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El deber de ser tolerante Opinión

El deber de ser tolerante

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Pablo Paniagua Prieto
Por : Pablo Paniagua Prieto Economista. MSc. en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán y PhD. en Economía Política (U. de Londres: King’s College). Profesor investigador Faro UDD, director del magíster en Economía, Política y Filosofía (Universidad del Desarrollo).
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Estas semanas hemos experimentado ejemplos inquietantes de agresividad, que muestran, no el preocupante estado de la situación sanitaria, sino que más bien el alarmante deterioro del debate público. La virulenta reacción de muchos sectores, tanto políticos como de la sociedad civil, generada respecto a los dichos del director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) —que había tratado de dar una observación personal en vista a reivindicar el concepto de deberes insoslayables bajo un orden social pacífico y responsable— y la violenta campaña, exacerbada por las redes sociales, en contra de la nueva ministra de la Mujer, son evidencias de un problema mucho más profundo: la intolerancia y el posible fin de un debate público basado en la mediación racional-democrática. Ambos son reflejo de una intolerancia que busca escindir y proscribir cualquier espacio de discusión en donde se puedan presentar puntos divergentes con el fin de deliberar y llegar a consensos. Esto es la potencial muerte de la comunidad política y la polis como las concebía Hannah Arendt.

En el caso del director del INDH, las vociferantes críticas y los rasgamientos de vestiduras apuntaron a que el director habría intentado relativizar la incondicionalidad de los Derechos Humanos más básicos e inalienables, algo que —para el lector atento que pareciera escasear en el país— no se puede desprender de ninguna de las afirmaciones hechas en aquella entrevista, a menos que se lea todo a través de la mala fe y con una visión intolerante respecto de puntos de vista diversos. Peor aún, en el caso de la ministra de la Mujer, algunos buscan levantar vetos y censuras sobre personas —prescindiendo de sus trayectorias académicas y profesionales— con base en lecturas simplistas de sus ideas, creencias e incluso hasta por meros parentescos que no se pueden elegir al nacer.

Lo más interesante en ambos casos es que se muestra una inclinación a la intolerancia y a proscribir el debate racional. Esta tendencia viene desarrollándose en Chile desde hace ya más de una década y se remonta a las movilizaciones estudiantiles del 2006 aproximadamente: en nombre de causas loables, incluso hasta inobjetables, se busca establecer una lógica implícita de intolerancia y exclusión que termina traicionando los propios principios y objetivos proclamados. De esta manera, el respeto por la opinión de los demás y el diálogo en la búsqueda de cooperación no tienen cabida, ya que la lógica perversa de la intolerancia y el absolutismo de “la verdad revelada” han sido revestidos maniqueamente bajo el mantra de los “derechos” y la pureza de las buenas intenciones.

Esta estrategia intelectual y lingüística permite preservar una visión moralizante de ciertas opiniones dogmáticas y visiones intolerantes del orden social, en donde el manto protector de los “derechos” aísla y permite que la posición dogmática de algunos no pueda ser ni debatida o escrutada, ni —peor aún— que se puedan cuestionar los extremos medios políticos y hasta violentos sugeridos por algunos para poder satisfacerlas. Bajo esta lógica, llevamos casi 15 años horadando y empobreciendo tanto el debate como el espacio público, hasta el punto en el cual el simplismo binario de “la verdad revelada” versus “la ignorancia de todos los demás” —exacerbado por la intolerancia de las redes sociales— pareciera permear todo debate relacionado con lo público, lo político y las políticas públicas. Esto explicaría el por qué hemos perdido la brújula de la política de los consensos y negado el rol, otrora relevante, de los tecnócratas en el desarrollo de políticas públicas serias.

Dicha forma simplista e intransigente de debatir permea actualmente casi todo el debate público, reflejando una misma intolerancia que afecta hoy al director del INDH y a la nueva ministra de la Mujer; pero ayer también se establecían y prosperaban dichas dinámicas bajo formas violentas y virulentas de manifestaciones contra la desigualdad y la Presidencia, y anteayer, lo mismo contra el lucro en la educación, exacerbado bajo la bandera de la gratuidad universal —a cualquier costo— en la educación superior.

Dicho llanamente, llevamos más de una década bajo la lógica de imponer agendas sociales y reformas maximalistas sin ninguna posibilidad de debate, escrutinio, ni deliberación democrática. Todos estos casos —que son atentados contra toda posibilidad de examen racional y de respeto por las opiniones disidentes— han exacerbado el simplismo y el pensamiento binario en la sociedad. Esto acaba por dicotomizar y desdibujar la realidad, desproveyéndola de sus ineludibles matices y de aquellas áreas grises que exigen consensos y diálogo respetuoso.

El hecho de que el último ejemplo positivo de entendimiento y deliberación racional en la política nacional hubiese ocurrido solo después de aquel extraño día de noviembre de 2019, en que nuestra democracia parecía estar al borde del abismo, es sintomático de esta lógica kamikaze de maximalismo. La creencia de poseer la verdad absoluta y la intolerancia han permeado, lenta pero persistentemente, desde la sociedad civil y los movimientos sociales a la política. Todo esto, hasta el punto de que casi tiramos conjuntamente la democracia por la borda, con el fin de mantener nuestras posiciones fanáticas y no abrirnos al diálogo y la razón. Otro efecto de estas dinámicas intolerantes es que hemos sido incapaces de generar un programa consensuado de reformas de largo aliento para restablecer el rol central del crecimiento económico y la productividad para poder alcanzar el desarrollo y superar así la desigualdad.

Resulta imperioso restablecer la tolerancia y el diálogo para así poder escapar de nocivos cismas y de aquellas dinámicas perversas que hoy arrastran a la pira tanto al director del INDH como a la ministra de la Mujer y que, seguramente, arrastrarán a otros tantos de aquí al plebiscito de octubre, ya que esta dinámica de purgar a la sociedad de los disidentes —protegida y cegada bajo el manto impenetrable de “mis derechos”— no es más que el producto inevitable de una lógica que se enraizó en Chile y que, al no dar espacio al debate y al entendimiento, inevitablemente termina promoviendo la violencia, el fanatismo y el odio. Estos últimos siete meses de animadversión y violencia son la evidencia más cruda de este espiral y permanente deterioro de la deliberación y el debate público que arrastramos ya por casi quince años.

Si queremos construir una casa común y ventajosa para todos los chilenos en octubre y poder así promover reformas prudentes que nos lleven al progreso y construir una visión pluralista y tolerante de país que nos convoque a todos, “debemos” —como bien lo dijo Karl Popper— “reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. El clásico argumento en favor de la tolerancia, formulado por John Stuart Mill, se basa en el humilde reconocimiento de nuestras propias limitaciones e ignorancia y del hecho de que nadie es poseedor de la verdad absoluta y que, por estos simples motivos, tenemos el deber —y no solo el derecho— de escucharnos en un ambiente de paz y respeto, en vez de uno cargado de violencia, fanatismo e insultos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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