Es difícil realizar conjeturas con algún grado de certeza sobre los escenarios después de la pandemia por COVID-19, con el trasfondo, además, de la rebelión social de octubre-diciembre de 2019.
A nivel global, siguiendo a Daron Acemoglu (Project Syndicate, 5 de junio), es posible identificar tres trayectorias no deseables. La primera es la de la “continuidad trágica” del declive de las instituciones y de la mantención de las desigualdades económicas y sociales que han devenido en endémicas a escala global. La segunda es la de la prolongación del “momento hobbesiano” de verticalidad estatal, con el modelo chino de control social, la represión en Estados Unidos y los estados de “seguridad nacional” como referencia, bajo el supuesto de la ineficiencia de la gobernanza democrática frente a las “nuevas amenazas”. La tercera es la trayectoria de la “servidumbre digital”, con los gigantes tecnológicos y de capitalismo de plataforma sustituyendo a gobiernos en bancarrota en sus funciones sanitarias y sociales, configurando nuevas formas desreguladas de teletrabajo, guiando los confinamientos y el “distanciamiento social” y siempre manipulando los datos personales y determinando las conductas colectivas en medio de una enorme concentración privada de poder sin control democrático.
Acemoglu postula que existe la alternativa deseable de un “Estado de bienestar 3.0”, que sea un avance respecto de aquel que emergió en la posguerra y de aquel que resultó de las reducciones de la era neoliberal. Este nuevo Estado de bienestar debiera basarse en una mejorada gobernanza democrática. Los gobiernos deberán asumir más responsabilidades y ser más eficientes para robustecer la salud pública, mejorar las redes de seguridad social y lograr una más inteligente regulación y coordinación de los actores económicos.
Este es un esquema de salida que es un punto de partida para detener la lógica de desregulación de los mercados que acompañó la era neoliberal y sus efectos en las desigualdades y la depredación ecológica. Debe incluir, en el caso de Chile, lo que será materia de la Convención Constituyente y de un nuevo gobierno –porque del actual poco se puede esperar–, un cambio hacia un sistema de tributación progresiva y de negociaciones colectivas de las condiciones de trabajo que se realicen con sindicatos fuertes por ramas y territorios y no solo en la empresa, para iniciar un camino de reversión de las inequidades distributivas más agudas. Como existe en diversos países de altos ingresos.
Desde el ángulo de los intereses de la mayoría social y de sus expresiones y representaciones plurales, probablemente habrá un acuerdo en que crear una nueva institucionalidad democrática con capacidades sociales es la alternativa a los escenarios distópicos mencionados.
En efecto, la primera tarea pospandémica es asumir las innumerables debilidades institucionales demostradas en la crisis sanitaria y bregar por un cambio en las formas de gobierno hacia una democracia eficaz, descentralizada, proba, basada en un Estado de derecho socialmente respetado y en capacidades de acción colectiva que combinen el rol de la ciencia y la participación social. Esa será la condición para lograr un mejor control colectivo de las amenazas sanitarias, que los efectos de la depredación ecológica seguirán produciendo mientras no se transforme estructuralmente la actividad productiva y el funcionamiento de las ciudades y hábitats.
Cabe asumir, además, que habrá regresiones sociales como la ampliación de la economía informal, la pérdida de empleos y/o su precarización (digital o no) y la salida de muchas mujeres del empleo formal y su confinamiento en el trabajo doméstico. Esto obligará a activar políticas de empleo social subsidiado en servicios a las personas y en servicios ambientales al margen de los mercados, como eje de las políticas redistributivas, junto a proveer ingresos básicos garantizados financiados por tributos más progresivos, como un impuesto a las grandes fortunas.
Pero todo esto es solo un punto de partida, de salida de crisis. Un nuevo modelo económico deberá incluir una cobertura mucho más amplia del desempleo, la enfermedad y la vejez, el apoyo a formas de economía social en los territorios y un plan de largo plazo de inversiones sustentables que la reactivación necesitará en gran volumen. El nuevo modelo deberá promover formas mixtas de propiedad y mercados social y ecológicamente regulados. Las economías locales deberán fortalecerse con el apoyo a cadenas territoriales de abastecimientos básicos con alta capacidad de integración social y de respuesta sanitaria. Los espacios urbanos más que nunca necesitarán un transporte público de calidad y sanitariamente apto, así como de mayores redes de cuidado de la infancia y los adultos mayores para contribuir a sacar a las mujeres de su sobrecarga inequitativa actual.
En una perspectiva de más largo plazo, se requiere un cambio del régimen de producción/consumo, para mejorar la resiliencia ambiental y sanitaria. El interés general indica que es ineludible avanzar a una estrategia de reconversión productiva que fortalecezca un sector de alta productividad articulado con grandes cadenas globales, pero con plena captación tributaria de las rentas de los recursos naturales y con mayor valor agregado local, basado en toda la tecnología verde disponible y la capacidad nacional de investigación y desarrollo.
Chile puede lograr un gran crecimiento de la producción de alimentos saludables, de las energías renovables, de los servicios a las personas y de los servicios a la producción que mejoren la resiliencia de los ecosistemas. Debe proponerse, en contraste, el decrecimiento de la energía proveniente de hidrocarburos, de la alimentación industrial no saludable, de la producción con obsolescencia programada, del consumo sustentado en el sobreendeudamiento de los hogares y de los servicios financieros que penalizan a las pequeñas empresas. Deberá terminarse con el esquema de servicios básicos entregados con rentabilidades privadas monopólicas, que alimentan la concentración económica. El consumo deberá privilegiar objetos reparables, de larga duración y bajo consumo de energía.
Para que este proceso de reconversión perdure en el tiempo, deberá dejar de medirse la actividad económica solo con un PIB por habitante que no considera el bienestar, la distribución y la sostenibilidad social y ambiental de la producción. La magnitud de la actividad monetariamente medible y su crecimiento deberán dejar de ser lo centralmente relevante, para dar paso a un monitoreo económico centrado en el cálculo de las brechas existentes, para obtener un bienestar equitativo y sostenible de todos los miembros de la sociedad.
No faltarán los que digan que todo esto es inviable. Pero más inviable parece ser la “continuidad trágica” del declive de las instituciones, la mantención de las desigualdades económicas y sociales y el deterioro ambiental, que solo producirá rebeliones y desórdenes desde la anomia, en ausencia de un proyecto mayoritario y creíble de transformación de la sociedad.