Los días que vivimos están marcados por el espejismo del cambio. Entre quienes entramos en la “teledinámica” -confinados en el tele trabajo y la vida a distancia- y quienes siguen en las calles, nuestras sociedades parecen estar sometidas a transformaciones a todo nivel, muchas de ellas bajo el rótulo transitorio, justificadas ante el riesgo evidente que representa el COVID19 y los efectos de las medidas sanitarias, algo especialmente sensible en economías de cimientos precarios.
El arco de medidas transitorias es amplio. Van desde el aumento en la frecuencia de los lavados de manos hasta el ya pesado lastre del toque de queda, al que parece el gobierno busca acostumbrarnos. Por lo mismo, la sensación de que vivimos tiempos de transformación profunda se expande en las conversaciones de sobremesa, los programas de televisión e incluso entre los más importantes intelectuales de nuestro tiempo. Estamos deslumbrados ante la pandemia, expectantes a todos los cambios que pueda traer.
Lamentablemente, la realidad suele estar marcada mucho más por las miserias del presente que por las glorias del futuro. Las necesidades económicas y sanitarias han agitado la escena política, donde una cortina de humo confunde el debate y lo esconde, trivializando la discusión justo en el momento que más certidumbres comunes -y no solo elitarias- hay que construir. Mientras tanto, se despliegan agendas vía decretos, en un manto de secretismo que cada vez vuelve más opaca la democracia.
Se toman decisiones apresuradas y se imponen agendas del pasado. Bajo el rótulo transitorio, distintos gobiernos de América Latina, desgraciadamente con poca distinción entre progresistas y derechistas, han impulsado la militarización de la vida civil, inmiscuyendo a las instituciones castrenses en el control de la población y los procesos sanitarios. Por supuesto, hay matices entre quienes corren a movilizar a los militares bajo cualquier pretexto y quienes recurren a ellos como apoyo secundario. Lamentablemente, nuestro país parece contarse más entre los primeros que los segundos.
Así, en nuestras frágiles democracias aparecen reductos militares con tufillo autoritario, algo que países como Brasil ya venían viviendo al desnudo desde antes de la pandemia, con un presidente que progresivamente militarizaba las policías. Por nuestras latitudes, incluso algunas voces progresistas han hecho llamados en un sentido similar ante el crecimiento de la delincuencia.
Aunque todo esto caiga bajo el rótulo de transitorio, el problema viene después, cuando pase la emergencia sanitaria y queramos que las cosas vuelvan a la normalidad. Lamentablemente, la historia muestra que es difícil volver atrás. Devolver a los militares a los cuarteles no es tan fácil como sacarlos de ahí: algo ha cambiado, incluso si no somos capaces de percibirlo. Lo mismo se puede decir de la agenda de flexibilización y precarización laboral impulsada por el gobierno, donde leyes tan importantes como la de teletrabajo cursaron rápidamente, instalando una legislación claramente perjudicial a los y las trabajadoras.
Por lo mismo, hay que tener cuidado con las decisiones que se toman “mientras tanto”. El peso de la historia suele arrastrar cosas sin detenerse a preguntar por ellas. Usualmente, su sentido cambia cuando la historia se mueve y entonces nos preguntamos de dónde vino todo eso, mientras se vuelve cada vez más difícil cambiarlo.
Son los invitados de piedra, que se quedan ahí aunque nadie sepa cómo llegaron y permanecen en nuestras mesas sin que nadie los invitara. Lo que hoy parece una ley momentánea, mañana puede ser una camisa de fuerza, que va cambiando su sentido en otro contexto pero que cuesta mucho revertir. Al final, las decisiones transitorias tienen efectos permanentes.