El afamado economista francés Thomas Piketty señala en su obra reciente, Capital e ideología: “Vivimos un sistema de élites múltiples. Un partido o una coalición atrae los votos de los profesionales (la élite intelectual y cultural) y, de otro lado, una élite que atrae a las grandes fortunas (la élite empresarial y financiera). Entre las muchas dificultades que crea una situación como esta sucede que todas las personas que no tienen títulos profesionales de postgrado, ni patrimonio o ingresos elevados, empiezan a sentirse abandonados”. O sea, el 95% de la población.
El ethos elitista tiene características universales y persistentes, si no, indelebles. La primera y más importante es que jamás alguien de la élite (política, empresarial, clerical) aceptará pertenecer a este selecto grupo. Solo los críticos conversos aceptan haber pertenecido a la élite.
Segunda característica de la élite es que, cualquiera sea el problema que se plantee desde los “estados generales” (léase el pueblo), afirman que todo se puede cambiar sin necesidad de transformar las lógicas vigentes del poder. El eslogan “hagámosla corta” que anuncia la UDI para rechazar el cambio constitucional, argumentando que las reformas se pueden hacer sin eso, es un ejemplo patético de la convicción de que ser élite es un derecho permanente, irrenunciable, casi divino, es decir, no hay otra alternativa viable para conducir los cambios. ¿Por qué entonces las cosas no cambiaron antes cuando tenían el poder para hacerlo? Esta pregunta no ha sido respondida en Chile desde el 18 de octubre… tampoco nunca antes.
La tercera característica de la coalición de élites múltiples de los últimos 50 años, como dice el profesor Piketty, es que quienes planteaban alternativas al modelo (socialistas, socialdemócratas, progresistas) dejaron de discutir sobre una alternativa de sociedad. El debate acerca de la sociedad que se desea (por esencia, esto es el debate ideológico) se eliminó, caricaturizando a quienes plantean críticas a lo existente como ideológicos, en circunstancias que lo que nos rige es una concepción ideológica neoliberal.
En Europa y en Chile las coaliciones políticas de origen socialdemócrata dejaron de plantear alternativas y se transformaron en administradores del sistema con ligeras variantes. La coincidencia de la derecha con la Concertación en Chile, por ejemplo, en un tema de máxima sensibilidad en la población como es el de las pensiones, se manifiesta en que todas las reformas de los últimos 30 años en cuanto a pensiones han contado con la unanimidad de estas élites… y el rechazo masivo de la gente al sistema de pensiones actuales.
La cuarta característica de la estructura elitista es que hay una subordinación al implacable poder económico de las grandes fortunas a nivel mundial y nacional. No hay duda que los partidos de la derecha en los 30 años de democracia parlamentaria jamás han votado contra la lógica empresarial en ningún momento ni circunstancia. Incluso, los aumentos de impuestos son negociados con otras compensaciones.
La otra élite, menos poderosa económicamente, de la Concertación, se ha ido consolidando no solo con empresarios afines, sino con numerosas transferencias que provienen del gran empresariado hacia los parlamentarios de todo el espectro. El caso Soquimich es un ejemplo destacado. Si se observa con atención, no hay nadie que haya sido perjudicado (juzgado) por haber recibido fondos de Soquimich. ¿Por qué? Simplemente porque, de un lado, tocaba a la élite empresarial y, del otro, a la élite política de todo el espectro. Imposible imaginar un harakiri aun leve en este contexto.
En Chile, la élite intelectual equivalía a la élite concertacionista. Quizás hasta mediados de los años 90 la Concertación también atrajo a una inmensa mayoría de intelectuales que hoy, ciertamente, emigraron de esa coalición. No obstante, persiste –y con gran fuerza– la élite política concertacionista que se permite representar a un movimiento social y llamar a un plebiscito sin tener claridad ni vínculo con los millones de personas que estaban manifestando en Chile su desencanto con un sistema en muchos aspectos.
Esta élite fue acompañada de algunos representantes del Frente Amplio que han aprendido el concepto de ser “hombre de Estado”, que es una especie de medalla que otorga la derecha a quienes votan en momentos críticos por la derecha. Un caso emblemático de “hombre de Estado” es el senador socialista J. M. Insulza, que hizo lo imposible por traer a Pinochet a Chile cuando estaba preso en Inglaterra, porque aquí podía ser juzgado, lo que nunca ocurrió. Confirmó su calidad de “hombre de Estado” recientemente, no asistiendo a la votación que juzgaba los atentados a Derechos Humanos en los últimos tiempos en Santiago (salvando de la destitución al intendente Guevara).
El Frente Amplio apareció como una alternativa a las élites. Resulta curioso que quienes se han alejado de ese conglomerado son esencialmente militantes de base: gente que estaba en las protestas y en las calles. En cambio, los diputados –demasiado cerca del poder de las élites, dicen–, especialmente los de Revolución Democrática y de Convergencia Social, se sienten cómodos en una solución que no contempló a los que estaban en las calles. Algunos sospechan que la atracción de ser de la élite es muy fuerte.
El movimiento social tiene perfecta claridad de la responsabilidad de esas élites en la construcción de este modelo excluyente y desigual. Nadie de la élite se atrevería a aparecer en una manifestación social sin riesgo a ser “funado” duramente. No obstante, tampoco ese movimiento tiene la madurez para levantar alternativas únicas.
Han aparecido alternativas o plataformas instrumentales para que quienes no quieren aparecer contaminados con las listas de la élite puedan presentarse como candidatos constituyentes. Pero esto requiere juntar firmas, aunar voluntades, superar desconfianzas y, todo, en plazos muy restringidos. No es seguro que la decena de partidos que están en busca de su legalización lo logren, pero lo claro es que votando por la élite nada cambiará.