La pandemia del Coronavirus COVID-19 ha hecho que la gran mayoría de los chilenos experimente en carne propia la angustia e incertidumbre con la que ha vivido en las últimas décadas la población de ingresos medios y bajos. Para nadie hay garantía de ser atendido con prontitud y debidamente si es contagiado con el virus o contar con una cama crítica si es que la enfermedad se complica. Muchos han tenido que pensar, también, cómo pagarán las deudas o el arriendo si pierden el trabajo, en caso de que las empresas en que se desempeñan no logren sobrevivir. Un escenario para nada improbable.
Esa experiencia de extrema vulnerabilidad, sin duda uno de los motores del movimiento social iniciado justo antes de esta crisis sanitaria, es hoy común y masiva. Por primera vez los chilenos, sin distinciones, tienen la sensación de estar a la deriva, siendo testigos de cómo el Estado le ha “sugerido” a los supermercados no subir los precios de los insumos básicos, para poder enfrentar la crisis sin los vaivenes de la oferta y la demanda; cómo ha ideado maneras para que los empleadores no despidan sin más a sus trabajadores aduciendo razones de fuerza mayor; o cómo, no por las vías legales sino las de la buena voluntad, ha conseguido que las isapres aplacen tres meses el incremento del valor de sus planes. Las personas han visto cómo sus destinos financieros penden de la disposición de los bancos para postergar el pago de créditos hipotecarios, y han presenciado, asimismo, cómo el Presidente descarta la nacionalización parcial de empresas que eventualmente reciban dinero público para ser salvadas, porque le parece una propuesta ideologizada.
Se volvió innegable que el sistema en que operamos es individualista y está basado en la máxima del “sálvese quien pueda”. Del mismo modo y paradójicamente, la pandemia ha develado cuánto nos necesitamos unos a otros para salvarnos, para no hundirnos. Aparece con claridad la necesidad de repensar nuestra forma de convivir y relacionarnos, y es aquí donde la colaboración tiene la oportunidad de surgir como un paradigma de cambio.
Lo que caracteriza al paradigma de la colaboración y que lo distingue en su esencia del individualismo y también del asistencialismo, es que las problemáticas y desafíos -sociales, medioambientales, económicos, entre otros- se solucionan en conjunto, gracias a un actuar articulado de los diferentes sectores de la sociedad (público, privado, sociedad civil, academia y ciudadanía) y con una mirada de largo plazo.
Para que cualquier nuevo pacto funcione, bajo un paradigma colaborativo, necesita por sobre todo de lazos de confianza, precisamente uno de los más debilitados por el individualismo. Pero una buena forma de recuperar la confianza perdida es que los distintos sectores reconozcan cómo han contribuido a romper con su propia credibilidad y restablezcan o repiensen sus roles, deberes y responsabilidades hacia adelante. Por ejemplo, el Estado ha fallado en una arista básica inherente a su rol, esto es, la provisión de bienes públicos de calidad: salud, educación y pensiones. De ahí, lo fundamental de que todos los esfuerzos se focalicen en garantizar estos derechos, para superar la precariedad, la injusticia, y el sufrimiento humano que estas producen.
Otra característica del estilo colaborativo es que se basa en el diálogo, pero no en un simple intercambio de puntos de vista sino en una genuina apertura, que implica estar dispuesto a transformar la visión en pos de un bien común. En otras palabras, abrirse a la posibilidad de transformarse para transformar, aprovechando la riqueza que existe en la diversidad de ideas y perspectivas; sin miedo, sino más bien con el derecho, a equivocarse y a cambiar de opinión. Porque la realidad no es rígida sino dinámica, y las vías para hacerse cargo de sus problemáticas, también lo son.
El desafío es profundo, porque no se trata simplemente de aspirar a la creación de leyes que obliguen a unos y a otros a actuar de una determinada manera en un momento de crisis, se trata de que nuestras instituciones y normativas sean el reflejo de un pueblo que conoció el poder de la comunidad y el valor de la colaboración, lo que requiere de un hondo cambio cultural. Solo así podremos acortar las distancias abismales que hoy existen entre las instituciones y las personas, y construir una sociedad más cohesionada y capaz de hacerse cargo efectivamente de sus brechas.