducción de un mando civil débil e ignorante, que no le levante problemas a La Moneda, y que ha sido incapaz de impulsar una profesionalización que termine con la confusión de roles y la corrupción al interior de las instituciones.

La mayoría de las normas que regulan la política militar del Estado, además de las pocas de la Constitución, están contenidas en el Estatuto del Personal de las Fuerzas Armadas –Decreto con Fuerza de Ley (DFL) N° 1, de 6 de agosto de 1968–, las que prácticamente dejan al Presidente de la República solo e inerme en su responsabilidad de conducirlas y transforman al Ministerio de Defensa en un mero buzón de intercambios y autorizaciones formales. Los artículos, 1, 7, 8, 14, 25, 26, 32, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53 y 54 del Estatuto, así lo dejan claro.

Asimismo, en la normativa del Reglamento del mencionado Estatuto (de fecha 7 de octubre de 1968), especialmente los artículos 74, 75, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, indican que son los comandantes en Jefe y las propias instituciones las que hacen la selección, calificación y determinan la reproducción del personal militar, lo que las hace prácticamente autónomas (Juntas Calificadoras y Juntas de Apelaciones). Estas se convocan cada año y en su funcionamiento pueden solicitar cuanto elemento de consulta estimen necesario, citar a los miembros de las Fuerzas Armadas que consideren convenientes o, incluso, ordenar la instrucción de investigaciones sumarias. Todo lo cual podría perfectamente ocurrir en los hechos que hemos conocido recientemente en la Escuela Militar.

La ética militar, abiertamente transgredida, es una ética de servicio público, general para toda la institución y se compone del conjunto de normas y principios que orientan las acciones militares. En cambio, la ética personal es el conjunto de creencias y valores que orientan la vida interna del mundo militar, complementariamente y al margen de lo que le imponen sus obligaciones profesionales. En determinados momentos y circunstancias extremas, la ética personal puede inhibir las obligaciones de la ética pública (profesional o de servicios), como ocurre con la objeción de conciencia, pero se trata de un caso extremo y que, en relación con el mundo militar, inhibe totalmente el ejercicio o pertenencia profesional.

De ahí que el homenaje (tal vez a otro homenaje) del hijo de Miguel Krassnoff a su padre criminal condenado por violación de Derechos Humanos  y otros militares de igual condición, es una contradicción esencial entre ética pública y ética privada. En ningún caso puede permitir (ni aún por cariño paterno) usar un espacio o instrumento profesional para expresar sus emociones borrando la doctrina institucional del Estado de Chile sobre el respeto a los Derechos Humanos. Menos aún puede permitirlo el director de la Escuela Militar en un ámbito de su responsabilidad.

Mas allá de que las FF.AA. constituyen un servicio público encargado profesionalmente de otorgar al país el bien seguridad y defensa exterior, para lo cual reciben no solo recursos materiales sino la función del ejercicio del monopolio de la fuerza legítima de que está dotado el Estado, lo que ha quedado finalmente en evidencia es que jamás ha habido en el Ejército un mínimo acercamiento o preocupación ética formativa en materia de Derechos Humanos.

Ello no proviene de cursos especiales ni de enseñanzas acerca de cómo tratar prisioneros o usar la fuerza en los modos militares operacionales, sino cómo impregnar de civismo a la institución, para que el respeto por las personas, incluido el enemigo, sea el vector central de la acción militar. Queda claro, en este punto, el error conceptual de aquellos que denominan “dictadura cívico-militar” al Gobierno de Augusto Pinochet. Nada hay de cívico en una dictadura, ni siquiera el hecho de que civiles como Jaime Guzmán sean los principales inductores teóricos de quienes, como primer acto, niegan el civismo de los Derechos Humanos.

Por ello, nada que se refiera a la ética militar puede abstenerse u omitirse en el desarrollo de los procedimientos operativos y de trabajo de las instituciones castrenses, ni en el establecimiento de sus sistemas organizacionales o la creación de sus estructuras, si ellas de alguna forma merman el compromiso ético de todos sus componentes. De ahí tanta regla, pues la conducta de los militares está regida por un conjunto de criterios establecidos por el Código de Justicia Militar, por el Reglamento de Disciplina para las Fuerzas Armadas DNL 911 y el Reglamento Administrativo Ordenanza General del Ejército de Chile RA (P) 110-A.

Los militares argumentan que la formación de su cultura está constituida por los fundamentos filosóficos, éticos, morales, sociales y vocacionales de su profesión militar. Por lo tanto, constituye un cuerpo de tradiciones y legados históricos que se fortalecen por el pasado y se proyectan hacia el futuro, a través de las personas que pertenecen a la institución militar. Así lo dice su último documento de formación y doctrina, que data de 2018. Resaltando virtudes militares como disciplina, lealtad, honor, valor, espíritu de cuerpo, abnegación, cumplimiento del deber, integridad, respeto, espíritu de servicio y subordinación al derecho. Dada la impudicia de las transgresiones, es poco lo que puede creerse en tales declaraciones.

Fuera de estas declaraciones, vacías a la luz de la crisis que estamos observando, son escasos los instrumentos del poder civil para actuar y pedir consecuencia. Queda solo la convicción y voluntad política de que efectivamente tenemos un servicio público de Defensa Nacional, basado en valores republicanos, y no un conglomerado de profesionales de las armas, que actúan como si fueran un ejército privado y oficiales que piensan que los recursos que el país les entrega son propios y no sujetos ni a control ni a límites de ética y valor social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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