A primera vista resulta paradójico y contradictorio que la pandemia mundial del COVID-19, con sus efectos devastadores en la salud y supervivencia de la población y su alarmante resultado de letalidad a escala planetaria, unida a la pérdida de fuentes de trabajo y recesión económica, carencia de alimentos para los más desposeídos, haya traído el beneficio de una baja forzada en la contaminación de CO2 a escala mundial y su efecto directo en el calentamiento global de la Tierra, por la paralización forzada de las grandes economías y empresas más contaminantes del mundo, de China, EE.UU. y Europa, que han disminuido en promedio los índices de contaminación en el orden de un 20% a nivel global y, en el caso de Chile, en un 21%, según un estudio de especialistas de las Universidades de Stanford y de East of Anglia y otros centros científicos calificados que estudian esta materia.
Paradójicamente, la pandemia COVID-19 ha provocado una baja inmediata en los índices de contaminación de CO2, que los tratados internacionales de medio ambiente y gobernantes no han podido hacer en los últimos años, por el rechazo de las grandes potencias, que no renuncian a su modo de producción y dominación de la economía global. La consigna que gobierna es que, mientras más se produce industrialmente, más se crece y más se contamina y daña a los recursos naturales, lo que entienden como un mal necesario, cuya cuenta la tiene que pagar toda la humanidad.
Los especialistas universitarios del estudio del CO2 a causa del COVID-19, destacan que esta baja en las emisiones industriales y beneficio en la salud del planeta y sus especies, no tendrá ningún efecto ni sentido a escala planetaria de ganancia, si las economías vuelven a las emisiones de CO2 anteriores a la pandemia, una vez que se supere este complejo escenario sanitario, confirmando fatalmente que el hombre tiene memoria corta.
Por ello, es razonable que la autoridad pública del medio ambiente a nivel nacional –Ministerio del Medio Ambiente– y las grandes empresas públicas del Estado, como Enami, Enap y Codelco, entre otras, y las compañías privadas del área industrial contaminante chilena, revisen seriamente sus procesos productivos industriales y protocolos de contaminación y tratamiento de residuos tóxicos a nivel comunal, regional y nacional, ya que el Estado y las empresas no pueden seguir siendo uno de los principales agentes y responsables contaminantes y que se limiten a presentar y aplicar medidas de “mitigación”, incluso tergiversando la realidad como ocurrió en el caso contaminante del complejo industrial público-privado Quintero Puchuncaví en la V Región, donde en momentos críticos de fiscalización y búsqueda de trazabilidad de la contaminación, unos y otros se echaban la culpa de los altos índices contaminantes, pero instalando la idea de que “nadie fue”.
En efecto, así como se observa ahora al Estado en una política activa de gasto fiscal, para ir al rescate de las personas mas carenciadas, empresas y trabajadores a causa de la pandemia –objetivos loables–, es también esperable que el Estado y sus organismos y empresas, instalen ahora un diseño y política “verde” sustentable, aprovechando esta pausa forzada de paralización productiva económica, para apostar por una economía verde, que permita recuperar el aire, las aguas dulces y mares, los glaciares de Los Andes, la tierra y sus recursos, de una implacable contaminación ambiental.
En este contexto, el caso del complejo industrial Quintero-Puchuncaví es emblemático de esta política depredatoria, crítico en su tratamiento y resultado para la vida humana y salud de sus habitantes en las últimas cuatro décadas, denominada eufemísticamente, incluso por la autoridad pública, como “zonas de sacrificio”, cuando hablamos detrás de aquello de la vida y salud de sus habitantes, que han llegado a niveles críticos, tal como lo estableció una sentencia de la Corte Suprema de 28 de mayo de 2019, que obliga al Estado a monitorear y fiscalizar los altos niveles de contaminación y constató las faltas de actuación en que incurrieron los órganos estatales, que constituyen sendas omisiones ilegales, vulnerando los derechos garantizados en el artículo 19 números 1 (derecho a la vida), 8 (derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación) y 9 (derecho a la protección de la salud) de la Constitución Política, que ha implicado desatender la integridad física y psíquica de los vecinos de las comunas de Quintero y Puchuncaví, así como su bienestar, entendido este último como expresión plena y concreta de un buen estado de salud.
Es entonces esperable del Ministerio del Medio Ambiente y de los directorios de las empresas del Estado y privadas, vinculadas a las industrias extractivas contaminantes, que en cada zona o territorio afectado en que operan y obtienen riqueza a nivel país, inicien ahora una política de revisión de sus procedimientos productivos y fases de contaminación, para asegurar un país más sustentable para la salud de las personas, en el que la garantía que la Constitución Política ofrece, el “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”, ante el cual el Estado está obligado a velar y actuar para que este derecho esencial no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza y de la vida, no siga siendo un derecho retórico puramente semántico y progresivamente cada vez más vacío de contenido, incluso por la mano y gestión del propio Estado y el accionar de sus empresas.
Es hora entonces de parar este dejar hacer depredatorio y de oír a las autoridades sectoriales, previo diálogo con las comunidades afectadas y recibir así del Estado una agenda de política medioambiental protectora y eficaz, oyendo a los expertos y comunidades, en beneficio del futuro del país. Parece entonces necesario una “Mesa Medioambiental” convocada por el Ministerio del Medio Ambiente, que considere a todas las regiones y comunas del país, con sus números duros de contaminación y daño ambiental, ya que es deber estatal facilitar la participación ciudadana en materia medioambiental.
De qué sirve para nuestras generaciones que Chile haya sido reconocido y galardonado como el mejor ciudadano global en Naciones Unidas en septiembre de 2019, si sabemos que en casa nuestros estándares e índices de cuidado del medio ambiente y salud de la personas no son para nada elogiables y son, además, de mal pronóstico a partir de los preocupantes niveles y estándares de contaminación que conocemos, en materia de ríos y sus riberas, playas y mares, aire, aguas y glaciares y cuidado de la tierra. No olvidemos que Chile ya no fue capaz de articular, a causa del estallido social del 18 de octubre de 2019, las cumbres de la Apec y la COP25, las que tuvo que cancelar.
Lo que se pide y es razonablemente esperable ahora, el año 2020, de la autoridad pública ambiental, es que terminemos con las llamadas “zonas de sacrifico” y su legitimación como un mal necesario y deuda de arrastre histórica, e inicie una agenda pública en dicha dirección.
Por ello, hoy cobran más fuerza y vigencia las palabras clarividentes y lúcidas de nuestro poeta Nicanor Parra Sandoval, cuando escribió sarcástica y dramáticamente, en los 80: “Buenas Noticias: la tierra se recupera en un millón de años / Somos nosotros los que desaparecemos”. En este camino nuestros pueblos originarios, aunque a muchos no les agrade reconocer, nos pueden dar un valioso testimonio ancestral en materia de respeto a la naturaleza y sus recursos. Ojalá que la sentencia parriana no se haga una realidad definitiva y que Chile no continúe declarando como una normalidad la existencia de “zonas de sacrificio”, sino que se transforme en una “zona de beneficio” a las personas y al medio ambiente y sus recursos naturales, ya no tanto por nosotros, sino que por nuestras generaciones venideras.
No podemos seguir jugando con las mismas reglas del juego y de reparto económico en materia medioambiental para el Chile de la pospandemia y las señales deben venir primero del Estado a los ciudadanos y comunidades. Si no, que el último apague la luz.