Entender la violencia se ha convertido en un tema recurrente a partir del estallido social. ¿Qué motiva la acción de los encapuchados, los abusos por parte de las fuerzas del orden y los saqueos a locales comerciales? Algunos responsabilizan una educación insuficiente, la desesperanza adquirida, las expectativas de la juventud “millenial” o la crisis de los valores tradicionales. Otros, en relación con la conducta de las fuerzas policiales, señalan como factores explicativos la incompetencia de las autoridades de gobierno, la actitud violenta de los propios oficiales o la cultura represiva de los altos mandos militares.
Es probable que todas estas variables contribuyan al fenómeno. Sin embargo, a nuestro juicio, aquellas no explican, por sí solas, como la violencia escala en una manifestación y conducta aislada de unos pocos individuos, a describir de manera generalizada y recurrente la acción de una parte considerable de grupos sociales. Para comprender aquello, como sugería el sociólogo norteamericano Robert R. Merton en su libro “Social Theory and Social Structure” (1949), no debemos buscar las causas en los atributos y motivaciones personales de cada sujeto, sino más bien en el plano de las estructuras sociales, y particularmente, en la interrelación entre medios institucionalizados y fines culturales. Según señala Merton, cuando existe una coincidencia entre medios y fines, la sociedad opera de manera conservadora, sin alterar sus estructuras. Por el contrario, cuando los dos están en disonancia entre sí, se dan las condiciones para una crisis social.
En situaciones normales, la sociedad se rige por expectativas compartidas, por ‘normas simbólicas’ que respetamos precisamente porque podemos dar por sentado que otros las respeten también: de este modo, pagamos por adquirir ciertos bienes y servicios pues asumimos que los demás harán lo mismo y que quien no lo haga será sancionado por el orden público; asimismo, respetamos a quienes están encargados de mantener ese orden público porque suponemos que los demás lo harán y también porque creemos que los oficiales de policía actuarán conforme a lo que la ley establece; aceptamos que quien ocupa posiciones de autoridad pueda decidir por nosotros porque creemos que los demás también aceptarán esas mismas decisiones y, quizá más importante, porque presumimos que las autoridades decidirán en razón de los intereses movilizados por la opinión pública y que podrán ser removidas del cargo si no lo hacen.
La convivencia cotidiana se funda en el hecho que su validez es auto-evidente. Por lo mismo, puede permanecer por largo tiempo incuestionada. Incluso cuando es puesta en tela de juicio, por ejemplo, cuando se acusa a la ley de ser ilegitima, a los políticos de ser corruptos, los propietarios de haber obtenido su fortuna mediante fraudes, es posible todavía aceptar el rol de las instituciones solo por la creencia de que otros también las aceptarán y que quienes no, serán marginados y castigados. De esa manera, la sociedad se conserva y reproduce, pese a saberse a sí misma improbable e imperfecta. Por el contrario, cuando su plausibilidad empieza a decaer, se hace espacio para la incertidumbre sobre si una determinada norma será efectivamente aceptada por otros. Es aquí cuando se abre el espacio para soluciones alternativas al problema, para la innovación y una mayor creatividad. Pero con ello caen – o se suspenden – los fundamentos de cualquier comunicación orientada al consenso.
La violencia aparece entonces como una opción válida. Cuando algunos evaden la propiedad privada o pública sin ser sancionados, no es sólo el propietario que se ve afectado, si no la propia idea de propiedad, en tanto saquear o destruir se hacen parte de la normalidad. Cuando vemos que la ley se aplica sin medida y sin legitimidad y que otros se resisten a quien busca castigarlos, lo que se pierde es el valor de la ley misma. Y cuando vemos que los políticos no saben responder, cuando más de nueve décimos de la opinión pública está en contra de ellos, lo que se derrumba es el propio valor de la autoridad democrática.
En tal contexto, cuando todas las normas sociales pierden su plausibilidad, se hace patente lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben llama la “vida desnuda”: una comunicación carente de presupuestos y centrada exclusivamente en el manejo del cuerpo. Entonces, el ser humano al frente, no es alguien del cual se pueda presuponer disposición a la argumentación y al cambio, sino un obstáculo para la imposición de la propia idea de lo correcto, un enemigo frente al cual las únicas opciones son subyugar o ser subyugado.
Afortunadamente, y a pesar de los temores del gobierno y las expectativas de un sector de los manifestantes, las normas sociales en las que descansa la convivencia de los chilenos parecen resistir todavía.
Ciertamente, su eficacia como medios institucionalizados aceptados en el sentido de Merton no es directa, como antes, pero ellas todavía definen el ámbito de lo que debiese esperarse: constitución democrática, acceso justo al sistema de la salud, educación de calidad, reducción de las desigualdades basadas en el origen socioeconómico y política medioambiental sustentable.
El reclamo reconoce la deseabilidad de los valores de la modernidad y su importancia como horizonte normativo común y, dentro de este marco, demanda, con rabia, que dichos valores puedan (¡al fin!) ser efectivamente realizados con los medios tradicionales.
De esta manera, el valor de las normas persiste, más se reconoce que ellas ya no describen lo que es, sino lo que debe ser
El problema es que cuando estas normas sociales ya no describen la realidad sino lo deseable, lo contra fáctico, se hace más probable aceptar definitivamente su ineficacia y descartarlas de una vez. Esta es la situación sociopolítica actual del país: un delicado equilibrio, sustentado en la esperanza, por parte de la clase política y de los protestantes, que aún es posible identificar una vía racional para alcanzar las promesas de desarrollo a pesar de la desconfianza mutua. Si este equilibrio es alterado, se abre espacio para alternativas, como la violencia, que no requieren ampararse en normas sociales, sino que justamente se nutren de la ausencia de aquellas. Así, manifestantes se convierten en violentistas, transeúntes en saqueadores y las fuerzas del orden, en abusadores.
Considerado lo anterior, el discurso bélico avanzado desde los primeros días por el presidente Piñera y reforzado con las medidas propuestas, centradas en fortalecer en orden público y perseguir a quienes hagan “desórdenes”, corren el riesgo de generar una mayor radicalización de los actores involucrados al confirmar la realidad de la retórica del enfrentamiento. Dicho enfrentamiento, puede acentuar la oposición entre bandos, contribuyendo a un debilitamiento más profundo de las mismas normas sociales. Se genera así un espiral, una escalada marcada por la adopción de más violencia como único medio si no para convivir, sí para seguir viviendo.