Dado que las políticas restrictivas de cierres y cuarentenas generalizadas para “aplanar la curva de contagio” parecieran exacerbar la recesión económica, ha surgido el debate entre economía y salud. Debido al impacto negativo que tiene sobre la economía el cerrar todos los negocios “no esenciales” y dejar a los trabajadores aislados en sus casas, se ha intuido de forma rápida de que existe una disyuntiva (o trade-off) entre las políticas de salud y la economía. Así, nos damos cuenta de que surge la llamada “paradoja de las curvas”, es decir que aplanar la curva de contagio —de forma súbita y tosca— insoslayablemente lleva a exacerbar la curva de recesión económica. Se reconoce entonces la realidad evidente de que toda decisión en la vida posee costos de oportunidad y elegir implica siempre lidiar con disyuntivas.
No obstante, y de forma simplista, se ha argumentado que sólo existe una evidente disyuntiva entre salvar vidas y crecimiento económico. Si bien es importante reconocer dicho trade-off estático o de corto plazo, enfocarse sólo en él ha hecho que el debate se encrespe maniqueamente entre “los capitalistas sin alma” que quieren reabrir la economía a cualquier costo y aquellos “paladines de la santidad” que dicen defender vidas a cualquier precio. La discusión se ha empobrecido llevándola a una forma binaria de pensar estéril: “la bolsa o la vida”.
Esta falsa dicotomía no sólo nos impide avanzar hacia una decisión razonable y consensuada de salud pública, sino que pierde de vista una realidad llena de matices. No reconoce la existencia de una red de disyuntivas entrelazadas y temporales entre las distintas vidas a lo largo del tiempo, las expectativas-calidades de vida afectadas, pobreza y economía, que se relacionan entre sí de forma no-lineal; haciendo dichas disyuntivas más complejas de lo que aparentan. La realidad nos exige hacer políticas no sólo mirando una foto parcial actual (como aplanar la curva de contagio hoy) y olvidarse del resto de la situación y del largo plazo. Hacer esto es dejar de lado, de forma irresponsable, las disyuntivas temporales y sus ineludibles costos asociados.
De hecho, contemporáneamente a los efectos económicos de corto plazo, la evidencia sugiere que la recesión económica del COVID-19 golpeará de forma más marcada y profunda a los jóvenes y a los sectores económicos medios y bajos de la población. Evidencia del Reino Unido revela que las personas con ingresos más bajos tienen el doble de probabilidades de perder sus empleos que las personas con ingresos altos; mientras que el 12% de los menores de 30 años informan estar ya desempleados debido a esta crisis, en comparación al 6% de los que tienen entre 40 y 55 años. La evidencia sugiere que es probable que esta recesión aumente la desigualdad en la distribución del ingreso entre jóvenes y personas mayores, y entre aquellos con contratos inseguros o precarios y aquellos con contrato fijo.
Peor aún, la literatura además sugiere que aquellos individuos que pierden el trabajo durante una crisis económica arrastran dichas perdidas en los ingresos de forma casi permanente, es decir durante décadas. Se estima que los despidos llevan a que los trabajadores desplazados no recuperen sus niveles de ingresos ni siquiera 20 años después de dichos despidos; obteniendo, en plazos largos, remuneraciones inferiores en un 20% respecto de aquellos trabajadores que no fueron desvinculados. Los “efectos temporales” macroeconómicos en los más necesitados —producto de la recesión autoinducida— se transformarían en casi-permanentes y profundamente regresivos socialmente. Debemos reconocer que los severos impactos económicos del COVID-19 no se distribuirán uniformemente entre la población. Lamentablemente, los jóvenes y los sectores de menores ingresos serán sin duda los más golpeados, aumentando la desigualdad, la falta de oportunidades y las precarias condiciones de vida de dichos sectores.
En el largo plazo, como ha señalado el premio Nobel de economía Angus Deaton, podría haber un aumento significativo de muertes entre los sectores jóvenes y adultos de la población producto de suicidios, problemas hepáticos y alcoholismo relacionados con la nueva creación de pobreza, desempleo y faltas de oportunidades. Un estudio incluso señala que la salud de aquellos trabajadores que pierden sus empleos durante una recesión se ve profundamente afectada, llevando a una reducción permanente de la esperanza de vida de estos de hasta un año y medio.
Dada toda la evidencia que indica cómo la falta de oportunidades y las crisis económicas afectan directamente la vida y las expectativas de vida de las personas, el trabajo de Anne Case y el Nobel Angus Deaton Deaths of Despair (muertes por desesperación) se hace más relevante que nunca. Los autores evidencian que en las últimas décadas ha surgido una nueva epidemia de muertes en Estados Unidos producto de la desesperación y la falta de oportunidades. Los sectores medios, pobres y menos educados de Estados Unidos, particularmente los hombres blancos en edad de trabajar sin estudios universitarios, han sido afectados por enfermedades que han llevado a cientos de miles de ellos (158.000 sólo en el 2017) a quitarse la vida cada año. Lo paradójico de esta epidemia —que antecedió y es mucho más profunda y permanente que el COVID-19— es que estas muertes no fueron causadas por una infección virulenta, sino que por un daño autoimpuesto ya sea rápidamente a través del uso letal de un arma o una sobredosis de drogas, o lentamente a través de daños hepáticos debido al consumo excesivo de alcohol. Case y Deaton capturaron esta pandemia de falta de oportunidades y desesperación como el fenómeno de las «muertes por desesperación».
Estas muertes por desesperación han hecho que la esperanza de vida al nacer en Estados Unidos haya caído de forma persiste durante tres años consecutivos (entre el 2014 y el 2017), algo nunca visto en ese país en al menos un siglo. Aquellos “desesperados”, argumentan Case y Deaton, “están desesperados por lo que les está sucediendo a sus propias vidas y a sus comunidades en las que viven y no porque el 1% más rico se haya enriquecido”. Las muertes por desesperación, “reflejan la pérdida de una forma de vida en el largo plazo, que se desarrolla lentamente”. De esta forma, dichas muertes están vinculadas a la perdida de oportunidades, la destrucción de la calidad y del estilo de vida de las clases trabajadoras norteamericanas y la erosión del sentido de comunidad. Es difícil no entrever que podría ser factible que las “muertes por desesperación” aumentasen debido a esta crisis económica autoinducida; en particular, cuando la evidencia sugiere que efectivamente son estos mismos grupos etarios y socioeconómicos y estas mismas comunidades locales que identificaron Casen y Deaton las que serán más afectadas económica y psicológicamente producto de las políticas de salud pública restrictivas y generalizadas para contener la pandemia.
Finalmente, pareciera ser entonces que, si consideramos nuestras elecciones políticas de forma dinámica y temporal, no estaríamos cambiando “vida por plata”, al elegir las cuarentenas estrictas y los cierres totales de la economía, sino que lamentablemente estaríamos cambiando “vidas por vidas” a lo largo del tiempo. Reconocer que existen trade-offs complejos y no-lineales entre distintas vidas y grupos sociales, asociados a toda medida de salud pública, es una idea central de la política económica de las enfermedades que pareciera haber sido olvidada por muchas mentes binarias y “paladines de la justicia”. La diferencia entre el distanciamiento social, el sentido común y los cierres económicos completos es demasiado dramática como para no tomarla en serio.