La movilización social que se inició el 18 de octubre se encuentra a punto de cumplir tres meses. En estos 90 días las cifras son aterradoras: 26 muertos/as, más de 350 personas con pérdida ocular de uno o dos ojos, más de 3000 heridos, casi 10,000 detenidos/as por protestar, 200 denuncias por abuso sexual. Los datos vienen a refrendar lo que siempre se ha sabido, que quienes más hablan de paz son los que más utilizan la violencia represiva. No hay que olvidar que la derecha chilena ha sido una exportadora de terrorismo, como nos lo recuerda el plan Cóndor o el asesinato de Letelier en Washington. Por ello, no hay nada extraño en lo que está sucediendo hoy en términos de represión. Lo que sí resulta difícil de interpretar es la tibieza, rayana en la complicidad, del aparato institucional ocupado por opositores, los que, incluso, se plegaron para crear una ley que reprime la antigua forma de resistencia popular llamada barricada. Es posible que la ciudad de París sea el icono más referencial de esta forma de protesta y resistencia popular, pero la reciente historia chilena también tiene grandes hitos de esa acción. Algo que expresó muy bien el disco el Camotazo, que en su interior tenía una canción llamada la Barricada.
Además, el Ejecutivo ha decidido dar una muestra de fuerza más, presentando el 15 de enero, medidas paliativas al sistema de pensiones, que no abordan el fin de las AFP y en las que ni siquiera se nos está preguntando la opinión a quienes estamos obligados a estar en ellas.
Pero, también, la derecha decidió nombrar al ex ministro de interior, Andrés Chadwick, como el encargado de coordinar las posturas de la coalición en materias constitucionales. El mensaje es bastante claro hacia los congresistas (y el país) que aprobaron la acusación constitucional contra el primo del presidente: lo elegimos porque podemos. ¿Y qué?
Es por ello, que lo ocurrido el 6 y 7 de enero con la PSU es trascendente políticamente, pues expresa la continuidad de un proceso que se inició en el mundo secundario con el despunte del siglo XXI. Desde este sector social se contagió la pérdida del miedo y la capacidad de construir alternativas ante el capitalismo represivo. El resurgir de la movilización social llevó aparejada una separación cada vez más tajante con la institucionalidad que sustentaban los partidos políticos que lideraron la transición democrática. Esto, pues, en una década la Concertación se sacó la careta y abrazó las ideas de la derecha (1990 – 2000), como lo reconoció Edgardo Boeninger. En este proceso desarticuló la movilización social que derrotó a Pinochet, cooptó a las organizaciones de la sociedad civil y empezó a recibir los estipendios empresariales, de los cuales el símbolo es lo sucedido con SOQUIMICH, pero no debe olvidarse que la corrupción ocurría (¿ocurre?) también en ámbitos como las AFP, la educación, la construcción, la pesca, entre varios otros.
En este contexto de descomposición moral, fue el turno de los y las secundarias, los que hacia fines de la dictadura habían tenido una participación en las movilizaciones y luchas callejeras, pero que terminaron en frustración. Esto quedó registrado en el documental de Pachi Bustos y Jorge Leiva, Actores Secundarios. Por ello, no resulta casual la respuesta represiva de la Dictadura que implicó espiar las salas de clase y coordinar el Ministerio de Educación con la Central Nacional de Inteligencia, la sangrienta CNI. Esto fue descrito de forma bastante acuciosa por el periodista Mauricio Weibel en Los hijos de la rebelión.
Con la llegada de la democracia de los acuerdos, el movimiento secundario fue secuestrado por las organizaciones partidistas de la flamante coalición democrática, hasta hacer que se diluyera en una pantomima política, un simulacro, el llamado parlamento juvenil. Éste fue el punto más bajo de la movilización secundaria, pues al año siguiente (2001) sorprendería con un tipo de movilización sustentada en nuevas formas de enfrentamiento con el Estado en el estallido conocido como Mochilazo. De aquí en más y hasta el 18 de octubre de 2019, el movimiento secundario pasará a ser protagonista en un proceso expansivo y que contagiará las distintas áreas en que el neoliberalismo afectó la vida de chilenos y chilenas. Temáticas como el derecho a la ciudad, la educación no sexista, la autogestión como forma de organizar la vida y resolver las necesidades materiales, la autonomía de las luchas sociales respecto de los partidos políticos, la reivindicación de la dignidad como un horizonte ético a construir, la impugnación de las formas de ciudadanía sustentadas en lo puramente eleccionario, entre muchas otras, se irán convirtiendo en fundamentos transversales de las distintas organizaciones que emergerán en el siglo XXI para cuestionar las pensiones, la vivienda, el transporte, la salud, entre otros ámbitos.
Un movimiento como el secundario logra dejar en evidencia (sentido original del término mapuche funa) los Acuerdos de Transición, la oligarquización creciente de las dirigencias y sus vínculos cada vez más endogámicos, el desarrollo de una política comunicativa desde y al servicio del poder, la organización vertical y autoritaria, entre otras cosas podridas, del orden político constituido en la postdictadura. Estas prácticas y fundamentos teóricos y éticos desde los que el movimiento secundario se ha ido levantando, en la actualidad se encuentran incorporados y validados en distintos movimientos sociales que están en conflicto con el aparato estatal.
En este sentido, la funa a la PSU es una reverberación de la campaña Yo no presto el voto, convocada por la ACES el año 2012 y que en su origen tuvo el eslogan “si no cambia la educación de Pinocho, funaremos el 28”, en alusión a la fecha de elección de alcaldes y concejales de ese año.
La organización en pequeños grupos, como colectivos o piños, tiene directa relación con la capacidad de resistencia que ha movilizado el movimiento desde el 18 de octubre hasta hoy. Incluso, la búsqueda de una Asamblea o Convención Constituyente integrada por la sociedad civil, está en directa relación con la reticencia a las oligarquías partidistas. Por ello, resulta tan sorprendente la reacción casi histérica de las autoridades de gobierno y el establishment político al enfrentar lo ocurrido con la PSU. Mientras por una parte todos aplaudían la movilización social (incluyendo a Piñera respecto de la marcha del millón de personas), la impugnación de la desigualdad, el diagnóstico de la Constitución como uno de los elementos centrales que impide las transformaciones sociales, la reconsideración del transporte más allá de un servicio y su consideración como articulante central del derecho a la ciudad, entre otros, esta acción causó repugnancia transversal en los poderosos. Aunque, los elementos descritos fueron posibles gracias a la movilización secundaria, a la hora de la funa a la PSU, la reacción fue de rechazo. ¿Por qué no sucedió lo mismo con esta acción y qué hay detrás de este rechazo desde el orden?
Creo que la exacerbación de la estrategia represiva y la profundización de las respuestas sustentadas en la misma lógica que viene defendiendo el orden desde el 18-O, son la contraparte exacta de la acción política del movimiento secundario.
Chile y su Estado son ejemplos ejemplares de formas absolutistas que se asemejan mucho más al despotismo oriental que a la descripción de los modos de funcionamiento de las sociedades occidentales (democracias de masas), siguiendo a Gramsci. El modelo oriental implica una ruptura y separación tajante entre el Estado y la sociedad civil, que es gobernada por él con mecanismos que basculan rápidamente hacia la violencia represiva, sin mediar transformaciones. Y, al revés, más bien constituyendo todos los mecanismos disponibles para combatir cualquier posibilidad de cambio o disidencia: asesinatos, encarcelamientos, torturas, son consideradas técnicas eficientes y eficaces para mantener el orden.
Si no se acepta la hipótesis del modelo oriental, cuesta comprender la continuidad histórica y la férrea defensa del sistema político al neoliberalismo desde hace 46 años, con escasas experiencias de resistencia y lucha transformadora desde los sectores sindicales o poblacionales. Entre el garrote y las limosnas se desarticulaban bien las viejas fuerzas sociales emergidas del Estado, que inauguraron los Frentes Populares en el siglo XX.
Sin embargo, el movimiento secundario representa una ruptura con la tradición de lucha y resistencia desarrollada por los distintos movimientos populares en el siglo anterior. Se puede deslizar la hipótesis de que fue este constante fracaso desde las distintas instancias transformadoras lo que generó estas rupturas epistemológicas, éticas, culturales y político – militares, que vemos aparecer en la Primera Línea, las asambleas autoconvocadas, los colectivos u otras organizaciones territoriales micro, pero que son capaces de coordinarse mediante sistemas digitales en distintos niveles que van desde lo local hasta lo nacional. En este sentido, la tesis de Piñera acerca de la guerra contra un enemigo poderoso, tiene sentido. Es poderoso porque no depende de las dádivas del orden institucional, no es peticionista.
Si tiene razón Gramsci, los Estados occidentales no funcionan sobre la estrategia puramente represiva del Estado oriental y ya se han laicizado. A diferencia de Rusia, China, o Japón, por poner algunos ejemplos, donde el zar o el emperador tienen carácter sagrado o incluso divino, atravesando todo el sistema institucional y legal. Esto genera una simbiosis en que lo legal es sagrado porque es señalado por el emperador, pero a la vez el soberano se sustenta en una ley que está por encima de la historia y los seres humanos que no la hacen, sino que la padecen. Esta actitud de vida, expresada en comportamientos, lleva a un tipo de fatalismo que no está en occidente, con sociedades más o menos laicizadas. Según el gran comunista italiano, esto ha sido cambiado por tácticas y técnicas de control donde lo represivo es un componente, pero no el central, pues ha sido reemplazado por la hegemonía, el convencimiento mediante la propaganda. Pero, además, por un Estado que se imbrica en lo social sin ocupar la violencia para imponerse, sino la cooptación, el enervamiento de las fuerzas políticas populares. Sin embargo, en Chile esto fracasó.
Desde la Dictadura se montó un aparato estatal y una reconfiguración de la sociedad más cercana a los despotismos orientales. Como forma de legitimidad y control sagrado vale lo mismo el pastor pinochetista que la exacerbación del individualismo consumista. Ambas formas son igual de deterministas que el fatalismo oriental. Éste fue el mayor triunfo (y hoy representa el talón de Aquiles) del sistema neoliberal: logró construir formas de religiosidad dispuestas a confiar en el destino, sea éste la salvación o el sueño meritocrático sustentado en la deuda. El problema de esta pura estrategia de contención social es que ni todos ni todas quedan incluidos.
La PSU, como forma de selección universitaria y también mecanismo para asignar recursos como becas o gratuidad, logra llegar a una pequeña cantidad de la torta poblacional, pues como en todo sistema despótico, el grupo privilegiado, está aislado, auto segregado del resto de la sociedad, porque entre sus privilegios y la vida de la mayoría, la distancia es inefable. No es una frontera geográfica, es un límite ctónico, profundo. Imposible de señalar en nada, imposible de articular palabra que lo describa, pero está ahí. Todos y todas lo saben, lo perciben, pero no pueden representárselo. Debido a estos límites, configuran relaciones en el día a día descritas como costumbres dóciles por Tocqueville. Fue esto lo que explotó como un proceso expansivo y contagioso, corrosivo de la cotidianidad, el 18 de octubre. Pero, fue la funa a la PSU la que instaló el corte, la cesura, entre el “buenaondismo” de la marcha festiva (o protesta despolitizada) y una acción que repone la política. Hay política porque ahí hay contradicción, lucha, enfrentamiento en y respecto de los símbolos, pero también acerca de la transformación del presente como base para construir otro futuro, distinto al que nos predestinaba el mercado o la luz divina.
La acción de impugnar la PSU es un acto político sin vuelta atrás. Lo que los informes técnicos no pudieron lograr desde el 2005 hasta su versión del 2019, lo logró una acción radical. Terminar con el sistema de selección y asignación de recursos basado en una prueba estandarizada es hasta ahora la única victoria material de la lucha que se inició el 18 – O. Ni siquiera la posibilidad de una nueva Constitución, hasta este momento lo es, pues el plebiscito no es vinculante y el aparato institucional, sintiéndose más seguro (“lo peor ya pasó”), usará todas las trampas que sean necesarias para mantener el status quo. La primera ya quedó en evidencia con los quorum necesarios para que un artículo quede incorporado en ella. La segunda ha ido quedando en evidencia cuando vemos la forma en la que se elegirán los constituyentes que (todo indica), beneficiará a los partidos políticos representados en el Congreso. Congreso que apenas alcanza los dos dígitos de aprobación en todas las encuestas.
Con la aprobación de la ley anti barricadas, con la elección de Chadwick, con el rechazo a establecer el agua como un bien de uso público, con los miles de procesos penales abiertos y los más de 1200 detenidos con cautelares, con la propuesta de reforma de pensiones, etcétera; el Estado, y en específico el gobierno, ha decidido subir la apuesta. Aprovechando la baja de la conflictividad callejera, especialmente en Santiago, el Ejecutivo apuesta a ganar tiempo y terminar de explotar hasta la última gota las posibilidades represivas de Carabineros. Finalmente, si en algo todos coinciden, es que la institución será reformada, por lo que una caída más abajo, lejos de ser un problema, es mejor, porque hace más aceptable las reformas que vendrán y, mientras, sirve para vencer militarmente a los sublevados y sublevadas.
Es probable que este año enfrentemos la búsqueda por parte del orden institucional, de una batalla definitiva (como Stalingrado, Poitiers, Gaugamela, entre otras), pues al grupo que se apropió del poder económico, político, social, cultural y militar, no le conviene que el conflicto derive en una cantidad infinita de pequeñas batallas que puedan llegar a alterar la capacidad productiva. Por ejemplo, cortando la exportación o explotación del cobre, atrasando las exportaciones agrícolas, quemando sistemáticamente peajes, saqueando farmacias coludidas, entre muchas otras formas que implicarían una crisis para el sistema económico.
La insurrección del 18 de octubre hizo emerger un ejército dispuesto a continuar la lucha hasta el final, con unidades móviles, pero sin dirección y escasa articulación. Éste es el tipo de enfrentamiento que a un poder despótico más lo complica. La ACES levantó un puente que necesita ser destruido con urgencia, antes que la cabeza de playa levantada en el lado del poder, permita que la infinita cantidad de grupos en conflicto con el Estado, invadan los flancos del aparato represivo institucional y lo terminen por aislar y neutralizar.
Una batalla decisiva le permite a un ejército con dirección centralizada, disciplina y entrenamiento, triunfar más fácilmente. Así lo han hecho en el pasado: son las matanzas y masacres de nuestra historia. Es de esta tendencia a dejarse llevar al escenario construido por el poder, de donde el movimiento político post 18 – O, debería estar especialmente precavido. Esa es la enseñanza que deja la acción de la ACES: son ellos/as los que eligieron el escenario del enfrentamiento.
Si lo que emergió el 18 de octubre puede triunfar, será no olvidando esta enseñanza.