Las causas del estallido social del 18 de octubre de 2019 son conocidas por todos. Aunque los incumbentes hayan afirmado hasta la saciedad que nadie lo vio venir, la verdad es que existían abundantes diagnósticos de las consecuencias de los reiterados abusos que durante treinta años fueron haciéndose públicos.
Sorprendente fue ver a diversos actores políticos, de la A a la Z, desmarcándose de las causas de la crisis. Me parece ver a Elizalde afirmando, en un matinal, que él era un recién llegado al Congreso; o sea, a mí que me registren… O a Moreira afirmando que detrás de todo esto estaba el complot comunista internacional, poco menos que el regreso del Plan Z.
De la misma manera, y dando cuenta de una primera sinrazón, todos hicieron un mea culpa: no nos dimos cuenta, los abusos (de los otros, no los míos) fueron demasiados. Francisco Vidal, por ejemplo, jamás ha explicado qué hacía en el Directorio del Banco Estado, en circunstancias que sus competencias profesionales, hasta donde sabemos, no se extienden a las finanzas. Moreira, por su lado, luego de confesar sus delitos y de llegar a acuerdos para purgar las penas, afirma muy prisco que se estableció su inocencia.
En realidad, la enumeración de abusos cometidos desde la izquierda hasta la derecha es extensa. Se podría escribir varios libros (en realidad, ya se han escrito…), sobre el abuso empresarial, político, sindical, de uniformados, civiles, militantes y simpatizantes de sectores políticos.
Así, como decíamos al principio, el estallido era previsible. Entonces, producida la crisis, y estando identificados los responsables, se ponen de acuerdo, gran parte de dichos responsables, en que el obstáculo para superar las inequidades es la Constitución; preguntemos al pueblo si la cambiamos, dijo Piñera, y se reunieron los incumbentes y acordaron un plebiscito. En todo caso, no olvidemos que a poco andar, Allamand y otros “demócratas”, se desdijeron.
Este plebiscito, se nos dice, tiene como objetivo determinar si cambiamos la Constitución o la mantenemos y, en el primer caso, si lo hacemos con una convención mixta, compuesta por parlamentarios y por ciudadanos elegidos al efecto, o una convención constituyente, compuesta solo por ciudadanos electos para tal fin.
Entonces, frente a la disyuntiva, y como debe ocurrir en un marco democrático, surgen quienes sostienen que la constitución no debe ser cambiada, sino que debe ser objeto de profundas reformas. Insisto, esto ocurre porque la democracia permite adoptar distintas opciones, según las particulares convicciones de cada persona.
Sin embargo, y he aquí el objeto de esta breve y simple columna, basta con darle un par de vueltas a la idea del rechazo unido a las reformas profundas, para darse cuenta de la inconsistencia de tal postura. En efecto, como indicaba, los responsables han sido quienes han dirigido la fiesta desde 1990 (me refiero, sin excepción, a la izquierda y la derecha); no olvidemos que en la práctica, binominal mediante, la dirección del estado la tuvieron los dos conglomerados que se turnaron principalmente en el parlamento, y luego en el gobierno. Es decir, desde el partido comunista hasta la UDI. Fueron ellos los que condujeron al país a la situación en que se encuentra hoy. Jubilaciones paupérrimas, remuneraciones de hambre, indiferencia total con la infancia, educación y salud públicas de pésima calidad, etc.; ya lo dijimos: el listado es largo.
Entonces, si llegara a triunfar el rechazo, nos encontraremos ante un insólito escenario: serán los mismos partidos políticos, los mismos personajes enquistados en el poder, los que harán los “cambios” que la constitución necesita ¿Puede alguien creer que en tales circunstancias el traje a confeccionar no será a la medida del sastre? ¿Qué pasará con el agua, el negocio de la salud y el de la educación? ¿Cree alguien que los incumbentes, responsables del descalabro, ajustarán la constitución para desprenderse del poder? Y si le damos una segunda vuelta, la opción de la convención mixta nos deja prácticamente en la misma situación: la presencia de los actuales parlamentarios solo provocará que los cambios, más aparentes que reales, les garantice la mantención de sus privilegios.
Resulta evidente que la opción del rechazo conlleva una sinrazón notable. Los políticos, todos, cuentan con un respaldo que no supera el 3%, es decir, y conforme al margen de error, el apoyo puede ser significativamente menor, incluso inferior al 1%. Dejar en manos de tales individuos las reformas a la constitución es, literalmente, como dejar al gato cuidando la carnicería. Recuerde usted que ni siquiera han disminuido sus sueldos, que no han renunciado a los privilegios, que han afirmado una y otra vez su inocencia luego de pedir raspados de olla, que han sido sorprendidos con maletines con dinero en efectivo, que han negado tener responsabilidad en la crisis y todo, absolutamente todo, según han afirmado, es responsabilidad de Fuenteovejuna.
Lamentablemente hemos sido marionetas de una clase política deplorable, que nos hizo vivir durante treinta años bajo la dictadura de Pinochet. Se han culpado recíprocamente y reiteradamente, cual más cual menos, han esparcido el veneno del miedo en la población para que las cosas se mantengan iguales. Optar por el rechazo o, eventualmente, por la convención mixta, nos conduce solo a un resultado: el gatopardismo, esto es, cambiarán todo para que todo siga igual. La razón de la sinrazón, no la del Quijote, romántico él, sino que aquella perversa e indiferente frente a las dolencias de la ciudadanía; la sinrazón del rechazo.