La decisión del Presidente Piñera de firmar en una ceremonia pública un decreto que, según el Gobierno, facilita la colaboración de las Fuerzas Armadas con las policías en las zonas fronterizas con Bolivia y Perú en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado, constituye un anuncio poco eficaz, pero altamente indicativo de la profundidad que ha alcanzado la orientación populista del Gobierno y de la derecha en Chile, debilitando con ello instituciones importantes de la democracia chilena.
La política pública anunciada es poco eficaz, porque gran parte de las actividades que el Gobierno ha anunciado en el decreto se están realizando. En el caso del Ejército, el 2016 éste fue instruido para reforzar su presencia en la frontera de 850 kilómetros con Bolivia para contribuir de manera indirecta, en el marco de la legislación vigente, a la labor de control de fronteras que la ley chilena entrega a las policías. Para ello se incrementaron los patrullajes y la presencia física (como el puesto militar en el entonces súbitamente famoso poblado de Cariquima, cerrando así algunas rutas), así como la entrega a las policías de la información resultante de ese mayor despliegue. Como objetivo político, el apoyo permitiría a las policías concentrar sus limitados medios en la gestión más eficaz de los incidentes fronterizos que entonces se estaban produciendo y que estaban siendo manipulados por el Presidente de Bolivia en el marco de la demanda presentada contra Chile, con el objetivo de victimizar a su país ante la Corte Internacional de Justicia. En Bolivia el control de fronteras radica en el Ejército, el cual en esa etapa multiplicó además su presencia. Junto con medidas diplomáticas adoptadas entonces, el apoyo a la efectividad de las operaciones policiales chilenas minimizó así en el cortísimo plazo la posibilidad de un escalamiento y por lo tanto de una militarización del conflicto diplomático. Desde entonces, el Ejército informa regularmente la información recolectada en terreno al Comando Conjunto Norte y éste a las policías, bajo la autorización, supervisión y control del Ministerio de Defensa. La Fuerza Aérea monitorea regularmente el sobrevuelo de aeronaves y puede disponer el control del territorio mediante observación remota si se le solicita, enviando la información recolectada a las autoridades pertinentes.
El impacto real que tendrá la política pública puesta en marcha será entonces, aparentemente, limitado, puesto que no introduce modificaciones sustantivas en la normativa ni en las prácticas actuales, pero el anuncio no debería ser, sin embargo, minimizado desde una perspectiva política, porque la retórica anunciada esta semana por el Presidente Piñera apunta en una dirección diferente.
En un contexto en que se ha resuelto la demanda de Bolivia y en que la relación con Perú transita una etapa de normalidad, y utilizando un discurso ostensiblemente ambiguo, el Jefe de Estado anunció la firma de “un decreto que permite y facilita la colaboración de nuestras Fuerzas Armadas en conjunto con nuestras policías en el control de nuestras fronteras, generando las Fuerzas Armadas un apoyo a través de todos los medios con que ellos cuentan (…) a través de apoyo en vigilancia, inteligencia, logística, transporte y tecnología”.
La Constitución y las leyes chilenas establecen una clara definición de las funciones militares y policiales, y otorga funciones policiales a los militares en excepciones cuidadosamente reguladas. Éstas son pocas, y están agrupadas en el Libro de la Defensa Nacional (p. 115) como una de las cinco Áreas de Misión de las Fuerzas Armadas, la de Seguridad e Intereses Territoriales. Estas incluyen los Estados de Excepción Constitucional -particularmente el de Catástrofe-, y las leyes que mandatan algunos roles policiales, particularmente a la Armada y la Fuerza Aérea, para el control del tráfico marítimo y aéreo, de las actividades aéreas y en el mar, además de la prevención y el control de ilícitos en el territorio marítimo y el espacio aéreo nacionales. Luego del anuncio, el mismo Presidente ha debido precisar al día siguiente que su anuncio “significa colaboración con, y no reemplazo de, Carabineros y PDI”, y las autoridades de Defensa han agregado que el Ejército no realizará o participará en operaciones contra el narcotráfico.
Mediante la puesta en escena y su enorme impacto mediático y político, y cuidando respetar la letra de la normativa vigente, el Gobierno intenta instalar abiertamente una nueva narrativa que, debido a su ambigüedad, legitima discursivamente una ampliación de los roles de las fuerzas armadas desde los de carácter militar (la protección de la seguridad exterior del país mediante instituciones profesionales expertas para enfrentar amenazas de otros actores también dotados de capacidad militar), hacia los de carácter policial (responsables de dar eficacia mediante la fuerza al Estado de Derecho). Se acoge así parcialmente la creciente demanda pública y reiterada de alcaldes, parlamentarios y dirigentes políticos de la derecha para que las fuerzas armadas asuman tareas policiales, tanto contra el narcotráfico y otras formas de crimen organizado, como en la represión de lo que los medios denominan “el conflicto mapuche”.
Basado en una lógica populista similar, el Gobierno ha abandonado el carácter de Estado de la política exterior. En un plazo de un año y medio, ha introducido lógicas populistas en el ámbito medioambiental, en el migratorio -las autoridades incluso han debido desmentir que se considere actuar militarmente contra la migración-, como en el de la promoción de la democracia, de los Derechos Humanos, y de las instituciones multilaterales: El 2018 Chile se retiró intempestivamente del Tratado de Escazú; del Pacto Mundial de las Migraciones de las Naciones Unidas; puso en marcha una política de deportaciones discriminadoras y arbitrarias contra migrantes latinoamericanos; prohibió de hecho la inmigración haitiana al país; ha originado una crisis humanitaria gravísima y sin precedentes en la frontera con Perú al impedir sorpresivamente la migración venezolana; apoyó directamente y a través del Grupo de Lima los llamados de la oposición venezolana para derrocar militarmente al Gobierno de Venezuela; y finalmente se ha abstenido de patrocinar la investigación de las Naciones Unidas sobre las masivas violaciones de los derechos humanos perpetradas por el régimen del Presidente Duterte en Filipinas, una vergonzante concesión para asegurar su participación en la cumbre APEC en Santiago este 2019.
Al igual que la Política Exterior, la política de Defensa actualmente vigente en Chile se ha ido consolidando como una política de Estado, y en gran parte como resultado de un aprendizaje histórico, luego de una dictadura en que la derecha política intentó soluciones militares a conflictos políticos y sociales, con el conocido resultado de violaciones masivas de los derechos humanos. Por ello, la introducción de una retórica populista en ese ámbito despierta alarmas inmediatas. Porque lo que se ha percibido en este caso es que ahora se amenaza con sacrificar otra política de Estado, la política de Defensa, para salvar la popularidad del Gobierno. Eso tendría particular gravedad, especialmente si se comienza a relativizar la división entre las instituciones militares y policiales, y con ello se retrocede en la legitimidad de las instituciones de fuerza del Estado de Chile y en las bases de la convivencia iniciada en 1990.
A pesar de que los gobiernos populistas de derecha (y también algunos de izquierda) han extendido la militarización de la lucha contra el narcotráfico desde Estados Unidos hacia toda América Latina desde la década de los 70, existe un extendido consenso entre l@s especialistas de que esa política y las políticas de mano dura contra la delincuencia (que el Presidente Piñera promovió fuertemente en su primer gobierno) han fracasado. Sólo en el caso de México durante el Gobierno del Presidente Felipe Calderón cobró cerca de 30 mil vidas, tres mil de ellas causadas por agentes del Estado. Adicionalmente, existe creciente evidencia de que a pesar de que las operaciones militares contra el crimen organizado conllevan importantes incrementos de las tasas de letalidad. Sin embargo, el tráfico de drogas (o de migrantes) se mantiene o se incrementa. El mismo Presidente Piñera ha señalado en su propio discurso al señalar que uno de los fundamentos de la nueva política es que “la producción de droga en dos países limítrofes como Perú y Bolivia -con los cuales tenemos extensa frontera- y en Colombia está llegando a niveles récords”. Lo que no ha dicho el Jefe de Estado es que todos esos países han militarizado la lucha contra el narcotráfico desde hace décadas, y que pese a eso han fracasado. ¿Por qué debería entonces resultar esa política en Chile?
El Gobierno de Chile parece tentado de sumarse a la tendencia populista latinoamericana. El fracaso de las democracias jóvenes o de baja calidad y Estados débiles ante la corrupción y al crimen organizado ha creado una demanda por respuestas populistas aún menos democráticas, consolidando un regreso de los militares al centro de la política regional. A diferencia de la etapa de las dictaduras basadas en las doctrinas de Seguridad Nacional, la militarización del Siglo 21 es demandada por los gobiernos civiles en estados débiles, y tiene altos apoyos en las encuestas de opinión pública, por lo que no es percibida como una imposición, pero es altamente destructiva de las instituciones democráticas y excluyente. Es el camino de Bolsonaro en Brasil.
El Gobierno también puede optar, sin embargo, por el camino más difícil pero más democrático de fortalecer y no debilitar tanto las instituciones militares profesionales y el control civil sobre éstas, como las instituciones públicas civiles, policiales y penales responsables de ejecutar políticas públicas inclusivas y de intentar coordinaciones internacionales cooperativas y efectivas para encarar estructuralmente fenómenos transnacionales como el crimen organizado, el narcotráfico y las migraciones.