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Violencia y contraviolencia Opinión

Violencia y contraviolencia

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Rodolfo Fortunatti
Por : Rodolfo Fortunatti Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Autor del libro "La Democracia Cristiana y el Crepúsculo del Chile Popular".
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La cineasta chilena Dominga Sotomayor denunció en la clausura de la 70ª versión de la Berlinale las graves violaciones de los Derechos Humanos ocurridas en nuestro país. La directora de Tarde para morir joven dijo en la ocasión:

«En casa, mi familia, amigos y colegas están viviendo una crisis gubernamental que destierra la libertad a través de la represión y la violación de los Derechos Humanos».

El testimonio de Dominga Sotomayor no es muy distinto del que dio Mon Laferte en la ceremonia de premiación de los Grammy Latinos, ni del que expresaron otros artistas ante millones de televidentes en las seis jornadas que duró el Festival de la Canción de Viña del Mar.

Contraviolencia y carisma escénico

Se trata de un ritual tenido como deber moral. Una liturgia altruista que trasciende el oficio, el heroísmo y la consagración épica de quien actúa frente al público. Impermeable, en consecuencia, a la escéptica imputación de egotismo. Una nueva forma de lucha política. Una respuesta contracultural, exhibida en los escenarios que provee la globalización y con las armas al uso de la comunicación de masas, a la violencia simbólica del aparato represivo del Estado. Esta que criminaliza los movimientos sociales, estigmatiza la protesta ciudadana y, paso a paso, desde el 18 de octubre, convierte la democracia liberal en un sistema punitivo que trata a la gente como delincuente y emplea las herramientas propias de un régimen carcelario.

Lo que hace la contraviolencia simbólica es desenmascarar, en el plano de las percepciones colectivas y del conocimiento socialmente apropiado, la ilegitimidad del monopolio de la violencia y del uso de la fuerza, y el descrédito que afecta a quienes detentan el poder sobre ambas. Lo que hace es poner al desnudo aquella banalidad –invariablemente invisibilizada por la sociología de los matinales de televisión– que atribuye la ingobernabilidad política a la violencia, la violencia a los encapuchados, los encapuchados a los que protestan, los que protestan a los que aprueban una nueva Constitución, y los que aprueban una nueva Constitución a quienes buscan la muerte de Chile, excluyéndolos de la nación, la democracia y el Estado de derecho.

Es una historia antigua en Europa, como de larga data son los estudios que ha motivado y los estudiosos que, partiendo por el francés Pierre Bourdieu y la italiana Donatella della Porta, la han abordado. Ocurrió con los indignados, con los secesionistas catalanes y, después, con los chalecos amarillos.

En esto el intendente Felipe Guevara no innovó en nada la violencia simbólica al sitiar la plaza con mil efectivos policiales. El procedimiento se practicó en Madrid el 25 de septiembre de 2012, cuando los manifestantes se convocaron para rodear el Congreso de los Diputados. Entonces fueron apostados 1.350 policías antidisturbios cuya misión era impedir la marcha, pese a estar autorizada. El gobierno español habló de la amenaza de golpe de Estado disfrazado, como el gobierno chileno habló de una guerra interna.

Violencia y contraviolencia simbólicas no están preferentemente orientadas a persuadir a los participantes activos y consuetudinarios de las protestas, sean policías, que cumplen órdenes y reciben un sueldo por ello, o civiles, que si no estuvieran convencidos y conscientes de los riesgos que corren, no se movilizarían. Más bien están enfocadas a las audiencias no movilizadas que reciben datos de audio y visuales y prestan atención a fuentes de opinión confiables.

Comediantes, cantantes, actores o directores son referentes confiables, y ellos lo saben, de otro modo no se explica que sinceren sus experiencias y emociones con el público. En la Berlinale el auditorio aclamó a Dominga Sotomayor cuando concluyó su mensaje. Estos rostros poseen el mejor carisma para contrarrestar la fuerza simbólica –histórica e institucional– del Estado, incluyendo a partidos políticos mimetizados que han acabado estatalizando sus prácticas.

Enemigos complementarios

Si, como afirma Bourdieu, «la violencia simbólica es esa violencia que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales apoyándose en unas ‘expectativas colectivas’, en unas creencias socialmente inculcadas», la contraviolencia simbólica no puede sino apelar a valores profundamente arraigados para constituirse en el instrumento de neutralización eficaz de aquella. Y por eso, abre la disputa en el campo del lenguaje, la teoría y las percepciones sociales de la actual coyuntura.

Soy de izquierda: rechazo la violencia, escribió el literato Cristian Warnken. Estimado Presidente, tituló su columna el economista René Cortázar. Y Es tiempo de un acuerdo nacional, fue el nombre que exdirigentes políticos dieron a su misiva.

Cuatro cosas tienen en común los tres testimonios. Primero, fueron publicados en el diario El Mercurio. Segundo, fueron firmados por antiguos exponentes de la Concertación. Tercero, ninguno tiene gravitación en sus respectivos referentes políticos, sean estos de izquierda, de centro o de derecha. Y cuarto, todos expresan la convicción de que Chile es un país presa de la violencia y expuesto al riesgo seguro de ver esfumarse el sueño colectivo que un día lo movilizó. Ese sentimiento que tan bien condensó Alberto Plaza en su nostálgico tuit: «¿Se acuerdan cuando todo el país, sin divisiones políticas ni sociales, se sentaba frente al televisor para ver el festival de Viña y disfrutar de un maravilloso espectáculo familiar? Yo alcancé a ser parte de eso. Fue lindo mientras duró».

No hay por qué dudar de las sinceras inspiraciones que anidan en esta creencia, pero no hay por qué dejar de examinar con perspicacia el auxilio que sus fieles dan a la violencia simbólica del Gobierno. Porque, desde luego, esta no es una creencia inocente. No lo es cuando la motivación de quienes la profesan es influir en la opinión pública e intervenir deliberadamente sobre el contexto de una sociedad en paradigmático cambio de horizonte.

Para condenar a la izquierda, desde su autorreferido izquierdismo, Warnken invoca la tesis de Germaine Tillion, la de los enemigos complementarios que asesinan en espiral como respuesta a una muerte anterior. Warnken hace así equivalentes la violencia represiva del Estado que, en su ejecución como violencia física sobre los cuerpos, ha cobrado muertos, mutilados, torturados, detenidos y amedrentados, y la violencia de las incivilidades cometidas por los encapuchados, como las evasiones, las barricadas, los saqueos y la quema de bienes públicos y privados.

Pero, si la magnitud de la violencia de Estado del régimen de Vichy, al que Tillion combatió como partisana de la Resistencia francesa y cuyas acciones de violencia justificó como absolutamente necesarias, no puede ser comparada con la de quienes enfrentaron la ocupación nazi, es todavía menos aceptable el parangón aplicado a lo que sucede hoy en Chile. En este sentido, la tesis de los enemigos complementarios, como la concibe Mauricio García Villegas, tendría más aceptación en Colombia –país cuya población ha sido sometida a una prolongada guerra asimétrica– que en Chile, donde los vencedores han sido invariablemente los poderosos.

La democracia liberal en retirada

René Cortázar exhorta al Estado a criminalizar y a proceder enérgicamente contra las protestas sociales –la evasión de los secundarios y los caceroleos de los vecinos que precedieron el incendio del Metro–, y que el exministro de Aylwin caracteriza como la voz de grupos violentistas y de encapuchados. Y, cuando censura el incendio del Metro, no se detiene a explicar por qué a cinco meses del incidente aún no aparecen los responsables que el ministro de Defensa dijo tener identificados para sorprendernos a todos.

Cortázar no menciona las secuelas del estado de emergencia y el toque de queda, uno de los espectáculos online de violencia física y simbólica más crudos que se hayan visto en las pantallas de televisión y en las redes sociales. Imperdonable omisión, porque fue aquella represión por agentes del Estado contra la población inerme, que no ocurría desde los crímenes de Eduardo Frei Montalva y Tucapel Jiménez, la que inició una espiral de indignación social y voluntad de movilización capaz de congregar a un millón y medio de personas en la plaza, y que no ha podido ser parada hasta ahora con nada.

En el límite, por su carácter apocalíptico, se sitúa la carta de expersoneros de la Concertación entre los que se inscriben los senadores José Miguel Insulza y Felipe Harboe que, al ausentarse e imposibilitar el cuórum mínimo, hicieron fracasar la acusación constitucional contra el intendente Guevara. Parten del diagnóstico compartido desde el momento del estallido social, de que en Chile hay demasiado odio, desconfianza y persistente violencia, cuadro que aconsejaría un acuerdo con el Gobierno para salvar el proceso constituyente.

Pero Chile cuenta con una democracia y un Estado de derecho constitucional que no podrían ser amenazados por las legítimas manifestaciones de protesta social de la ciudadanía. El Gobierno, responsable de la paz y la seguridad, tiene a su haber herramientas eficaces para frenar la violencia de las policías, para detener los desmanes contra el orden público y, de este modo, garantizar el normal desarrollo del proceso constituyente. El país dispone de órganos de representación, donde se han venido formando y concretando los acuerdos en torno a las demandas sociales, los desafíos de la estabilidad económica, la paz y la seguridad.

¿Por qué entonces la solidaridad de los exconcertacionistas?

Al crear la imagen de un enemigo externo, como es la del disidente encarnado en los grupos violentistas, la lealtad de los exconcertacionistas contribuye a la legitimación de los procesos de castigo y penalización de la protesta social. Con ello procuran concitar el apoyo de las audiencias hacia las medidas de prevención, control y restricción de las manifestaciones públicas emprendidas por el Gobierno. Por cierto, también contribuyen a inhibir la libertad de expresión, de reunión y de desplazamiento, pero, sobre todo, en el nivel las percepciones colectivas, apuntan a cambiar las actitudes políticas de la población.

El virtual cuadro de persistente violencia descrito por los exconcertacionistas justificaría así que Mario Desbordes y Fuad Chahin concuerden el voto secreto para los miembros del órgano constituyente, dada «la cantidad de amenazas y funas» que recibieron políticos como Insulza y Harboe. El virtual estado de violencia llevaría así a perseverar sobre el cambio de la legislación vigente con el propósito de criminalizar la protesta, como sucede con el proyecto de ley que incorpora el delito de desorden público en el Código Penal. El virtual estado de violencia permitiría también ampliar las facultades del Presidente de la República para disponer el control del territorio por las Fuerzas Armadas en el nuevo estado de alerta constitucional, según se constata en el proyecto de infraestructura crítica.

Ninguno de los fiadores de la paz y la estabilidad repara, sin embargo, en el talón de Aquiles de su relato. Ninguno aquilata la desaparición del interlocutor que quisiera amparar. Porque el mayor de los errores de esta administración es el descrédito, el desprestigio, el debilitamiento de la autoridad y la pérdida de la gobernabilidad, algo que no se resuelve con acuerdos políticos ni con llamados al uso de la fuerza, sino con el restablecimiento del respeto y la confianza, lo que el Presidente difícilmente podrá remontar dentro de los próximos dos años.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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