La inserción internacional ha sido un componente muy importante del “modelo chileno”. La política exterior ha privilegiado los intereses económicos por sobre los asuntos diplomáticos, lo que confirma que el accionar externo es una extensión de las realidades internas que mueven a los países. En efecto, la economía, los economistas y el poder empresarial, han sido dominantes en la vida pública nacional y ello también se ha expresado en las relaciones exteriores.
La apertura de la economía chilena siguió la misma lógica de liberalización del mercado interno, que se instaló con los Chicago Boys, bajo el régimen de Pinochet; vale decir, una disminución radical de las barreras al comercio exterior y una facilitación de los flujos de inversión.
Con el retorno de la democracia, desde 1990 en adelante, se continuó con la apertura de la economía al mundo, y el instrumento privilegiado para ello han sido las negociaciones comerciales: primero, los Acuerdos de Complementación Económica (ACE), con los países de América Latina y posteriormente los Tratados de Libre Comercio (TLC) con el resto del mundo.
Esta política ayudó a la globalización del gran empresariado nacional, el que ha invertido masivamente en los mercados externos, principalmente en Sudamérica, beneficiándose además con la utilización de los paraísos fiscales, para potenciar sus negocios.
El fundamentalismo de libre mercado ha renunciado a una estrategia deliberada de diversificación productiva. Tanto el gobierno de Pinochet como los gobiernos democráticos han depositado en los agentes privados las decisiones exclusivas de inversión, producción y exportaciones, renunciando a políticas públicas en favor de sectores de transformación productiva.
Así las cosas, el acceso libre de barreras comerciales, gracias a los acuerdos de libre comercio, no ha sido aprovechado para generar nuevas oportunidades de producción y exportaciones. Ha acentuado la explotación de recursos naturales: cobre, celulosa, productos del mar y bienes agropecuarios.
Desde fines de los años noventa, Chile priorizó los mercados de los países desarrollados y del Asia-Pacífico, principales importadores de recursos naturales. Se descuidaron, en cambio, las relaciones con los vecinos. Ello le ha significado a Chile un distanciamiento diplomático de los países de la región y, en el ámbito económico, la pérdida de oportunidades exportadoras de manufacturas, las que siempre han tenido un mercado fértil en la vecindad. Por ello, algunos críticos han calificado a Chile como el Israel de la región y otros, los que valoran sus éxitos económicos, le atribuyen ser “un buen vecino en medio de un mal barrio”.
En suma, la política de inserción internacional ha servido para consolidar el modelo exportador de recursos naturales. Al mismo tiempo, esa política no ha sido útil para fortalecer las relaciones diplomáticas con los países vecinos, la que se ha caracterizado por persistentes conflictos con varios países de Sudamérica, tanto durante los gobiernos de la Concertación/Nueva Mayoría como en los dos gobiernos de Piñera.
El obstáculo principal para modificar la economía chilena no radica en la política comercial, sino que se encuentra en la propia Constitución de 1980, la que exige subsidiariedad y neutralidad del Estado, impidiendo al sector público desplegar iniciativas empresariales, así como fomentar ciertas actividades por sobre otras. Los TLC y la apertura indiscriminada (no regulada) al mundo han sido instrumentos estrictamente funcionales al modelo económico en curso.
El freno de la globalización que se observa recientemente abre oportunidades de transformación en nuestro país. En efecto, las políticas proteccionistas del presidente Trump y ahora la dolorosa experiencia del COVID-19 han impuesto restricciones sobre el movimiento de bienes, servicios, capital, mano de obra y tecnologías. Todo indica que se acortarán las cadenas de valor internacionales, y existirá la necesidad de encontrar autoabastecimiento en productos esenciales para la salud y la alimentación y probablemente para algunos otros bienes. Tendremos que apoyarnos en nuestras propias fuerzas y también implementando entendimientos con países cercanos.
Por otra parte, la insurgencia del 18-O y el camino abierto para el plebiscito constituyente constituyen otro factor favorable a la transformación. En efecto, el Estado subsidiario, contenido en la Constitución de 1980, necesita ser reemplazado por un nuevo Estado, capaz de impulsar políticas públicas en favor de actividades industriales y/o que intervenga directamente en iniciativas productivas, que al sector privado no le interesan. Ello permitirá que las nuevas tecnologías y la inteligencia se incorporen en la transformación de los procesos productivos y agreguen nuevo valor a la producción de bienes y servicios.
Al mismo tiempo, Chile deberá hacer un esfuerzo de integración prioritario con los países de la región, más allá de ideologías; al menos con los mercados vecinos. Para enfrentar las restricciones que se anuncian desde los países desarrollados y del mismo COVID-19, será preciso, con inteligencia y generosidad, encontrar espacios de complementación productiva con países cercanos, así como esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y educación.
Los ineficaces proyectos formales de integración regional actualmente existentes en América Latina deberán ser reemplazados por iniciativas pragmáticas de complementación económica entre nuestros países. Las ideologizaciones burdas y los nacionalismos estrechos han cerrado las puertas a una integración efectiva. Y es bueno recordar que el gran empresariado nacional despliega masivas inversiones en Sudamérica, antecedente que revela el potencial existente para entendimientos productivos fructíferos. Ahora que la globalización sufrirá modificaciones, los mercados cercanos serán prioritarios para la ampliación de nuestro espacio económico.
El proteccionismo de Trump y ahora la pandemia son un llamado de atención para modificar el modelo económico chileno y su forma de inserción en el mercado mundial. Las condiciones de posibilidad para los cambios están presentes. Sin embargo, Estos no serán automáticos. Los cambios dependerán de la emergencia de un liderazgo político independiente del poder empresarial y comprometido con las demandas del mundo social. Un liderazgo decidido a impulsar transformaciones de la economía nacional, que tengan en su centro los equilibrios sociales y medioambientales y no solo el crecimiento; y que prioricen la integración regional antes que la apertura indiscriminada al mundo.