El “mundo armonioso” creado en China hace 20 años por el entonces presidente Hu Jintao se está desmoronando. La culpa no es solo del virus originado en Wuhan, sino también de la gestión del actual presidente Xi Jinping, quien gobierna desde 2013. El COVID-19 ha impactado en 185 países y la única estrategia china hasta el momento es la de la diplomacia médica y cultural, junto con la ayuda al desarrollo en otros países para mejorar su imagen. Estos instrumentos, considerados efectivos desde la administración anterior, no surten ahora el mismo impacto en la percepción de muchos países, que ven una posición cada día más autoritaria en el gobierno chino.
Según una encuesta del Pew Research Center en 2019, aplicada en 34 países, China solo contaba con un 40% de confianza, mientras en Estados Unidos o Canadá solo llegaba al 33%. La desconfianza, en tanto, era más alta en países con mayor PIB per capita, llegando al 60%. El incremento en el rechazo desde 2015 solo tiene una respuesta: el giro autoritario de China desde la renovación en 2017 de su Presidente Xi Jinping en el cargo de Secretario General del Partido Comunista. Ese giro se ha exacerbado en el último año con las protestas en Hong Kong, la lucha por el 5G, la guerra comercial con Estados Unidos y, más recientemente, por la pandemia.
Los intentos de China por liderar la lucha contra el coronavirus no han hecho sino abrir una guerra de desinformación mediática entre Occidente y el país asiático, un western de las fake news que tanto gustan a Donald Trump. Esa batalla divide a la opinión pública en dos grupos: quienes ven con alegría la ayuda médica de China, como ocurre en Italia, donde –según la encuesta SWG– el país asiático aparece mencionado el triple de veces en la televisión que otros donantes. Por otro, están los países como Australia, donde hay desconfianza por el incremento del gasto en Defensa de China, y donde se le percibe como una amenaza militar real (Encuesta Lowy Institute).
El propio representante de la diplomacia europea, Josep Borrell, afirmaba hace un mes que “los europeos han sido bastante ingenuos en el pasado con el país asiático y que ahora eran más realistas”. Si bien es una respuesta mucho más moderada que las acaloradas críticas de Trump, también es cierto que, según el New York Times, los europeos se vieron coaccionados para rebajar el contenido de un informe de la Comisión sobre las campañas de desinformación chinas en la UE. La Wolf Warrior Diplomacy de China (apodada así por el académico Zhiqun Zhu tras unas famosas películas de acción) puede tener cierto éxito en países que no quieren enfrentarse a Beijing –al fin y al cabo, no todos tienen los recursos de Estados Unidos–, pero no deja de levantar ampollas por su corte nacionalista, proactivo y agresivo.
Lo cierto es que no son pocas voces internacionales las que reclaman una investigación internacional sobre cómo se propagó el coronavirus: después de todo, los 7.500 millones de habitantes de este planeta merecen una explicación. El gobierno chino dice haber sido transparente y haber cooperado con la OMS, pero eso fue cuando el virus ya estaba fuera del control y no en noviembre, cuando el Partido Comunista silenció las alarmas médicas en Wuhan. La falta de información solo causa una mayor confusión sobre los orígenes de la pandemia y fomenta las teorías de la conspiración que siguen apuntando a un “accidente de laboratorio”, más que a un contagio directo en el mercado de animales de esa ciudad china.
El gobierno chino quiere evitar una imagen de culpabilidad o de estigmatización y ha puesto toda su maquinaria en marcha para parecer un Estado preocupado por los efectos económicos y ahora líder mundial en la lucha contra el coronavirus. Pero el efecto es todo lo contrario: la dependencia mundial con China se ha convertido en una trampa económica que Xi Jinping usa coercitivamente. China debería abrir una investigación o echará por tierra veinte años de buenas intenciones; de lo contrario, el Partido Comunista está matando el mensaje, pero también la imagen del mensajero.