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La filosofía y su utilidad en tiempos de pandemia Opinión

La filosofía y su utilidad en tiempos de pandemia

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Max Cortés
Por : Max Cortés Historiador de la UDP y profesor de historia en formación de la misma universidad
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Hace no tanto tiempo atrás cuando se discutía la salida de la asignatura de filosofía dentro del currículum nacional chileno, se denotaba tanto explícitamente como implícitamente por parte de los defensores de esta iniciativa, su poca utilidad para los requerimientos de la vida hipermoderna del siglo XXI. Este tipo de vida, caracterizada por la búsqueda de la inmediatez de las experiencias y de las mercancías, hacía pensar que el quehacer filosófico, el cual, había tendido históricamente a ser dentro del imaginario colectivo un proceso lento, circular y muchas veces carente de resultados prácticos – a ojos de las mentes más ingenieriles y científicas-, estuviera quedándose atrás en la carrera al progreso infinito del tercer milenio.

Sin embargo, la irrupción repentina del Covid-19 viene a reexaminar ese paradigma un tanto condescendiente que las ciencias y mentes duras han tenido en torno a la utilidad de la filosofía en los asuntos humanos. Lo anterior, puesto que el aumento exponencial de los casos y las persistentes conducciones erráticas que han tenido los epidemiólogos y autoridades sanitarias alrededor del globo -en relación a la pandemia- han venido a cuestionar el halo de infalibilidad de la ciencia. Cuestionamiento que se da no en el ámbito particular de la medicina, sino más bien, en el ámbito de la propia integridad existencial del ser humano.

Si rebobinamos un poco, con anterioridad a la pandemia gran parte de las  personas mientras estaban imbuidas dentro de la actividad laboral y estudiantil evidenciaban pensamientos de corto alcance. Cortas divagaciones, en el sentido de que se limitaban al estudio y solución de problemas o pruebas personales cotidianas que el devenir les presentaba. Muchas veces -no todas-, tales encrucijadas venían resueltas a partir de las bonanzas y respuestas de la ciencia por medio de sus componentes médicos, o bien, por medio de la ciencia económica, a través, de sus componentes mercantiles orientados a la satisfacción de particulares necesidades humanas. No obstante lo anterior, la llegada del covid-19 y su materialización a partir de las cuarentenas y las muertes incontrolables -al menos en Chile- rompe el enunciado cortoplacismo pensante para enfrentar a pensadores y no tan pensadores a la idea de la muerte.

La muerte como fenómeno y como figura tiene la particular característica de limitar el radio de análisis de la ciencia al interpretarla. La ciencia puede delimitar empíricamente qué acciones pueden gatillarla así como también establecer teorías probabilísticas sobre su aparición en determinado sujeto. Sin embargo, más no puede explicar y recetar a un humano un modelo de conducta sobre cómo lidiar y enfrentarla a ella. Frente a esa parálisis epistémica de la ciencia, más vale dejar de apurar el paso característico del siglo XXI y dentro de la progresiva lentitud a la que nos acomodamos debiera ser necesario aceptar la utilidad de la filosofía como paliativo para nuestra epidemiológica -y presente- existencia.

El ejercicio filosófico en la antigua Grecia tuvo radical importancia. Incluso Aristóteles, filósofo del siglo IV a.c -llamado por algunos el padre de la ciencia-, hizo una distinción tajante entre la filosofía y las ciencias duras. Éste reforzó la importancia del aspecto moral y espiritual de la primera en el hombre y relegó a un plano menor a las segundas por considerarlas necesarias pero sustancialmente profanas. En ese sentido, en el marco de búsqueda de la interrogante introspectiva por excelencia los griegos se enfrentaron continuamente a la muerte. A diferencia de la filosofía de la ilustración del siglo XVIII, la cual, se concentró en crear sistemas filosóficos para conocer la realidad como objeto -separando de esta forma el objeto a conocer del sujeto pensante-, los helenos se preguntaron continuamente la naturaleza y la causa de existencia del ser. Tal divagación llevó a numerosas variantes e interpretaciones que diferentes escuelas clásicas desarrollaron; pero de una u otra forma, el quid de la cuestión constantemente estuvo rozando en torno a la finitud del hombre y su apaballuntante supeditación al destino mortuorio.

Llegados a este punto, pienso que en la interrogante griega sobre el ser reside la potencialidad y utilidad de la filosofía para subsanar y contener los brotes depresivos y ansiosos que han estado multiplicándose este último tiempo como producto de la pandemia y que dicho sea de paso una vez más, la ciencia no ha podido subsanar teleológicamente. El acto de interrogarnos sobre nuestra existencia nos invita  a definir subjetivamente nuestros propios alcances y limitaciones y ,de esta forma, situarnos y entregarnos más hilarantemente al incierto devenir dadas las múltiples formas de contagio y desenlaces vitales en nuestro reino de las posibilidades. Puesto que en el mundo actual la rapidez, fugacidad y abstracción de la tecnología difícilmente nos permite momentos auténticos de detenimiento y reflexión, el acto de situarse existencialmente constituye un acto revolucionario para al menos cimentar un piso mínimo de estabilidad personal. Ciertamente algunos podrían argumentar que para eso está la religión, pero es importante destacar que dada la crisis metafísica que la sociedad occidental arrastra desde principios del siglo XX hay un importante segmento de personas que  es abiertamente atea, agnóstica o en proceso de serlo como producto del declive de la pujanza ideológica de las religiones.

Es menester tomar en consideración otro aspecto. Toda interrogante filosófica no sólo va orientada a ordenar el muy demandante torbellino interior que se cobija en nuestra mente. Va dirigida también a transformar idealmente nuestra praxis, y en ese sentido,  a medida que vamos en una progresión de pensamientos más complejos nos vemos impelidos a trabajar más arduamente nuestra conducta en pos de dinamizar nuestra relación con la sociedad. Este dinamismo, deberíamos entenderlo como la capacidad de elaborar ideas que transformen nuestros espacios e imaginarios comunes para de esta forma repensar colectivamente ciertos vicios como el egoísmo y la soberbia que ,dicho sea de paso, han contribuido a acrecentar la indeseada crisis sanitaria.

A modo de conclusión, y rebobinando lo expuesto, la filosofía posee poderosas herramientas en el ámbito existencial – relacionado con el ser y sus limitaciones- y ético para hacer frente a los demonios ansiolíticos que nos ha traído el covid-19. Es claro, que los terribles vaivenes emocionales a los cuales nos vemos sometidos son como producto de un desajuste de ritmo relacionado con el tránsito de una vida hiperveloz a un estar mucho más lento; en donde, los días dejan de tener nombre y las horas pasan a ser medidas por el alba o el atardecer. No obstante lo anterior, las grandes conmociones históricas siempre tienen un aspecto positivo: nos obligan a sentarnos, a apreciar los detalles ínfimos por sobre los apoteósicos, a ser más humildes antes las inconmensurables fuerzas subterráneas, en definitiva, a ser solidarios con nosotros y con los otros.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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