Muchos profesores, estudiantes y familias tomamos parte de la intempestiva e improvisada migración a la educación a distancia, propiciada como reacción al cierre sanitario de los establecimientos educativos. Hicimos lo mejor que pudimos para adaptarnos al mantra de que el tiempo no se puede perder y los aprendizajes se deben lograr. A veces incluso relativizando la salud e integridad de las comunidades educativas.
Pese a los deseos de las autoridades, no se ve cercano el regreso a clases presenciales. Además, la experiencia escolar se ha convertido en algo muy heterogéneo. Desde familias tensionadas por una multitud de deberes escolares, a comunidades educativas paralizadas hasta nuevo aviso, se despliega una variada gama de escenarios conflictuados. En este contexto, cada vez más la flexibilidad y la gradualidad aparecen como criterios importantes, pero siempre bajo el prisma de que el regreso a clases debe ocurrir tan pronto (y eficientemente) como sea posible.
¿Es conveniente sostener la tasa de urgencia, el deseo de rapidez o las expectativas de rendimiento en las condiciones actuales de la educación, e incluso, más allá de ellas?
Cabe poner esta pregunta en el marco general del problema de la velocidad social. La aceleración ha sido el tema central de la cultura moderna, aunque una corriente que defiende el “paso lento” siempre ha estado presente de forma minoritaria. Reducir el tiempo de trabajo para controlar la explotación y la sobreproducción, propiciar el tiempo de ocio no consumista, no son ideas nuevas. Sea desde la lucha contra la explotación o la queja contra la velocidad, el uso del tiempo ha sido y es materia de preocupación y crítica social.
Hoy, la reducción de velocidad a la que nos vemos obligados responde a la interrupción intempestiva de los flujos sociales producida por una emergencia sanitaria global que, aunque mucho más veloz que las anteriores pandemias, se ha desplegado lenta y prolongadamente a través del tiempo. Esta desaceleración forzosa pone en cuestión tanto la seguridad como la economía. Pero también sugiere una opción racional de futuro: no podemos seguir negando las consecuencias sociales y ecológicas de la adhesión a la celeridad, la sobreexplotación y el máximo rendimiento. Parafraseando a Latour, los modernos nos estamos descubriendo terrestres.
En este contexto, la educación formal es un espacio altamente tensionado entre el aprovechamiento eficaz de los recursos y la obtención del mejor rendimiento posible, por un lado, y la “pérdida” del tiempo, por otro (sea debido a un ritmo que se considera demasiado calmo o a una llana dilapidación del tiempo). Esta tensión se exacerba por la estructura del trabajo docente, abundante en obligaciones y siempre escaso de tiempo, y la lógica de rendición de cuentas contemporánea, con poco espacio para el uso desprendido y autónomo del tiempo. Pero, por más que se dese y controle, la escuela, en su carácter de espacio donde se debe desarrollar de alguna manera el pensamiento, exige y resiente la falta de un tiempo más acompasado.
Hoy, periodo de crisis, el tiempo está suspendido para las escuelas y no se cumplen siquiera las condiciones mínimas de separación entre trabajo, estudio y familia. ¿Es posible mantener el ritmo incesante de la vieja normalidad escolar? ¿Vale tan siquiera el esfuerzo? Tal vez, no solo suspender el Simce sea una medida inmediata razonable, sino también, a largo plazo, la desaceleración y la des-intensificación del trabajo escolar. Quizás debiéramos tomarnos más en serio la filosofía de la educación lenta, y dejar de usar el tiempo como un arbitrario molde de hierro de los procesos educativos y pensar en formas razonables de dar y “perder” el tiempo razonablemente, en función de una mejor experiencia escolar y una mejor preparación para las contingencias que nuestra sociedad no dejará de atravesar.
Se ha dicho que superaremos la crisis actual con solidaridad y si nos cuidamos mutuamente. Para el contexto escolar, se ha hablado de seguridad, equidad y gradualidad. Pero, a la largo, podremos hacer muchas cosas rápido, pero pocas bien, si no hay tiempo disponible. Más aún, tener tiempo para desandar procesos y corregir caminos tomados. Tal vez sea necesario, para una futura vida sostenible, más tiempo para pensar y hacer las cosas con calma.
Bajar la velocidad no es asunto fácil, tenemos a toda la Modernidad en contra. No es un problema de decisiones estilísticas individuales, es un problema político. También es un problema ambiguo: velocidad y paso lento no son cosas buenas o malas en esencia. Hoy día, la crisis está propiciando a la vez pérdida de empleos y más tiempo de trabajo intensivo entre los que se mantienen ocupados. Pero esta crisis sugiere que la dirección opuesta, bajar de manera racional, digna y equitativa la intensidad de la vida social, es una vieja alternativa para volver a examinar.