Si se define la desobediencia civil como el acto de desacatar una norma de la que se tiene obligación de cumplimiento, entonces es hoy indispensable practicarla en la situación chilena actual frente al Estado de emergencia que cercena nuestras libertades y da cobertura a una represión ilegal inaceptable.
Todo el problema político y social que asola a nuestro país es fruto de las secuelas de la dictadura y de la recuperación inconclusa de una democracia en forma en los años posteriores. Las clases privilegiadas lograron mantener hasta hoy su diseño de un sistema institucional destinado a que no se exprese la soberanía popular ni el principio de mayoría en las decisiones públicas. Se terminó consagrando en Chile el poder de veto sobre la sociedad de las minorías económicamente privilegiadas que retomaron el poder a través de un golpe de Estado en 1973. Solo se vieron obligadas a entregar el poder en 1990 por la desobediencia civil y social creciente expresada en las protestas y por el desborde exitoso logrado por las fuerzas democráticas en el plebiscito de 1988. Los militares poco a poco decidieron no seguir acompañando irrestrictamente a las clases privilegiadas en la defensa de sus intereses al observar que su rol podía estar en riesgo en algún momento del futuro próximo. Pero a larga, hasta aquí, ha sido derrotado el intento de consagración de la democracia plena que estuvo en la base del acuerdo político inicial de las fuerzas que gobernaron desde 1990. El problema se remonta a que Jarpa y Allamand no respetaron sus compromisos con Patricio Aylwin en 1989 sobre realizar, una vez elegido el primer parlamento, las reformas políticas que restablecieran el principio de mayoría (esto está ampliamente documentado, por ejemplo en el libro de Carlos Andrade Geywitz, disponible en memoriachilena.gob.cl), argumento a partir del cual el entonces presidente del PDC convenció al resto de fuerzas de la Concertación de aceptar el pacto de transición inicial (que dicho sea de paso es totalmente público) para dar lugar a la elección de 1989.
La democracia terminó por no funcionar, aunque se lograron avances importantes en crecimiento, en derechos humanos, en terminar con los senadores designados y, más recientemente, con el sistema binominal. Pero ahí sigue el éxito de la derecha y la debilidad del centro y la izquierda institucional en la mantención de los quorum supramayoritarios de formación de la ley y de reforma a la constitución y un tribunal constitucional militantemente contrario a la voluntad popular en todo lo que aumente derechos sociales o el rol del Estado en la economía. Los mea culpa no deben impedir recalcar una realidad básica: es la conducta sistemáticamente antidemocrática de la derecha la que terminó finalmente desacreditando a los representantes políticos en su conjunto a los ojos de la mayoría social, que acumuló frustraciones y la percepción de que un acuerdo de élites dominaba el país sin que el pueblo tuviera nada que decir. Hoy la derecha está pagando las consecuencias de su conducta pertinaz, aunque demuestra escasa capacidad de asumir esta realidad.
La estructura institucional que anuló la soberanía popular y el principio de mayoría es la que ha permitido que se impida la puesta en práctica de políticas que muy probablemente son mayoritarias en la sociedad. Parte del problema es que justamente no sabemos exactamente si lo son o no porque la arquitectura de decisiones públicas prevaleciente no permite averiguarlo, provocan una mayor irritación pou¡pular, si cabe, frente a la falta de resolución democrática de sus demandas. Así, las clases privilegiadas han impedido el control público de los recursos naturales y de las rentas que generan, la negociación colectiva efectiva de las condiciones de trabajo en las empresas, terminar con el sistema de salud dual para ricos y pobres, terminar con las barreras a la igualdad de oportunidades en la educación o con un sistema de jubilaciones con altísimas utilidades de los operadores privados y con pensionados quebrados. Los poderes monopólicos se adueñaron de la economía y han consagrado una gigantesca concentración de la riqueza y los ingresos.
Soy de los que propició, y volvería a hacerlo, la desobediencia civil y una salida pactada a la dictadura, lo que requería compromisos necesariamente muy debatibles en 1989. Para muchos de nosotros se trataba de una etapa eminentemente transitoria, que debía evolucionar a la brevedad hacia la democracia plena y el establecimiento de un Estado democrático y social de derecho al servicio de las mayorías populares.
Muchos apostamos a lo largo del tiempo a lograr un desborde democrático progresivo frente a este bloqueo institucional planteado por la derecha y su soporte, el gran empresariado, mediante las sucesivas elecciones de autoridades validadas por el voto ciudadano. Pero la falta de resultados económico-sociales generó el desgaste ante una ciudadanía que decidió abstenerse crecientemente desde 1997 de participar en las elecciones. Y provocó el alejamiento de muchos al observar que la Concertación no parecía ya comprometida con los cambios que prometió en sus luchas de 1988 y su programa de 1989. Al cabo de 20 años, afloraron además los acomodos frente al poder, diversas corrupciones y corruptelas, la aceptación del financiamiento de las campañas por el gran empresariado y su resultado principal, la captura del poder de representación por el poder económico. Además, se produjo un giro hacia el neoliberalismo de muchos actores políticos y tecnocráticos que se proclamaban progresistas o socialdemócratas. En realidad dejaron de serlo hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo fueron, lo que se expresa en que no aceptan ninguna de las posiciones básicas de esa corriente (impuestos redistributivos altos, sindicatos fuertes, servicios públicos extendidos, regulación de la economía, promoción pública de la innovación). La creciente inconsistencia de las fuerzas que lucharon contra la dictadura llevó a su derrota en 2009 y a un primer gobierno de la derecha política y empresarial, que ya tuvo que experimentar un primer gran estallido social en 2011.
La coalición de centro e izquierda se amplió al PC en 2013, pero el conservadurismo democratacristiano y los ministros económicos neoliberales se dedicaron con gran entusiasmo y éxito a boicotear el programa de Bachelet II, incluyendo los cambios constitucionales y sociales, lo que terminó en la descomposición e ilegitimación final de las fuerzas que gobernaron desde 1990. El nuevo gobierno de la derecha partió relativamente bien, pero sin mayoría parlamentaria y con solo un 27% del voto de los ciudadanos, lo que simplemente nunca entendió. Su voluntad contrareformista, y la pretensión de rebajar los impuestos a los más ricos y consagrar la privatización de la seguridad social, terminó en la actual explosión social.
El gobierno decidió reprimir a la sociedad -más que a la delincuencia- con un estado de emergencia, militares en las calles, toques de queda y balas por doquier. No cabe la violencia ni la destrucción, que solo legitiman la regresión represiva, pero si la desobediencia civil ante las restricciones a las libertades y la represión ilegal, hasta que las primeras se restablezcan y las segundas cesen. Yo personalmente asisto como ciudadano común y corriente a manifestaciones a las que según la ley no debiera concurrir porque no están autorizadas. Y lo seguiré haciendo al margen de la “norma de la que se tiene obligación de cumplimiento” por fidelidad a los principios democráticos y en homenaje a las y los que han dejado su vida en su defensa.