Prohibir el negacionismo es un comportamiento autoritario: “Yo ordeno que la realidad sea estrictamente lo que dice el Informe Rettig, y que no me cambien una coma”. Las medidas autoritarias gozan hoy de prestigio popular, y es que estamos viviendo tiempos de vacío ético. Lo que sí hay es moralismo, comportarse conforme a un manual de normas, no tanto según lo que creamos decente en cada caso. Convertimos algunos textos en textos sagrados, algunas verdades en verdades oficiales, con el pretexto de evitar el odio.
¿Será posible conversar sobre negacionismo desde una visión un poco de psicología junguiana? Probablemente sea difícil, ya que lo junguiano se deja en general para las constelaciones familiares o los programas matinales de Pedro Engel, y no suele entrar en el debate político.
Sin embargo, quizá valga la pena hacer el esfuerzo. Según el poeta y experto Robert Bly, todo lo que no sabemos manejar adecuadamente de nuestra personalidad, de nuestra experiencia, lo vamos metiendo desde los tres años en adelante (la edad en que somos magníficos) dentro de una bolsa que cargamos penosamente a través de la existencia: es todo aquello que, como nos retan, queda en el lado de la sombra. Mucho de ello es un poco malo, pero sobre todo es inconveniente, por ejemplo, para un amoroso padre de familia de repente perder la paciencia y echar un par de gritos, o para un izquierdista ambicionar un título de nobleza, o para una mujer desarrollar un poco más sus aspectos masculinos, que ninguna personalidad es cien por ciento femenina o masculina… Todo político y todo votante arrastran su personalidad, y en ella van la bolsa, y la sombra y muchas otras cosas.
Nadie es enteramente algo sólido, entero y concreto. Todos tenemos basculaciones, momentos, y el fondo de la enseñanza de Bly es que, si no logramos dialogar con nuestra sombra, hacemos finalmente un mal negocio porque aquello allí dentro se endurece, se oscurece aún más, y se nos transforma tarde o temprano en un enemigo: esos temas que nos cuesta hablar o para los que tenemos un comportamiento autoritario.
Yo pienso, por ejemplo, en las sombras de Kast, que se dedica mucho a ventilarlas: la sombra de sus pupilas azules cuando nos ofrece su lengua alemana nativa como sucedáneo al mapundungun originario, la sombra de su padre, la sombra de su jaimeguzmanismo, la sombra de sus hábitos reproductivos, según él mismo los explica, y que necesita imponer a todos los chilenos y chilenas, todas ellas por cierto sombras a la vez oscuras y luminosas, que aparecen por aquí y por allá buscando acomodo o tratando que la realidad se acomode a ellas.
Quien desde el negacionismo desmiente contra toda evidencia de que ocurrieron en Chile actos de barbarie en contra de personas, o banaliza esos hechos, está llevando a una batalla externa, mediática, judicial incluso, aquellas dudas que siente en su corazón, en su sombra: efectivamente, podrá pensar algún entusiasta del negacionismo, por oponernos al marxismo echamos mano de los militares, y los militares del guatón Romo, y este aplicó un manual elaborado en la Escuela de las Américas de Panamá para el cono sur y entonces ocurrieron aquellas salvajadas repugnantes, y como no puedo entender que haya sido yo tan sangriento como para aplaudir aquello, seguro que es mentira, está exagerado, son patrañas, o finalmente se lo merecían, porque para hacer una tortilla hay que romper huevos, como escuchamos tantas veces.
Se agita ahí una insatisfacción eterna con el tema. El negacionismo viene a ser el intento siempre un poco infantil de acallar aquellas voces interiores, de encontrar a otros negacionistas y negar todos conjuntamente los hechos de la realidad que de otro modo no nos dejarían dormir, ya que nuestra sombra se ha convertido en una cosa horrible.
Algo similar al revés, si pretendo por ley prohibir el negacionismo. Quizás aunque haya sido yo o mi familia torturados, encerrados en campos de concentración, asesinados incluso, quiera acallar toda voz que pudiera sugerir que aquello ocurrió no exactamente como yo lo cuento sino un poco de otra manera, o que –por qué no– en más de algún momento he pensado en contextos, justificaciones, razones, a veces he creído una cosa, a veces otra, son asuntos –como todo– conversables… Tal vez haya apoyado yo con fervor a partidos o gobiernos que tuvieron sus propios campos de concentración y sus propios torturados o asesinados y necesito prohibir o justificar mi propio negacionismo… La sombra es tan esquiva como inoportuna, la vemos, la perdemos de vista y vuelve a aparecer con nuevas formas.
Un amigo muy querido al que no vi durante tres décadas y desempeñó un alto cargo en la dictadura, en los años más atroces, me mostró, cuando finalmente tuvimos el valor de vernos de nuevo, unos folletos horribles sobre la represión sangrienta en algunos países comunistas, y ahí estaba su sombra, su conciencia, fue un encuentro afectuoso aunque sobre eso no le dije nada, insistió en que me los llevara a casa, bueno, pura sombra sangrienta… ¿Tengo que prohibirle a mi amigo que su sombra lo visite? Yo creo que ante las dudas de su propia conciencia él responde con combo y medio, repite y vuelve a decir, insiste con exagerada vehemencia en lo suyo: todo lo demasiado vehemente empieza a poco andar a ser dudoso, huele a sombra.
La vida es, más que otra cosa, duda, incertidumbre, sucesión de paisajes vitales. Ojalá que las sombras rojo sangre y morada de la Maldonado, que la sombra encorbatada de Hermógenes, tomen un poco de aire y salgan de sus respectivos disfraces, que ambos andan así, como choramente disfrazados, que se ventilen, incorporándose al relato siempre vivo y fragmentario de la realidad, el relato no solo de los hechos visibles, también de nuestros sentimientos e imágenes ocultos en la sombra. Ojalá que la estatua del almirante Merino no siga proyectando su sombra jocosa y negra en recintos que quizás la familia naval considere que son de ellos, parte de su sombra, pero que en verdad son de todos nosotros, del país, también de quienes padecieron los tratos inhumanos que le daban tanta risa al almirante.
A algunos amigos los he escuchado referirse, también jocosamente, y creo que es un chiste de los setenta y los ochenta compartido por muchos de mis compatriotas, a la “beca Pinochet”. Estuve 14 años fuera de Chile, tomé esa decisión, no me quejo, y al mismo tiempo puedo decir que en esos años las personas de mi entorno familiar, adultos y peques, sufrieron a veces atrozmente su condición de expatriados, la inseguridad de no contar con redes naturales de apoyo, esa sensación de estar viviendo en un sueño, o en una equivocación existencial, porque no poder pisar el propio suelo y verse condenado a habitar en otro lado es una experiencia difícil, y no tengo por qué dar detalles, solo que si alguno de mis amigos quiere hablarme chistosamente de la mencionada beca, prefiero prescindir de su compañía, por mucho que nos una el afecto. Aproveché esos años para ver, para aprender muchas cosas, y estoy agradecido por haberlo hecho, que toda experiencia aporta algo.
No quisiera, sin embargo, que el propósito algo rudimentario de Carmen Hertz cristalizara en más y más prohibiciones a la libertad de expresión, que crecen cada día. El moralismo, la censura, la victimización, la lapidación en las redes sociales, la incapacidad de escuchar, los datos mal envasados y exitosamente titulados, el pensamiento convertido en memes, la multiplicación de lo inaceptable, todo ello nos va alejando de la capacidad de entender, que es una de las cosas más interesantes que podemos hacer con la realidad, verla cómo se esconde y se aparece, hablar sobre ella como cosa múltiple y cambiante, conversar, transmitir nuestras experiencias, intercambiar pareceres.
Prohibir el negacionismo es un comportamiento autoritario: “Yo ordeno que la realidad sea estrictamente lo que dice el Informe Rettig, y que no me cambien una coma”. Las medidas autoritarias gozan hoy de prestigio popular, y es que estamos viviendo tiempos de vacío ético. Lo que sí hay es moralismo, comportarse conforme a un manual de normas, no tanto según lo que creamos decente en cada caso. Convertimos algunos textos en textos sagrados, algunas verdades en verdades oficiales, con el pretexto de evitar el odio. En verdad lo que hacemos con toda censura, con toda experiencia personal convertida en liturgia, con todo contratiempo o dolor convertido en victimización, es reforzar legalmente, artificialmente, aquello que no parece estar tan, tan claro, porque finalmente nada es absolutamente claro, lo que intentamos con estas iniciativas simétricas es tratar de tranquilizar, darle de comer –mal, externamente, con prohibiciones– a nuestra sombra.