El libro Para leer al Pato Donald, publicado en 1973 en Valparaíso por Ariel Dorfman y Armand Mattelart, con el tiempo se ha transformado en un texto ícono para los estudios en Teorías e Historia de las comunicaciones en América Latina. La metodología de análisis allí propuesta lleva a concluir que los dibujos animados de Walt Disney logran concientizar y estereotipar las cabezas de la(os) niña(os) y jóvenes latina(os) en pro de un modelo que les inculca cuestiones de saber/poder: respeto a las autoridades militares, al dinero y a todo tipo de transacciones propias de un paradigma neoliberal.
Curiosamente, hasta hoy, Chile fue quien mejor hizo la tarea de alineamiento y alienamiento en atención a lo propuesto por la escuela Disney como prototipo del proyecto liberal que se estaba tratando de implementar –dictaduras mediante– en el cono sur del continente.
Al poco tiempo de que las Ediciones Universitarias de la Universidad Católica de Valparaíso publicara este volumen, las manos de los Estados Unidos aliados con la clase alta y la clase militar chilena, idean lo que se traduciría –a la postre– en el peor episodio en la historia de Chile. Producto del Golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet y sus secuaces, patrocinado por el gobierno de Nixon e inspirado por la empresa privada con pretensiones en este sector del mundo, se termina de promulgar la ideología Disney a través de la irrupción galopante de los Chicago Boys.
Con lo dicho, se puede comprender que la crítica que al Pato Donald hacen Dorfman y Mattelart se anida en una mirada que podemos concebir en un espacio que sigue en coherencia con los ámbitos de poder clásico, “orwellianos” y de estructuras binarias donde los “malos” deben quedar en los márgenes y los “buenos” son quienes pueden y deben tomar las decisiones. Los gringos de la Escuela Disney y los Chicago Boys eran los “buenos”, el resto del mundo –entre ellos los chilenos– los “malos”.
Antes eran herramientas diseñadas para modelar a los individuos y sus cuerpos, volverlos dóciles y domesticados, producto de encierros y encarcelamientos panoptizados y disciplinados. Ahora los estallidos sociales y las pandemias hacen salir a la calle, pero –a su vez– vuelven a confinarnos y enclaustrarnos, ya de otra manera, desde la invisibilidad de las conexiones ilumínicamente panoptizadas. Cuestión que nos deriva a pantallas totalizadoras que desde el salón de casa “llevan” al trabajo, a la escuela, a la universidad, a los cafés y a los encuentros familiares y amicales, zoomeando nuestras vidas desde el seno de los hogares y con cobertura mundial y global.
Esta es la nueva era de la posverdad que se puede ejemplificar con el buen caso del otro Donald (Trump). Entre otras posverdades, Trump aseguró que su victoria electoral era la mayor desde la de Ronald Reagan, que la multitud en su investidura fue la más masiva en la historia de los Estados Unidos, que su discurso en la CIA tuvo una ovación de pie por parte de todos los presentes y que el cambio climático es un invento chino para acabar con la economía de los Estados Unidos… al igual que la pandemia vigente.
La posverdad, en su modo Trump, es una manera de imponer una ideología superior por la cual su(s) ejecutor(es) pretenden obligar a otros sobre algo, más allá de que exista la evidencia para ello o no. Los políticos, en este escenario, hacen que la posverdad supere en importancia a las ciudadanías, logrando hacer frente a los acontecimientos y cambiando su dirección sin costo (político) alguno. Chile no fue la excepción cuando se recurrió a la “Chile-zualización” del país en el contexto de la última campaña electoral de Sebastián Piñera.
La noticia falsa se crea con un fin específico. Tiene su propio propósito. No se reduce solo a un hecho noticioso que tiene una información no verdadera, sino que es un invento que se crea con alevosía, deliberadamente.
El problema de todas estas formas de difundir hechos es que no solo pueden acarrear consecuencias políticas, sino que también pueden afectar directamente a los ecosistemas sociales de países o poblaciones por completo. Una muestra: cerca de un mes después de las elecciones en Estados Unidos, un hombre sin control ingresó a una pizzería en Washington D.C. y sacó su escopeta. Sostenía que había sabido que Bill y Hillary Clinton participaban de una red de esclavitud sexual infantil comandada desde ese lugar de comida rápida.
Al mismo tiempo, en Chile y también después de las elecciones, Piñera no pudo lidiar con una desazón inmensa de su población que optó por salir a las calles aburrida de históricos abusos que se pueden vislumbrar desde el proyecto de Dorfman y Mattelart sobre el Pato Donald hasta nuestros días de Piñera-Donald Trump y que, junto al “Chilezuela” que ejemplifica estas últimas líneas, se apestó de tanto abuso, aprovechamiento e invisibilidad colectiva.
El exceso de imágenes simuladas lanzó a los chilenos a las calles para reventar, para estallar socialmente, para hacer que esa irrealidad busque otros horizontes que los de una sociedad construida por las verdades impostadas del Pato Donald y su familia y las posverdades de Donald Trump y sus amigos.
Falsedades que terminan sobrecolonizando –como una gran mentira– el acervo cultural del país y del mundo, coronado, en estos momentos, con el ya inevitable abismo de una pandemia que obliga al encierro y que, en esta pausa, lleva a revivir el más esperanzador de los “realismos” (mágicos) al leer/escuchar/ver la puesta en escena de “La Peste del Insomnio” (Aranguibel, 2020)[1], invitada por la “Fundación Gabo” e inspirada en increíblemente contingentes pasajes del Macondo de Cien años de Soledad.
[1] Mayor información en: https://fundaciongabo.org/es/recursos/video/video-completo-cortometraje-la-peste-del-insomnio