Hace 45 años, el 31 de julio de 1975, bajo la dictadura de militares, empresarios y políticos de la llamada Confederación Democrática (PDC-PN), se realizó la Huelga de Hambre del campo de prisioneros políticos de Puchuncaví.
95 prisioneros políticos declaramos esa vez que “nos abstenemos de ingerir alimentos” y de “realizar cualquier trabajo habitual” (forzado), hasta que las autoridades no esclarecieran el paradero de los 119 detenidos desaparecidos, que habíamos visto en los centros de tortura de Londres 38, Venda Sexy, 4 Alamos, Villa Grimaldi y otros lugares. Nuestra decisión se fundamentaba en que era una “expresión de solidaridad y deber moral ineludible con los miles de chilenos afectados por estas presuntas muertes”.
La decisión de realizar la huelga fue un acto de dignidad. Conocíamos a muchos de ellos y ellas antes del golpe, habíamos estado juntos torturados en los mismos centros clandestinos y “nos consta(ba) que fueron detenidas vivas por organismos de seguridad del gobierno”. La prensa dictatorial titulaba que se habían “matado como ratas” en el extranjero.
Ningún medio de comunicación había indagado sobre la información, ninguna autoridad movió un dedo por explicar la situación; eran cómplices.
La mayoría de esos militantes desparecidos y nosotros –los huelguistas– teníamos menos de 30 años.
La huelga de hambre se decidió en un contexto difícil. Detenidos, en un campo controlado por la Infantería de Marina, lejos de Santiago. En marzo había visitado el país M. Friedmann, el padre de los “Chicago Boys”; el general Bonilla ministro de Defensa, golpista, enemistado con el jefe de la DINA, general M. Contreras, moría en un accidente extraño; se había creado el Plan de Empleo Mínimo ante la grave cesantía y represión a los sindicatos; y, en junio, habían detenido a la dirección clandestina del PS. La dictadura no tenía contrincantes, salvo las iglesias en la defensa de los Derechos Humanos, algunos abogados y los familiares de las víctimas.
El responder con solidaridad y deber moral, fue una conducta aprendida en la militancia política de esos años, en la fuerza que tenían las ideas, los proyectos de país y la acción colectiva. La huelga no fue un acto suicida, aunque arriesgado, era una respuesta asociada a lo que a un preso no se le puede arrebatar, en última instancia, la dignidad y libertad de decidir, fundamento de toda resistencia.
El Chile de la dictadura, al violentar los Derechos Humanos, lo que hacía era intentar aplastar la dignidad por la vía de la fuerza y del hambre, para impedir la rebelión contra el sistema que se imponía contra la voluntad mayoritaria. Y, a la vez, desnudaba a la elite política empresarial respecto de cómo entiende su dignidad (por clase, etnia, sexo, patrimonio).
Eso es lo que se evidencia nuevamente –en otro contexto histórico– en el Chile actual: dignidad y solidaridad.
“Hasta que la dignidad se haga costumbre”, “Plaza de la Dignidad”, son el lema y el epicentro de la movilización. La primera señala un programa de largo plazo y la segunda clava la bandera en el centro político del país.
La dignidad es un concepto poco trabajado por la sociología y la ciencia política; ha gozado de mayor preocupación el tema de la confianza como vínculo con las instituciones y entre las personas. Incluso la filosofía está al debe respecto de ello. Más bien ha sido desde la doctrina internacional de los Derechos Humanos, donde se ha expresado como bien jurídico. Los DDHH serían la forma jurídica en que se expresa la dignidad de toda persona. “Todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”. En este sentido, la dignidad deja de ser algo relacionado con el prestigio o un cargo; ya no se vincula a una posición heredada o social, política o étnica. Ya no es una dignidad externa al individuo, concedida por un tercero.
La herencia cultural de la dictadura en la transición –no solo fue constitucional y política–, también fue denigrar a la población respecto de su dignidad, de la cual son portadoras las personas, así como son portadoras de derechos inalienables. El abuso sistemático por las empresas, el trato de segunda en la vida diaria, la pregunta por la comuna de origen, el colegio de proveniencia, el apellido, la mirada, el gesto, la calidad del transporte privatizado, el ninguneo ante el reclamo, la pensión miserable, el cheque en prenda para tener salud, todo ello ha sido el regreso al concepto de dignidad asociada al lugar de nacimiento, posición social y bienes poseídos –no importa cómo–. Eso que Allende quiso transformar, y fue aplastado, era lo mismo que, restituido por la dictadura y agudizado en el Chile transicional, se vivía “modernamente” en el país del oasis.
La respuesta del 18 de octubre se sustentó en lo mismo que la huelga de los presos: el regreso de la dignidad y la solidaridad. Así lo muestran las brigadas de voluntarios de la salud, los repartidores de agua y bicarbonato, los de la primera línea, los marchantes, los artistas, las ollas comunes, los cacerolazos. Es que el 18 de octubre se inició una lucha para que se respeten los Derechos Humanos y que en situaciones dramáticas ha convocado a la solidaridad desinteresada, al socorro a los vulnerados en sus derechos, a riesgo de la vida, los ojos o un abuso sexual. Estos protagonistas son también mayoritariamente jóvenes.
Esta es una derrota a la cultura neoliberal del individualismo radical, que concibe a la sociedad como suma de intereses individuales. Algo que permeó la política de izquierda, al abandonar la acción colectiva tras proyectos de transformación de la sociedad. Ahora se abre una nueva oportunidad, pues cuando la dignidad se haga costumbre, habremos logrado que en Chile se respeten los Derechos Humanos.