Bien señala el profesor Waissbluth que Chile aún está a tiempo de salvar su democracia y tomar medidas que permitan construir un futuro donde la soberanía individual y colectiva sea más que una promesa incumplida. Si queremos hacerlo, no obstante, no podemos entrar en lógicas de guerra. El costo puede ser demasiado alto. Y los resultados, ya lo enseña la historia reciente, no prometen nada bueno.
El profesor Mario Waissbluth publicó una extensa columna en El Mostrador el día 24 de noviembre, en la que ofrece su diagnóstico de la situación vivida en el país, al tiempo que entrega propuestas que, en su opinión, permitirán superar la situación en que nos encontramos.
La columna tiene el valor, por una parte, de invitar a un debate sobre las causas plurales que podrían explicar lo que el país está viviendo. Por otra, releva temas que hasta ahora han estado ausentes en el debate público. De los muchos temas, entonces, que pudieran ser objeto de discusión, esta columna quiere concentrarse en uno: la afirmación, sin ambages, de que lo que se vive hoy es producto de la acción de bandas de narcotráfico, y la asociada metáfora de la guerra para combatirlas.
Respecto del riesgo que la democracia chilena vive ante el auge y expansión del narcotráfico, el profesor Waissbluth acierta cuando señala que la profundización de un “Estado fallido” es, diríamos coloquialmente, caldo de cultivo para que el narcotráfico se consolide.
Las experiencias de Colombia y México parecen ser indicativas en este sentido. En el caso de Chile, la experiencia de barrios socialmente marginados parece ratificar dicha tendencia. La violencia que asola cotidianamente a muchos de estos barrios ha crecido durante los últimos años, al tiempo que el Estado solo parece haberse hecho presente en dichos lugares por medio de la presencia policial.
Pero lo cierto es que hay dos factores que hacen del problema del narcotráfico uno especialmente complejo: (i) el narcotráfico crece allí donde el Estado no entrega respuestas ni ofrece oportunidades; donde los planes de vida en el sistema formal parecen reducirse a seguir ocupando posiciones de subordinación y explotación, el narcotráfico ofrece un horizonte, al menos, de bienestar material; (ii) la intensiva presencia policial, sin trabajo de inteligencia, es un instrumento de control social que aumenta la discriminación sobre el lugar y sume a sus habitantes en una segunda violencia: a la violencia cotidiana y asesina del narcotráfico se suma la violencia represora de la policía.
¿Qué tienen que ver estos factores, podríamos preguntarnos, con la coyuntura presente? A nuestro juicio, hay que tomar nota de las lecciones aprendidas, y aplicarlas en momentos especialmente críticos como este. El profesor Waissbluth parece ver el primero de los factores, en su insistencia en que se implemente de modo urgente “un pacto social y económico en serio”, que distribuya oportunidades y permita superar severas barreras de marginación social que sufre gran parte de la juventud proveniente de lugares excluidos.
Sin embargo, y esto nos parece crítico, el profesor Waissbluth no parece dimensionar lo problemático del segundo factor que hace que el fenómeno del narcotráfico sea uno especialmente complejo. Al decir que necesitamos combatir con toda la fuerza represora del Estado la violencia que él asocia, en parte, a la expansión del narcotráfico, incurre en un grave error. Y en esto debemos detenernos.
Para el profesor Waissbluth, hay que reconocer que el país se halla en una guerra contra lo que él denomina “anarquistas y narcos”. Una de las medidas que propone para enfrentar esta “guerra” es la de “poner a los Carabineros en la calle con todo su poder, carabinas, guanacos y zorrillos, pero con todo el apoyo político necesario para ejercer la fuerza pública con la proporcionalidad necesaria. (…) Y si se necesitaran militares imponiendo un toque de queda real y no de escaparate, también”.
Aquí, nos parece, hay un nudo gordiano que debe ser cuidadosamente examinado. Dos consideraciones nos parecen urgente relevar. En primer lugar, es difícil sostener que en los casi cincuenta días de estallido social que el país ha vivido, Carabineros no haya estado en la calle “con todo su poder”. La violencia indiscriminada, que ha resultado con más de doscientas heridas oculares, y la violencia sin control, que ha sido causa de episodios constitutivos de tortura, así parecen acreditarlo.
Nos parece que aquí subyace una confusión grave, que ninguna fuerza democrática se puede permitir: abogar por que Carabineros actúe efectivamente no puede equipararse a dejarlos actuar “con todo su poder” para hacer frente a un enemigo interno. La asunción que a ello subyace es que, mientras más fuerza tenga el actuar policial, más efectiva será su acción para controlar los efectos destructores de la violencia. Esa es una equiparación que no podemos permitirnos.
Y la evidencia, nuevamente, parece ser contundente: lo que hemos visto en estos cincuenta días es una policía que ha desplegado todo su poder, y al mismo tiempo ha demostrado una dolorosa inefectividad. Sobre el apoyo político que el profesor Waissbluth reclama, parecería referirse más bien a la necesidad de que la autoridad civil controle la acción de la policía (eso parece concluirse de la solicitud de que la fuerza se use “con la proporcionalidad necesaria”).
En eso no podemos sino estar de acuerdo. No obstante, si ese es el punto, la expresión “apoyo” no parece la más afortunada, pues lo que hasta ahora hemos visto es una autoridad civil cuyo apoyo a la policía no ha significado sino una extensión de sus márgenes de impunidad.
Una segunda consideración dice relación con el rendimiento de la metáfora de la guerra, y el uso de las policías y militares para desplegarla. Si la democracia está al borde de un precipicio, como señala el autor, dar un rol aún más protagónico a policías y militares significaría recorrer los pocos metros que faltan para que la caída se produzca.
Desde que a inicios de la década del setenta Richard Nixon, entonces presidente de los Estados Unidos, proclamara la “guerra contra las drogas”, hemos visto cómo esta ha sido inefectiva para reducir la escala global del negocio del narcotráfico, inútil para reducir la violencia asociada a él, y un escenario propicio para sumar más violencia a una violencia que ya asombra por su crudeza.
El caso de México, de data más reciente, parece arrojar la misma conclusión: desde que el presidente Felipe Calderón declarara la guerra al narcotráfico, el país comenzó a vivir un considerable aumento en el número de homicidios y desapariciones, en un recorrido lleno de recuerdos estremecedores, como el de los 43 profesores y profesoras desaparecidos en Ayotzinapa bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto. La guerra contra el narcotráfico ha juntado lo peor de dos mundos: ha aumentado la violencia, y ha sido completamente inefectiva de cara a los objetivos que, en teoría, debería cumplir.
Pero la lógica de la guerra, además de inefectiva, tiene un efecto simbólico devastador para cualquier democracia. Cuanto más avanza la retórica de la guerra, usada como justificación para empujar políticas de seguridad, más se institucionaliza el fracaso de la autoridad del Estado para gobernar sobre los cimientos del Estado de Derecho y la democracia.
Un Estado en guerra contra sus ciudadanos es uno que reconoce que no le queda más autoridad que la de la fuerza bruta y que alimenta continuamente esta idea fabricando enemigos internos. Lamentablemente, el profesor Waissbluth contribuye a este círculo al ofrecernos, sin ningún tipo de sustento, la nueva categoría sociológica de los “narcoanarquistas”, como nuestro nuevo enemigo interno.
Bien señala el profesor Waissbluth que Chile aún está a tiempo de salvar su democracia y tomar medidas que permitan construir un futuro donde la soberanía individual y colectiva sea más que una promesa incumplida. Si queremos hacerlo, no obstante, no podemos entrar en lógicas de guerra. El costo puede ser demasiado alto. Y los resultados, ya lo enseña la historia reciente, no prometen nada bueno.
Pascual Cortés y Gonzalo García–Campo son abogados de la Universidad de Chile y miembros del Comité de Derechos Humanos de La Legua.