“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.
Y en ese claroscuro surgen los monstruos“ (Antonio Gramsci)
En un momento de enorme inestabilidad político-nacional llegó el coronavirus a poner una cierta pausa al momento constitucional interno. Las consignas que se pueden oir desde distintos sectores (más allá de las siempre existentes excepciones), apuntan a la necesidad de ceder en las discusiones políticas para dar paso a las informaciones y medidas en materia de salud. De lo que se trata es de suspender los debates excesivamente teñidos de pasión para coordinar formas de manejo de esta pandemia mundial. De más está decir que la detención de la “cuestión constitucional” ha sido compensada por la emergencia de un debate público sobre el sistema de salud, así como sobre las capacidades del gobierno de manejar esta crisis sanitaria de índole mundial. No es mi intención generar aquí un análisis sobre la problemática interna, sino que reflexionar sobre algunos elementos globales que ha abierto la crisis detonada por el coronavirus. Intentar ampliar el campo de observación no sólo es recomendable para comprender el fenómeno, sino que además resulta sano. Y es que cuando nos encontramos en cuarentena, el tiempo abre camino ya sea para caer en la paranoia de la ansiedad sobre el futuro próximo o para reflexionar sobre lo que ha estado ocurriendo a propósito de esta nueva crisis. La interrogante que me gustaría plantear es doble: ¿cuáles son los desafíos sociopolíticos que depara la emergencia viral para la sociedad contemporánea? ¿Cuáles son sus efectos para el capitalismo y la democracia actuales?
La pregunta por los efectos de la pandemia en el capitalismo ha adquirido ya cierta notoriedad. En un artículo reciente, el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha sostenido que el coronavirus podría suponer un golpe profundo al sistema capitalista –un golpe a lo Kill Bill–, que podría conducir a una reinvención de nuevas fórmulas de convivencia, a partir de la colaboración mundial. Esta hipótesis descansa en el movimiento dialéctico que estaría a la base de la sociedad y el espíritu. “Quizás otro virus, ideológico y mucho más beneficioso se propague y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”, dice Žižek en RT. Como ya lo entendía Friedrich Schelling alrededor del 1800, todo nacimiento de algo nuevo es manifiestación de luz proveniente de la oscuridad. La “semilla”, afirmaba en Über das Wesen der menschlichen Freiheit, “debe hundirse en la tierra y morir en la oscuridad para que la forma más hermosa de luz se eleve y se despliegue a partir del rayo de sol”. Esta vieja esperanza en la magia de la contradicción no está en todo caso exenta de inconvenientes. Como nos recordara otro afín a los movimientos dialécticos, me refiero a Karl Marx, cuando hablamos del sistema capitalista la dinámica adquiere mayor complejidad. Para Marx, el sistema capitalista no solo ha de entenderse como una suerte de poder objetivo por sobre los seres humanos, sino también a partir de su cualidad de resistir y reinventarse frente a cada nueva crisis. Los escenarios de catástrofe serían procesados en su interior de tal forma que el capitalismo generaría cada vez nuevas armas de resiliencia usualmente inesperadas para sus participantes.
A partir de lo anterior, se vuelve indispensable analizar en frío la situación global. Si bien la afinidad por la dialéctica se presta muy bien para el deseo de un mundo mejor, para Pedir lo imposible, como se titula uno de los libros de Žižek –en alusión a la vieja frase del mayo francés ¡seamos realistas, pidamos lo imposible!–, ésta coquetea muy cerca con el peligro de devenir meramente en voluntarismo teórico –como si el ser de las cosas respondiera meramente al deseo escondido detrás del diagnóstico. Contra el peligro del optimismo resignado, es necesario tener en consideración esta capacidad de creativa recomposición que tiene el sistema capitalista, la que se manifiesta no sólo en su habilidad para salir vivo de una y otra crisis, sino también para, como podría ser en este caso, estar en condiciones de asestarle otro golpe profundo a su compañera de pista predilecta en el siglo XX: la democracia. El golpe, sin embargo, si bien puede ser profundo, parece ser más blando que el de Kill Bill –aunque no por eso menos relevante. Éste se deja ver, por ejemplo, gracias a la diferencia existente en el manejo global de la pandemia y el rol de los países asiáticos –sobre todo de China. A pesar de que fue en China donde apareció y comenzó a masificarse el virus, los datos muestran una capacidad de control incomparable con otros centros de expansión como Europa y Estados Unidos, los cuales tienen sus propios rasgos ideológico-políticos. Como se observa en la página de Johns Hopkins University, la Web que muestra la evolución del coronavirus minuto a minuto, el índice de fallecidos es liderado por Italia. A pesar de contar con una población de 60 millones, Italia encabeza esta estadítica con más de 6.000 muertos. Por su parte, China, que cuenta con una población de más de 1.300 millones, solo ha reportado un poco más de 3.100 muertos.
La interrogante que emerge es clara: ¿por qué esta situación podría suponer un problema para el sistema democrático global? La mirada respecto a esta problemática debe ser equivalentemente global. En el caso de China, estamos frente a un país que cuenta con las mejores cifras de exportación en el mundo, erigiéndose como la gran potencia comercial, con avances científicos cada vez más sorprendentes –piénsese solamente en lo que ha logrado producir Shenzhen, el Silicon Valley chino, en tan solo algunas décadas. En términos políticos, esta contextura capitalista contrasta con un talante ciertamente autoritario, centrado en su líder nacional. Xi Jinping retiene en la actualidad los tres cargos de mayor relevancia: la presidencia del país, la secretaría general del Partido Comunista y la jefatura de sus fuerzas armadas. Junto con ello, la flagrante represión contra minorías uigures, la evidente censura contra los críticos al régimen, la carencia de libertad de prensa, etc., dan cuenta de un modelo claramente contrapuesto al occidental, el que se basa –al menos nominalmente– en la protección de libertades civiles y políticas. De tal modo, estamos, como ha señalado también recientemente Byung-Chul Han, frente a un Estado policial con venias incluso digitales, a partir de un seguimiento simultáneo del comportamiento virtual –mediante Internet– y material –con más de 200 millones de cámaras de vigilancia con inteligencia de reconocimiento facial. El Leviathan, ya lo observaba Hobbes, sería sencillamente más eficaz, porque no ha de esperar preguntarle a cada ciudadano qué piensa frente a tal o cual medida, sino que porque actúa con la rapidez que le permite la concentración del poder en un órgano o persona única, capaz en la actualidad de observarlos a todos: un panóptico estatal.
Por este motivo, vivimos en un tiempo para advertencias y distopías –en el mejor de los casos para utopías concretas y sobrias, como sostenía Ernst Bloch. El riesgo de la exportación del modelo capitalista chino es evidente. En tiempos de pandemia sanitaria en las que la efectividad política orientada al bienestar decae y la individualización neoliberal de las soluciones se impone –menoscabando con ello la posibilidad de autocontrol general de la sociedad–, el temor respecto a la propia situación, a la autoconservación –para decirlo con las palabras de los filósofos del siglo XVII–, surge con particular ímpetu, amenazanado el despliegue del sistema democrático en su conjunto. El estado de temor y competencia inducida por las estructuras del capitalismo contemporáneo –por una mascarilla, por un desodorante ambiental, etc.– “no conoce autoridad alguna” más que “la presión que ejercen los intereses” particulares, decía Marx. Esto no sólo rememora la imagen del estado de naturaleza –como conflicto de todos con todos– o de una suerte de interregnum –como una ausencia pasajera de autoridad–, sino que se erige además como generador insigne de emociones políticamente funcionales. Allí donde se imponen la inseguridad y el temor respecto del propio porvenir, crece irremediablemente la atracción por regímenes autoritarios pero “eficientes”, que prometen devolver la sensación de control perdida mediante represión. Es entonces cuando la oferta de lo que el mismo Žižek llama “capitalismo con valores asiáticos”, es decir “capitalismo totalitario” –al estilo de Beijing–, parece adquirir sentido.
La democracia, por cierto, estaba ya antes del coronavirus en un momento límite. Si las cosas se mantienen en statu quo, la tentación autoritaria solo puede seguir creciendo. Con esto, el único contrapeso posible acabaría por naufragar y el capitalismo habrá terminado por capturar su último botín. Puestos ante este escenario, lo único que parece quedarnos por hacer es, como decía Ernesto Sábato, resistir. Y desde la resistencia, pensar en nuevas fórmulas para resolver el puzzle. La grieta que se abrió en Chile el 18 de octubre de 2019, libera esperanzas en esa dirección…