En 1957 arribó a Valparaíso un barco proveniente desde Estados Unidos. Meses más tarde, Chile vivía una de las peores epidemias de su historia ¿el saldo? 20.000 muertos, suspensión efectiva de clases, y una gota más para que el vaso que llenaba la dictadura soterrada de Ibáñez del Campo, cifrara su destino.
La relación con el escenario actual, parece más que evidente; una epidemia de carácter global, un gobierno con un populismo de derecha y políticas de distanciamiento social, que, entre lavativas y cal, intenta frenar el avance de la poliomielitis. ¿Qué tiene que ver esto con la escuela? Todo, pero desde una distancia curiosa, una lejanía que a la vez que temporal, es de fundamentos y de perspectivas. Los fanáticos de los manuales de ciencias sociales, hijos del estructuralismo de la primera mitad del siglo pasado, argumentarían que somos vástagos de nuestra época, y que en el fragor y en las nomenclaturas del contexto, se resuelve la realidad. Puede que así sea. No obstante, la compulsión desmedida de una sociedad del cansancio (Byug-Chul Han) con su pasión por la libertad productiva, el amasijo rampante de la tecnocracia, la burocracia y el clamor por los indicadores estadísticos (que de partida han levantado esta pandemia a niveles de cómputos en tiempo real que dejan pasmado a cualquiera) nos ponen en un extremo siniestro, donde la profecía heideggeriana de la técnica y el hombre, cobra (o quita) vida. La teleología del dominio sin reservas, hoy más que nunca, es la norma. Sin duda, estamos en el escenario perfecto para la distopia orwelliana, y allí, la escuela es su matriz.
Más allá de las teorías de la reproducción levantadas desde el primer Althusser hasta Bourdieu o Bernstein, y que ubicaban a la escuela como un aparato o dispositivo intrauterino, donde la cultura es la rueda que mueve el modelo económico, estamos en condiciones, de asegurar que la tozudez con la que se busca mantener los ciclos, los tiempos y las rutinas productivas, es quizás, el síntoma más claro de aquel dictum marxista que enseña que lo que da vida al capitalismo no es el capital ni tampoco la circulación, sino el movimiento permanente que despunta en el corazón del modo de producción.
Los profesores deben, cuál más cuál menos, seguir los horarios de clases, pero ahora con la vehemencia estadística y compulsiva del dato duro como hoja de ruta. Ahora más que nunca se trata de concebir lo real como aquello que es posible mensurar. ¿Cuántos estudiantes entraron a classroom? ¿Cuántos entregaron sus guías? ¿Cuántos apoderados han contactado? ¿Cuántos niños no tienen acceso a internet? Y por supuesto, muy a pesar, de que las recomendaciones de expertos, fundaciones y organizaciones gremiales, apuntan a que lo sustantivo, al menos, en este contexto, debiera poner en el centro, la contención o el apoyo psicosocial, diversas autoridades insisten en que hay una línea que no se puede cortar. Se habla de realizar SIMCE, continuar con la carrera docente, seguir adelante con la creación de Programas de Mejora Educativa, todo esto, en la peor pandemia de la historia reciente. Una cosa: recordemos que inicialmente los niños debían volver a clases a fines de abril. Por supuesto, ni Figueroa ni todo el montaje tecnocrático pueden verlo de otro modo.
Cuando Walter Benjamin en sus tesis sobre la historia habla de progreso lo hace en términos poco alentadores. A diferencia de una teleología hegeliana y que a su modo Marx retomará para profetizar el fin del capitalismo, Benjamin entiende que la historia es una locomotora desenfrenada y cuyo camino está plagado de violencia. No hay que acelerar, dirá, hay que detener el trayecto: hay que bajarse de ese animal de hierro. Y hoy estamos en un escenario similar, más allá de las razones de origen del virus y su impacto en el porvenir, lo importante es detenernos, ni siquiera a pensar, sino simplemente por hacer una pausa por el gusto de frenar una locomotora que pedía a gritos que tiraran de la palanca de emergencia.
La tensión del presente, su “presencia” indescifrable, nos hace creer que el tiempo histórico sigue su curso, cuando sólo una mirada desde una distancia mayor, nos demuestra que lo inédito aquí es la profundidad de un desvío de cierto progreso que de a poco fue mostrándose insatisfactorio. De lo que hablamos es de la tachadura del tiempo histórico: el calendario institucional, las labores y los circuitos que, hasta enero movían un modelo de producción que -paradógicamente- acabó con la historia, están temporalmente liquidados. Y sí en 1957 la opción fue sencilla: suspender las clases hasta el fin de la epidemia, hoy, en el antropoceno tecnocrático, la máquina debe seguir aceitándose. Tenemos la tecnología para hacerlo dirán unos, y es verdad. Sin embargo, lo crucial es entender por qué se sigue a pesar que sabemos que no avanzamos (las teorías de la inteligencia emocional, los estilos de aprendizaje o DUA, tan en boga, insisten que sin emoción no hay aprendizaje, pero de pronto, todos creen que es posible aprender desde un computador).
Una sospecha es evidente: universidades y no pocos colegios son pagados, y para seguir cobrando hay que seguir “prestando el servicio”. Lo siguiente es menos claro, y es que no sólo se sigue produciendo sino que se defiende la saturación de labores a distancia, porque “es una oportunidad para avanzar a los desafíos del siglo XXI”, entonces la pandemia, la catástrofe sanitaria que nos llevará según expertos a desempleo de dos cifras, a escenarios de hambre, a una mortalidad inédita en nuestro país y el mundo, resulta ser una buena oportunidad para modernizarnos. Lo tercero es el odio al ocio y a lo inútil. El escritor italiano Nuccio Ordine, en su bello ensayo “en defensa de lo inútil” nos advierte que en la actualidad el tiempo para la contemplación o para el goce sin objeto, es una mácula con la que el el sistema lucha constantemente y tristemente, la escuela es el laboratorio donde se configura un triunfo (ya sabemos cuál).
Hoy estudiantes y profesores viven el día a día, como si estuviésemos trazando un año cualquiera. Pero sabemos, que este año tiene más los tintes del “tiempo desarticulado” de Philip. K. Dick o de las entelequias marcianas de Kurt Vonnegut. El burócrata o el técnico, sin embargo, con la miopía que les es propia en tanto representantes de los llamados modelos de gestión, nos dicen que las tareas deben proseguir. El currículum debe continuar, los profesores más que nunca, se llenan de cursos de capacitación, y la palabra innovación se pronuncia como un mantra. Y es que una versión diminuta de la vida es la que prima en el capitalismo. El éxito del modelo se resuelve precisamente en el lugar que debiese deshacer su hechizo, y hoy tristemente se mantiene la reificación de un determinado modo de aprender y producir. ¿No será más sano dejar que esto pase y poner nuestras energías en la rearticulación, distinta, por supuesto, de una sociedad que lo primero que debe hacer, al menos ahora, es aprender a cambiar y no a reproducir?