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Demócratas y socialdemócratas MERCADOS|OPINIÓN

Demócratas y socialdemócratas

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Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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¿Sabía usted que el candidato demócrata Joe Biden, de ser elegido en noviembre presidente de Estados Unidos, contempla aumentar al doble el salario mínimo, es decir, de 7,25 a 15 dólares la hora? ¿Y que eso ya ocurre en la ciudad de Nueva York, administrada por los demócratas, o en grupos como Amazon?

Aquí los neoliberales unidos dirían que eso sería catastrófico y que atentaría contra el empleo. Economistas como David Card, Alan Krueger y el Nobel Paul Krugman han argumentado hace rato que, en el caso de venir de niveles bajos, solo aumentaría los ingresos de los peor pagados y que, en condiciones de una brecha ingreso-producto, contribuiría a aumentar la demanda de consumo y, por tanto, el empleo. Por eso los demócratas proponen hoy subir sustancialmente el salario mínimo.

¿Sabía usted que Joe Biden contempla aumentar los impuestos en 2% del PIB y que tres cuartas partes del incremento vendrían del 1% más rico (US$118 mil de impuesto adicional por individuo de ese grupo, lo que implicaría una caída de 17% de su ingreso neto promedio)? Esto se haría aumentando de 37% a 39,6% la tasa de impuesto a la renta para el tramo más alto de ingresos, el que sumando el impuesto progresivo a la renta de ciudades y estados llegaría a 60%. La tasa del impuesto a los ingresos del capital subiría de 23,8 a 39% y la tasa del impuesto a las utilidades de las empresas pasaría de 21% a 28%, más el impuesto de este tipo de los estados, que va de 0 a 8% según los casos. El argumento de los demócratas es que la brecha de desigualdad debe disminuirse como parte de la salida de la crisis actual.

¿Se imagina usted que en Chile se proponga tasas marginales (en la jerga especializada) de 40 y 60% para los que ganan más y que se limitara la evasión, luego que el Senado aceptara bajar a 35% la tasa más alta y mantuviera una norma antielusión laxa en la cocina de la reforma de 2016? Recordemos que esta tasa era de 50% hasta 1993 y que la derecha y los neoliberales concertacionistas aliados (en contra de la opinión de la izquierda de la coalición gobernante) la fueron bajando en cada reforma tributaria. Los ortodoxos de distintas variantes dirían que eso desincentiva la inversión y el esfuerzo productivo (de los más ricos y los rentistas, claro, lo que es bastante ridículo como razonamiento). Está ampliamente probado que analítica e históricamente esto simplemente no es cierto (véanse los trabajos de Thomas Piketty, Gabriel Zucman y Emmanuel Saez en la materia).

Los neoliberales de todo el espectro agregarían que esto atentaría contra la recuperación y el crecimiento, empezando por el más dogmático de los ministros de Hacienda de los últimos tiempos, Ignacio Briones. Los mismos que dicen que no se debe subir impuestos en una crisis, como Rodrigo Valdés al impugnar la idea de un impuesto a los súper ricos, son los que dicen en épocas de expansión que es innecesario. El resultado es una suma de tributos de 21% del PIB contra 34% en la OCDE. Una medida de este tipo (como primer paso para llegar al promedio OCDE en el horizonte de una década), bien aplicada al capital inmobiliario –excluyendo a la primera vivienda– y financiero –incluyendo el que estuviera en el exterior perteneciente a agentes económicos chilenos– y al consumo de lujo, no tendría grandes consecuencias en la inversión.

¿Sabía usted que Joe Biden, además, propone eliminar el techo de cotización de las personas de altos ingresos (hoy situado en US$137,7 mil de ingresos anuales) en el sistema de pensiones de reparto? En Chile se diría que eso aumentaría la evasión y que en todo caso los sistemas de reparto no sirven y son “esquemas de estafa piramidal”, nada menos, como ha afirmado Nicolás Eyzaguirre.

Pero usted leyó bien: en Estados Unidos las cotizaciones obligatorias son de 12,4% del salario, son pagadas de manera paritaria por trabajadores y empleadores y van a financiar las pensiones de los pasivos, sin que nadie se enoje y sin que el sistema esté en absoluto quebrado ni vaya a estarlo en el futuro. Simplemente va ajustando razonablemente sus necesidades de financiamiento frente a la dinámica del cambio demográfico y los aportes de la inmigración. En realidad, este sistema protege a la mayoría de la población y especialmente a la de menos ingresos desde que fue creado en 1935 por Franklin D. Roosevelt. Las propuestas de privatización de la seguridad social no han tenido eco en ese país, porque no funcionan para proteger los ingresos en la vejez de los que viven de su trabajo, como sí lo permite el sistema de reparto vigente.

Sería un gran avance que la oposición chilena unida planteara que uno de los pisos de la seguridad social sea un sistema de reparto con cotización paritaria y sin topes en las cotizaciones, como en Estados Unidos. Y que propusiera adoptar medidas tributarias como las planteadas por los demócratas norteamericanos, que permitirían al Estado chileno, por ejemplo, duplicar progresivamente la pensión básica, que hoy tiene un valor que va entre 141 mil (para los de 65 a 74 años) y 170 mil pesos (para los mayores de 80 años). Este monto no se condice con las capacidades de la economía chilena y es uno de los factores que han causado la crisis social chilena, cuyo eventual rebrote sigue circulando como un fantasma en el escenario nacional.

Sin perjuicio de una respuesta inmediata a la crisis centrada en un Ingreso Familiar Universal de al menos la línea de pobreza, un subsidio de cesantía extendido y programas públicos de empleo, es hora de cambiar los dogmas por diseños pertinentes de políticas universales en pensiones, salud, educación, cuidado infantil, negociación colectiva de las condiciones laborales y en vivienda, urbanismo y protección del ambiente.

En simultáneo, Chile debe aprovechar sus capacidades de financiamiento con reservas y endeudamiento a bajo costo para realizar un vasto plan de inversión productiva, social y verde en un horizonte de cinco años como parte de un plan consistente de salida de crisis. Este debe combinar la reactivación del consumo con la expansión de la inversión y su reorientación hacia una diversificación productiva basada en la economía del conocimiento.

Esta diversificación es un cambio estructural que está más que demostrado es indispensable para un crecimiento equilibrado (a algún académico por ahí, que afirma lo contrario, se le ha olvidado analizar aunque sea algo la experiencia asiática y leer a Joseph Stiglitz, Dani Rodrik o Mariana Mazzucato). Se trata de abordar los desafíos del país con el enfoque de introducir grados de equidad consistentes con una sociedad tanto decente como eficiente. Ese es el enfoque socialdemócrata moderno (o socialista democrático, para mayor precisión), por si se necesitara aclararlo.

De paso, se le podría preguntar a Joaquín Lavín, el nuevo socialdemócrata, si está de acuerdo con un plan tributario, de seguridad social, de empleos e inversiones públicas de este tipo. Es de esperar que la nueva conversión del principal candidato presidencial de la derecha sea en serio, pues de lo contrario volvería a contribuir a desprestigiar la deliberación política democrática adoptando posturas en las que, hasta nueva evidencia, no cree, como el buen UDI, Chicago Boy y Opus Dei que es. Y esto generaría aún más irrritación ciudadana no solo contra él, sino además hacia la actividad política en su conjunto, que ya está suficiente y peligrosamente desprestigiada por la falta de veracidad de sus actores.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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