Hay pocas categorías de análisis político y social tan maleables, disputadas y ambiguas como la clase media. El arco de posibilidades va desde negar completamente su existencia, a afirmarla como un hecho objetivo y medible con precisión a partir de estadísticas oficiales. Economistas, sociólogos, antropólogos e historiadores se han ocupado del tema tanto como políticos, analistas e ideólogos de muchos y muy distintas posturas.
En esa polifonía algo ensordecedora se entremezclan intentos genuinos por iluminar dinámicas de cambio social con afirmaciones normativas veladas y artefactos ideológicos funcionales a determinados tipos de dominación. Pareciera ser que en épocas de crisis generalizada como la que estamos viviendo, la clase media funciona como válvula de escape para una representación de lo que es y debería la sociedad, y cómo se debería proceder para la restitución del orden social. En los muchos análisis que hoy circulan en la esfera pública chilena, sin embargo, no siempre se está consciente de sus implicancias y objetivos. Esto no solo atenta contra una comprensión más compleja del fenómeno social de la clase media, sino que también suele obscurecer los términos del debate y las posiciones contradictorias en disputa.
La relación entre disputas por los significados de la clase media y crisis es un fenómeno que puede rastrearse históricamente en el caso chileno. En la crisis de dominación oligárquica de los 1920 y 1930 el tema surgió con fuerza. Para entonces ya existía una masa social material y culturalmente diferenciada de los sectores populares que quería afirmar su situación de privilegio frente al Estado y la sociedad civil apelando a una concepción virtuosa de clase media. Como lo han estudiado historiadores como Patrick Barr-Melej y Marianne González Le Saux, ese proceso de diversificación social (muchas veces vía el aparato estatal) dio paso a un proyecto político-cultural diferenciado, de fuertes rasgos nacionalistas, modernizadores, democratizadores y antioligárquicos, cuestión que tuvo expresión política en proyectos populistas como los dirigidos por Alessandri e Ibáñez.
Desde ese momento en adelante, y por buena parte del siglo XX chileno, la clase media tendría un lugar privilegiado tanto en la retórica política contingente como en la propia administración del Estado. Grupos organizados de profesionales, comerciantes, empleados, pequeños industriales y transportistas, entre muchos otros, adherirían a una concepción virtuosa de clase media en tanto base de la estabilidad democrática y la moralidad pública. Para ello demandaron al Estado privilegios y exenciones de todo tipo con el fin de asegurar un modo de vida «digno» coincidente con el horizonte de expectativas de su condición mesocrática.
Los años 70 fueron otro momento de crisis hegemónica en los que se enarboló la clase media en el conflicto político. El «paro de Octubre» de 1972 contra la Unidad Popular fue protagonizado por organizaciones que se identificaban y eran reconocidas como representantes de la clase media, recelosas de la novedosa centralidad institucional de la clase obrera. Aún más, por entonces la clase media asumió un tinte inequívocamente contrarrevolucionario en las elaboraciones realizadas por la prensa y actores políticos de oposición, en tanto última defensa de la virtud cívica ante el embate revolucionario de la izquierda.
Ese tipo de elaboraciones se mantuvieron en los primeros años de la dictadura militar, pero empezaron a trizarse a raíz de los efectos del «shock» neoliberal, y, sobre todo, de la profunda crisis económica de 1982-1983. A partir de los mismos grupos mesocráticos agraviados por la clausura y contracción del Estado, y también de la investigación social realizada en centros independientes que nucleaban a académicos desplazados de las universidades por razones políticas, emergió allí una concepción de clase media que enfatizaba su carácter precario e inestable, incapaz de defenderse a sí misma de la rapacidad del mercado. Buena parte de esa representación de la clase media en riesgo se integraría al camino estratégico asumido por la oposición moderada –la «Concertación de Partidos por el No»– que se plasmaría en el triunfo del plebiscito de 1988.
La doble crisis chilena gatillada por las protestas sociales iniciadas en octubre del año pasado y las desastrosas consecuencias económicas de la pandemia han vuelto a poner en el tapete significados contradictorios de la clase media. Piñera, en realidad, ha utilizado la idea de forma sistemática desde su primer Gobierno, en la medida en que, desde esa óptica, constituiría el segmento social mayoritario que encarnaría las acepciones neoliberales del «emprendimiento» y el «esfuerzo» individual.
En su segunda administración bautizó políticas sociales anteriores con el nombre de «plan de protección a la clase media» para dejar en claro que, al menos en la retórica, sus preocupaciones estaban con dicho sector social. Con la crisis desatada, esas concepciones han empezado a ser duramente disputadas, incluso desde la propia derecha. Mario Desbordes es quien ha representado hasta ahora una voz disidente en el sector, en parte reclamando para sí una identidad de clase media y exigiendo la reconfiguración del modelo político y económico para atender sus necesidades. Desde la investigación social también han surgido voces críticas, acusando el peligro de la pauperización de la clase media y su posible deslizamiento hacia la pobreza. Buena parte de esos aportes académicos, por cierto, se sustentan en datos empíricos verificables, dado el contexto de paralización económica y desempleo, pero aún operan bajo una versión poco problemática de clase media.
A uno y otro lado de las líneas de división política, la clase media se representa como un grupo unívoco, mayoritario, con límites discernibles e intereses objetivos claros, es decir, como un dato objetivo de la realidad. Con escasas excepciones, la clase media no es entendida como una identidad social preñada de expectativas de reconocimiento y bienestar material mínimo, suficientes para poder reclamar una vida digna diferenciada de la pobreza.
Por lo general, han prevalecido análisis economicistas, que definen de antemano mediante decisiones metodológicas arbitrarias dónde comienza y dónde termina la llamada clase media. Esas confusiones no son casuales. Revelan un sustrato normativo en torno a la comprensión de la clase media. Para el Gobierno, sus voceros y centros de investigación, la clase media representa la moderación y el esfuerzo, aquellos que más se pueden beneficiar de la «libertad» de mercado. Para quienes discuten esa noción, la clase media se encuentra desamparada, sin garantías institucionales que impidan su desmoronamiento.
Ambas perspectivas hablan de expectativas políticas concretas como salida a la crisis: una, tendiente a reformas menores y la ampliación restringida de políticas públicas de protección social; otra, a un proceso de reconfiguración institucional y económica de mayor profundidad, que vuelva a entender al ciudadano como sujeto de derechos sociales que los protejan de las inequidades del mercado.
La disputa por la clase media, entonces, lejos de tratarse de un mero debate académico o de tecnocracia estatal, está al centro del conflicto político actual. Como en otras ocasiones de nuestra historia republicana reciente, a través de la clase media se traslucen visiones contrapuestas sobre el orden social. Y también, como en otros momentos, hay posturas que se limitan a ser una elaboración ideológica en defensa del sistema hegemónico en crisis, y otras que tienen la posibilidad de apelar a la experiencia concreta y real de millones de chilenos que, en tiempos de crisis, sufren los rigores de estar a la intemperie de toda protección estatal significativa.