El coronavirus ha modificado por completo la vida diaria de todas las personas, invadiendo incluso la cotidianeidad de quienes suelen ser más olvidadas: las personas privadas de libertad. Como los medios han mostrado, el contagioso virus ha generado grandes consecuencias en la población carcelaria en el mundo, con miles de muertos, fugas, riñas y motines, afectando a la población penal y a quienes la rodean, funcionarios(as) y familiares.
En efecto, entre esas paredes, las enfermedades contagiosas como el coronavirus son un tema país. Hace ya muchos años que se ha evidenciado que las prisiones presentan mayores riesgos de contagio y tasa de incidencia de enfermedades infecciosas tales como influenza, tuberculosis, VIH, hepatitis B y C, entre otras (OMS, 2014)[1].
Por ejemplo, la tasa de tuberculosis suele ser de 5 hasta 80 veces mayor en las cárceles que en la población no privada de libertad (OMS, 2014). El VIH, por otro lado, se ha observado que puede ser hasta 50 veces más entre la población penal que en la general (OMS, 2014). Por último, otras enfermedades como las hepatitis C también presentan cifras alarmantes, desde 6 veces más probabilidades de ser padecida entre la población penal en cárceles en Brasil, 10 veces más en Taiwán, y entre 21-39% en Australia, en contraste con la población general (How, Kumar, Taylor, Sumantera, Rich, 2003)[2].
Estas cifras, a pesar de ser alarmantes, son de largo aliento y están presentes en prácticamente todas las cárceles del mundo. Por ello, llama la atención lo poco que se ha avanzado en la prevención de estos casos. Las causas, por lo demás, también son claras, identificándose las pobres condiciones carcelarias, hacinamiento, falta de espacios higiénicos y agua potable, y un limitado acceso a vacunas o tratamiento de salud como los principales factores (Biswanger, Blatchford, Forsyth, Stern, Kinner, 2016)[3], (OMS, 2014).
Contextualizando el escenario en nuestro país, la realidad carcelaria nacional genera óptimas condiciones para la expansión interna del coronavirus. Contamos con una tasa de 228 presos por 100 mil habitantes (Prison Brief 2019), con excesivas tasas de sobrepoblación como el CDP Limache, que excede casi el doble de su capacidad (189%). Asimismo, hay cárceles sin acceso a agua potable, con instalaciones eléctricas deficientes, sin baños limpios, y una generalizada falta de atención médica especializada, o incluso enfermería. Aun más, en la actualidad, solo un recinto penitenciario cuenta con hospital ( LEASUR, 2018[4]).
Peor aún si consideramos que la “población de alto riesgo” estipulada en los protocolos del país, esto es, personas adultas mayores, mujeres embarazadas, niños, niñas y adolescentes y personas con enfermedades crónicas, se encuentran también presentes en las cárceles.
A modo de ejemplo, la población adulta mayor (de 60 años o más) en recintos penitenciarios representa el 2,7% de la población penal total, correspondiente a 1.122 personas privadas de libertad. De estas, el 11% son mujeres y 89% hombres, y un quinto (25%) se encuentra privada de libertad en calidad de imputados (GENCHI, 2018[5]).
A su vez, además de los miles de niños, niñas y adolescentes del Sename, a octubre del 2019 las cárceles contaban con 75 mujeres embarazadas, 104 mujeres con hijos(as) lactantes menores de 2 años y 106 menores de 2 años en las cárceles del país.[6] De estos casos, aún no ha habido pronunciamiento del gobierno. Por último, de acuerdo a un estudio realizado en cárceles chilenas en 2012, un 45% de la población penal presenta a lo menos una patología diagnosticada formalmente, siendo la segunda patología más común las que afectan el sistema respiratorio, predominando el asma (Osses-Paredes y Riquelme-Pereira., 2013)[7]
¿La solución? No hay receta escrita, pero sí podemos aprender de los errores o estrategias de los otros países. Se proponen, humildemente, las siguientes medidas:
En estos tiempos de cólera, o mejor dicho, de coronavirus, se pueden reflejar no solo los problemas de salud pública en los distintos países, sino también la precariedad de la cárcel. Recordemos, “los presos también tosen” (Ariza y Ciprian, 2020)[9].
[1] Organización Mundial de la Salud (2014). Prisons and Health. Editado por: Stefan Enggist, Lars Møller, Gauden Galea and Caroline Udesen.
[2] Macalino, G. ., Hou, J. ., Kumar, M. ., Taylor, L. ., Sumantera, I. ., & Rich, J. . (2004). Hepatitis C infection and incarcerated populations. International Journal of Drug Policy, 15(2), 103–114. doi:10.1016/j.drugpo.2003.10.006
[3] Binswanger, I. A., Blatchford, P. J., Forsyth, S. J., Stern, M. F., & Kinner, S. A. (2016). Epidemiology of Infectious Disease-Related Death After Release from Prison, Washington State, United States, and Queensland, Australia: A Cohort Study. Public health reports (Washington, D.C.: 1974), 131(4), 574–582. https://doi.org/10.1177/0033354916662216
[4] LEASUR ONG (2018). Informe Condiciones Carcelarias. Situación de las cárceles en Chile.
[5] Gendarmería de Chile (2018) Compendio Estadístico Penitenciario 2018.
[6] Gendarmería de Chile (2019) Boletín Estadístico
[7] Osses-Paredes, C., & Riquelme-Pereira, N.. (2013). Situación de salud de reclusos de un centro de cumplimiento penitenciario, Chile. Revista Española de Sanidad Penitenciaria, 15(3), 98-104. Recuperado en 18 de marzo de 2020, de http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1575-06202013000300003&lng=es&tlng=es.
[8] Joseph A. Bick, Infection Control in Jails and Prisons, Clinical Infectious Diseases, Volume 45, Issue 8, 15 October 2007, Pages 1047–1055, https://doi.org/10.1086/521910
[9] https://cerosetenta.uniandes.edu.co/los-presos-tambien-tosen/