Quienes adhieren a la socialdemocracia en Chile tienen un serio problema de definiciones. Están atrapados en la disonancia entre un imaginario de la socialdemocracia en el mundo desarrollado y la realidad chilena de los gobiernos progresistas que nunca han logrado consolidar un régimen de bienestar que se parezca a la socialdemocracia. Pero el problema va incluso más allá de los socialdemócratas, ya que en diferentes sectores políticos hay quienes pueden sentirse atraídos por ideas de esta corriente política. Las políticas implementadas por la socialdemocracia son tan amplias, que pueden estar incluso en sectores políticamente opuestos, dependiendo del contexto. Hoy, con un escenario mundial favorable para estas ideas, la pregunta es si los socialdemócratas se atreverán a pensar la socialdemocracia hacia el futuro o van a atrincherarse en el pasado.
Partamos con algunas precisiones conceptuales. En su dimensión teórica, la socialdemocracia corresponde a la síntesis entre socialismo y liberalismo, en cuanto a su reivindicación de las demandas de los trabajadores asalariados y a la adhesión a la democracia representativa como régimen para alcanzar fines políticos. Como resultado, la socialdemocracia ha contribuido enormemente a la consolidación del modelo de “Estado de bienestar” o los regímenes de bienestar, que no son otra cosa que la conciliación entre el mundo del capital y del trabajo por medio del Estado, para asegurar derechos sociales universales y una distribución más equitativa de la riqueza dentro de un sistema capitalista.
Este “capitalismo del bienestar”, se consolidó entre los años 40 y 70 en Europa y Estados Unidos y desde los años 80 ha sufrido diversas transformaciones con el devenir de las crisis económicas y los embistes del neoliberalismo. Sin embargo, sigue siendo un pilar fundamental de las sociedades desarrolladas, su resiliencia señala que la supuesta “crisis del Estado de bienestar” es más bien una adaptación transitoria, dependiendo del tipo de crisis económica y de las alternativas disponibles. Sobresalen aquí los regímenes de bienestar escandinavos y alemán, por su alcance y sostenido desarrollo, como los modelos que más se acercan al ideal socialdemócrata, pero incluso estos modelos requieren hoy ser replanteados. El debate de fondo es cómo y en qué sentido.
Lo cierto es que la socialdemocracia ha tenido una implantación ideológica tardía en la izquierda chilena y aunque han existido gobiernos con orientaciones socialdemócratas, la existencia de un régimen de bienestar efectivo, incluso en sus versiones más liberales, no ha sido más que un anhelo frustrado frente a la hegemonía de las ideas neoliberales.
El auge de la socialdemocracia en Chile se produjo con el Gobierno de Ricardo Lagos, quien quiso asimilarse a la socialdemocracia europea, pero sin construir desde Chile una propuesta alternativa clara a la ola neoliberal que tenía de rodillas a los regímenes de bienestar en Europa. Trató más bien de sumarse a la “Tercera vía” del laborismo británico de Tony Blair, una de las versiones más liberales y más criticadas de la socialdemocracia, en comparación con otros modelos continentales que hasta el día de hoy se mantienen vigentes.
A pesar de los muchos aciertos de su Gobierno, Lagos estuvo lejos de tener resultados cercanos a un régimen socialdemócrata, incluso en varios aspectos de los derechos sociales, el neoliberalismo resultó fortalecido. Por su parte, los gobiernos de Bachelet tuvieron la intención de construir un sistema de protección social más integral y desmercantilizar los derechos sociales, pero los resultados tampoco se acercan a ningún régimen de bienestar eficaz y los problemas saltan a la vista. Por otra parte, si la entonces Mandataria en su primer período tuvo cierta intención de acercarse a la socialdemocracia, siendo un referente latinoamericano, en su segundo Gobierno no mostró tal intención. Tal vez la alianza con los comunistas pudo haberla hecho desistir para no tensionar la coalición más de lo que ya estaba.
Con todo, el problema es que la discusión sobre la socialdemocracia chilena se transforma en un debate sobre el “laguismo”, el “bacheletismo” y, en el mejor de los casos, la defensa de la idea de un gobierno moderado. Así, una problemática política interesante se ahoga en un juego de etiquetas de un reduccionismo brutal, que elude el debate de fondo e impide avanzar.
Convengamos que políticas aplicadas en países socialdemócratas son una referencia hoy hasta para los comunistas y frenteamplistas, y por otra parte, no son pocos los conservadores y neoliberales, como Lavín, que ven necesarias políticas sociales más desarrolladas para evitar un colapso mayor del sistema económico capitalista. Si todos recurren de alguna manera a la socialdemocracia, significa que es necesario ir un paso más lejos y los progresistas no pueden quedarse en los viejos modelos.
Hasta hace muy poco tiempo en Chile hay quienes han dado por muerta a la socialdemocracia y hoy la resucitan frente a una coyuntura que podría ser más favorable. No queda claro si se habla de resucitar los imaginarios socialdemócratas chilenos de los gobiernos anteriores o si realmente hay un espacio para hablar seriamente de la socialdemocracia y su evolución. Si asumimos de forma optimista que hay un espacio para pensar desde Chile una socialdemocracia hacia el futuro, habría que recoger los problemas que esta tiene a nivel global, comenzando, según nuestra definición inicial, de los problemas que enfrenta hoy el socialismo y el liberalismo, para desde allí producir una nueva síntesis.
Son muchas las aristas que podríamos abordar, pero me referiré a tres que me parecen cruciales para replantear la socialdemocracia.
La primera dice relación con la herencia del socialismo en cuanto a su relación con el Estado. Si el Estado fue la manera predilecta del socialismo para resolver los problemas de desigualdad, instalando un régimen universal de derechos sociales, las necesidades crecientes de la sociedad no pueden ser indefinidamente aseguradas por el Estado, pero el mercado tampoco ha mostrado eficacia para hacerlo. Es menester ampliar la noción de Estado de bienestar hacia una “comunidad de bienestar” que incluya las capacidades de autogestión y cooperación de las comunidades en su entorno para resolver sus problemas. El Estado debe ceder y fomentar espacios para la comunidad, no al mundo de las finanzas como se ha entendido el concepto de “sociedad de bienestar” desde el neoliberalismo.
En segundo lugar, las democracias liberales no pueden seguir centradas en la misma forma de democracia representativa donde dominan los partidos, deben existir más espacios para la sociedad civil. Ya nos hemos referido a esto en otras columnas, pero si consideramos que la socialdemocracia es propia de la era del dominio de los partidos en la política, hoy ya es hora de que se vuelque hacia la sociedad civil, esto no significa únicamente hacia los movimientos sociales, sino más bien a los espacios del ciudadano común, fortaleciendo la democracia deliberativa para recomponer el vínculo entre política y sociedad.
En tercer lugar, un punto que pone en jaque tanto al socialismo como al liberalismo es el problema climático, que obliga a redefinir nuestra manera de vivir, incluso desde la concepción misma del ser humano. La modernidad que produjeron el socialismo y el liberalismo estableció una fuerte división entre ser humano y naturaleza y hoy es necesario replantear nuestras necesidades materiales e inmateriales a una nueva escala biosocial. La crisis climática que enfrentamos obliga a salir de las fórmulas del siglo XX para resolver los problemas sociales bajo la óptica de una sustentabilidad más radical, lo que afecta drásticamente el concepto de sociedad de consumo.
He aquí algunas ideas para replantear la socialdemocracia de cara al futuro, sin embargo, cabe una gran interrogante y un dilema para los socialdemócratas en sociedades que aún no han conquistado los mínimos sociales del siglo XX. Sostener la idea de una socialdemocracia anclada en las fórmulas del pasado puede hoy ser incluso la salida para salvar al neoliberalismo, manteniendo servicios sociales mercantilizados con subsidios del Estado.
No es de extrañar que sectores conservadores defiendan hoy un tipo de socialdemocracia del pasado para no perder su coto de caza, negociando ahora los mínimos sociales que antes se negaron a aceptar. Los progresistas no pueden caer en este juego y deben pensar en otra socialdemocracia, otra síntesis del socialismo y del liberalismo, más acorde a nuestros problemas actuales.