Chile necesita un diálogo identitario diversificado y plural que sincere sus orígenes ante la burda evolución sobre el sentido de pertenencia impuesta por sus élites. Hemos transitado de ser hijos de la “madre patria”, a “los ingleses” de Latinoamérica, “los jaguares” y otras nominaciones forzosas de identidad confusa o adulterada, que nos han situado lejos del legado de nuestros pueblos originarios, en un contexto donde el presente y un futuro deseable nos invitan a una mayor interculturalidad, tolerancia y apreciación de la diversidad en coexistencia.
La gravedad de lo que ocurre en La Araucanía no es de extrañar, considerando la noción de escalada del conflicto cuando la violencia del Estado y de algunos grupos radicalizados naturalizan el ejercicio de la violencia, tanto para imponer orden y autoridad como para visibilizar presencia insurgente en sus formas de lucha, sumando en este último episodio estrategias propias del “uribismo” colombiano proparamilitares, que la Justicia tendrá que investigar prontamente sobre su origen, instigadores y organización, por el peligro que engendran ante relaciones conflictivas que transitan por terrenos con demasiado pasto seco y mecha corta.
Desescalar este conflicto y esta crisis que afecta al Estado de Chile y sus pueblos originarios, no únicamente en su dimensión coyuntural, sino sobre todo en su dimensión histórica y su futuro proyectado, implica reconocer el carácter multicausal de este conflicto (estructural, valórico, de intereses, de relación y de información) y el carácter ecosistémico de la crisis (política, económica, social cultural, ambiental, territorial) que afecta a los pueblos originarios de Chile.
La expresión “pueblos originarios de Chile” alberga una solución de diseño, porque en ella reconocemos la existencia y valor intrínseco de que en el territorio nacional circulan y conviven nuestras comunidades originarias y sus cosmovisiones que, dentro de sus atributos, son más resilientes para abordar los escenarios de crisis que actualmente ponen en jaque a la sociedad contemporánea heredera de la artificialización de la vida. La sociedad chilena tiene mucho que aprender de la justicia, de la medicina, del arte de los pueblos originarios y, sobre todo, de la simpleza de vivir como una especie que es parte de la naturaleza y no su principal depredadora.
La idea de justicia aymara cuando se trata de territorio se orienta no a la porción de tierra más o menos equitativa para cada demandante de tierras, sino que el equilibrio se pone en una distribución equitativa de las aguas de ese territorio como fuente de vida. En la cultura mapuche, “paihuen” significa estar en paz en un lugar. Ya sabemos que la paz tiene distinto significado según quien la define. La “pax romana”, que significa orden y autoridad, es propia de quienes, desde el poder del Estado, instauran su paz homogénea y vertical, la mayor de las veces militarizada, para que se exprese el recurso de la fuerza en contra de un enemigo interno.
Estar en paz en un lugar (paihuen) resulta de un esfuerzo consciente y persistente de diálogo para procesar diferencias de identidades, culturas, necesidades e intereses entre los actores que cohabitan un territorio. Diversidad y diferencias pueden convivir y generar coexistencia territorial cuando el diálogo es proyectivo y promueve comunidades de aprendizaje en torno a un presente y futuro asumidos en co-construcción dinámica y consciente.
En los últimos dos años, ha sido el poder del Congreso Nacional, y no el Gobierno de Chile, el poder del Estado que ha puesto los puntos sobre las íes para abordar dos crisis de magnitudes, como la crisis de legitimidad institucional sistémica visibilizada por el estallido social, convocando a un proceso constituyente y, ahora último, su actuar frente a la crisis pandémica, agilizando la ayuda económica directa a millones de chilenos con el retiro del 10% de los ahorros previsionales. Ambas actuaciones del Congreso Nacional han puesto al centro de estas soluciones políticas y económicas la dignidad de la ciudadanía como prioridad.
En tal sentido, una vez más, tiene que ser el Congreso Nacional el que aborde este conflicto multifactorial y crisis ecosistémica que afecta a los pueblos originarios dentro del territorio que administra el Estado de Chile.
¿Por qué el Congreso Nacional y no el Gobierno de turno? El Ejecutivo con suerte es capaz de diseñar un plan, básicamente represivo e impositivo, para imponer su orden y autoridad, centrado más en la coyuntura más o menos violenta del proceso que se vive específicamente en La Araucanía. En cambio, el Poder Legislativo puede convocar a todos los pueblos originarios a parlamentar para que estos entreguen su propia versión y visión de lo que significa estar en paz en este territorio. Así como convocó a todas las fuerzas políticas para abrir un proceso constituyente, hoy puede convocar a los pueblos originarios que conviven en el Chile continental e insular a parlamentar sobre coexistencia y futuro compartido.
Es urgente “desmapuchizar” el conflicto histórico y la crisis ecosistémica que afecta a Chile en la coexistencia con sus pueblos originarios, entre otras cosas, porque los pueblos originarios no mapuche tienen legítimas aspiraciones y reivindicaciones de estar en paz en el territorio. Es obvio que no es lo mismo ser y sentirse rapa nui, aymara o mapuche en su relación con Chile, así como no es lo mismo, sentir el peso del Estado de Chile en territorio insular que continental, ni mejor ni peor, pero sí diferente en su dimensión espacial y temporal.
Chile requiere atesorar, cultivar y cuidar su diversidad y pluralidad. Otros países lo han logrado abordando la relación con sus comunidades originarias mediante diversas estrategias que promueven soluciones sistémicas y ecosistémicas. Tal vez, el solo hecho de convocar por parte del Congreso Nacional a un primer Parlamento de Pueblos Originarios, para dialogar en torno a sus propias miradas sobre su coexistencia en este Chile quiltro, mestizo, adolescente y aborrescente en sus soberbias identitarias, sea un primer gran paso.
Es necesario “desmapuchizar” la agenda de los gobiernos de turno que, históricamente, no han dado el ancho para proponer un diálogo plurinacional en Chile, abordando con sinceridad nuestros complejos identitarios, donde, a veces, los descendientes de alemanes se creen más alemanes que los germanos (da lo mismo el país en este caso). Un diálogo estratégico de esta naturaleza nos puede hacer valorar también el gran aporte de los extranjeros naturalizados como chilenos y de los residentes extranjeros e inmigrantes que son parte del Chile actual. En fin, en estos asuntos, la ignorancia ha sido proporcional a la desidia con que este gran tema pendiente ha sido tratado.
Por ello, hay que orientar esfuerzos para que el Congreso Nacional, que alcanzó votaciones de dos tercios extraordinarias e inéditas, avance, primero, hacia una gran convocatoria para invitar a los pueblos originarios a parlamentar en los mismos salones del poder constituido y, segundo, que dichas actas constituyan un gran insumo para el proceso constituyente que se va a inaugurar con el Apruebo de una Convención Constitucional y, desde esa democracia ciudadana, se pueda avanzar en un gran diálogo plurinacional donde todos nos podemos reconocer identitariamente como habitantes de un nuevo Estado de Chile democrático, orgulloso de su plurinacionalidad.