El dolor y la angustia por la pandemia que enfrentamos tendrá un correlato positivo, si y solo si, nos enrostra situaciones que el bienestar o nuestros espacios de comodidad nos impiden ver. La pobreza de muchos está ya a la puerta; el temor al contagio y la misma enfermedad son fantasmas que nos acechan. En ese contexto irrumpen los más frágiles y vulnerables. Entre ellos, las personas privadas de libertad.
Esta vez, ante lo inevitable de un contagio que podría hacer a las autoridades enfrentar la enorme vergüenza de que la tasa de mortalidad en las cárceles sea mayor que en el resto de la ciudadanía, el Gobierno ha reaccionado con rapidez. Envió al Congreso el proyecto de ley que otorga indulto conmutativo con reclusión domiciliaria total, por el saldo de la pena, a personas mayores de 55 que hayan cumplido la mitad de la pena y tengan un saldo de condena de hasta 36 meses. También a mujeres embarazadas y/o con niños, que hayan cumplido un tercio de su condena y tengan un saldo de condena de hasta 36 meses. En las mismas condiciones lo solicitó para quienes están con reclusión nocturna. A las personas que cuentan con salida controlada a medio libre o tengan salida de fin de semana y permiso dominical se les exige haber cumplido la mitad de su condena y tener un saldo máximo de 36 meses.
A pesar de ser un gesto humanitario importante, la medida no es en absoluto suficiente considerando la situación de riesgo en que vive la población en las cárceles del país. Los casos de coronavirus en la cárcel de Puente Alto han aumentado y existe gran inquietud en la población interna; que haya gendarmes contagiados es grave. A esto se suman las otras probabilidades de contagio, como son las visitas, importantes para evitar mayor angustia y eventual rebeldía por el aislamiento.
En términos cuantitativos, dicha ley es también altamente insuficiente. El indulto otorgado en 2012 a raíz del incendio que causó 81 muertes en la cárcel de San Miguel benefició a 4 mil personas; esta vez solo podrán acceder al medio libre por cumplir con las condiciones impuestas alrededor de 1.300, lo cual representa apenas el 3% de la población interna. No parece cumplirse plenamente con ello la intención de disminuir el hacinamiento carcelario y proteger a la población.
No obstante, la ley, por la emergencia sanitaria, es imprescindible. También es cierto que no incluye a los reos de Punta Peuco, lo cual provocó el rechazo de parlamentarios de Chile Vamos. Llegaron incluso al Tribunal Constitucional con un recurso contra el proyecto. El Presidente, por su parte, se ha declarado a favor de una ley humanitaria que incluya, sin excepción, a enfermos terminales independiente de su delito. A ella se opone la oposición. La actitud de ambos sectores no hace sino reiterar las condiciones del diálogo político pre-COVID-19. Dos sectores, atrincherados en sus espacios privilegiados, haciendo cálculo político mientras sus representados – porque los privados de libertad tienen también derechos aunque no los ejerzan– arriesgan el peor escenario.
Es un deber del Estado asegurar que las personas que están bajo su cuidado exclusivo no sean discriminadas en sus posibilidades de acceso a la salud y a condiciones de higiene y protección. También es su deber proteger a la ciudadanía contra la delincuencia. Entendemos que es una ecuación difícil de resolver. Por ello es correcto que en el proyecto en discusión se elimine de los beneficios a condenados por delitos como secuestro, homicidio y otros que han causado víctimas personales. No sería justo revictimizar a las víctimas. Descartando a esa población, debe convocarnos la solidaridad y la humanidad a la cual nos llama una crisis de la gravedad que experimenta el país y cuyas consecuencias serán desde todo punto de vista dramáticas.
En consecuencia, el problema es dónde trazar la línea entre no desproteger a la ciudadanía y proteger a quienes están en situación de vulnerabilidad. Una posibilidad es no analizar el problema pensando solo en quienes debieran ser beneficiados sino también en quienes son una verdadera amenaza para la sociedad. Ello permite retomar la reflexión en torno al sentido de la prisión, entendida no solo como castigo sino también como desafío hacia la inserción.
Chile tiene uno de los índices más altos de prisionización del mundo, pero la mayoría de las personas encarceladas lo está por delitos menores, sin violencia directa hacia las personas. En el caso de las mujeres, muchas están por delitos de droga que reciben condenas generalmente largas. También existe un sobreuso de las prisiones preventivas; en este contexto es un peligro enorme que personas que no están condenadas puedan ser víctimas de contagio. Sería exponer a un eventual inocente bajo los cuidados del Estado.
No podemos tampoco olvidar que, históricamente, las crisis, sean estas económicas, sociales o fruto de epidemias como esta, afectan desproporcionadamente a las poblaciones más pobres y más vulnerables, convirtiéndolas en doblemente víctimas. Es el caso de la mayoría de las personas privadas de libertad, que han crecido en contextos de violencia, con baja escolaridad, alto desempleo, y marginalidad. En el caso de las mujeres, además, como jefas de hogar. Esto nos interpela a reflexionar desde el concepto de justicia y su interpretación respecto de poblaciones de alta vulnerabilidad, que no han tenido igualdad de oportunidades, y preguntarnos si efectivamente se está aplicando la pena de cárcel como última medida.
Es de esperar que esta semana, a medida que la fragilidad sensibiliza, los parlamentarios reaccionen. La ley, de aprobarse como esperamos, es tan solo una respuesta a la crisis. Es esperanzadora si luego desata un debate sobre el delito y sus causas sociales, sobre la privación de libertad y sus miserias, sobre las condiciones de género que castigan a la mujer. También lo será una ley humanitaria a favor de adultos, a veces tan mayores o enfermos, que no están cumpliendo la pena que el Estado les asignó porque el alzheimer o la demencia se los impide.