Salvador Allende marcó a fuego el tono histórico de ese 11 de septiembre de 1973. Su muerte, suicida o en combate, para estos efectos da igual, le cubrió de un manto heroico que contrasta dramáticamente con el de aquellos generales que atacaron por tierra y aire el Palacio de Gobierno con una fuerza incontrarrestable, desde la seguridad de sus cuarteles generales, para luego comenzar matanzas, desapariciones y torturas que se arrastrarían 17 años. Este contraste hace que en muchos países existan homenajes a Salvador Allende y que Pinochet, en cambio, sea internacionalmente el prototipo del dictador brutal.
Sin embargo, a 47 años de ese 11 de septiembre, quizás estemos en condiciones de hacer una pregunta retrospectiva que nos permita sacar nuevas lecciones hacia el futuro: ¿cuál era el deber de Allende? ¿Morir en su puesto de Presidente constitucional enfrentando a los golpistas o haber usado todo su poder presidencial para forzar una salida que evitase el golpe a como diese lugar?
Que no se responda con la obviedad de que la responsabilidad del golpe fue de los golpistas y de la intervención extranjera. Sí, claro, la responsabilidad del golpe fue de los golpistas, pero ¿de quién fue la responsabilidad de no haber creado las condiciones políticas que pudieran neutralizarlos? Porque, ¿existía esa posibilidad o era todo la crónica de una tragedia anunciada, un designio fatal al cual la mano de ningún mortal podría sustraerse?
No cabe duda que los enemigos de la UP tenían un enorme poder y contribuyeron en forma fundamental a llevar al país a una crisis profunda. Pero la pregunta es: el Gobierno, en particular el Presidente Allende, ¿pudo haber hecho algo que no hizo y que podría haber torcido el rumbo trágico?
Allende había estado cerca de la muerte antes de asumir la Presidencia. Según develó mucho después del golpe su secretario personal Osvaldo Puccio, Allende sufrió un infarto cardiaco durante la campaña para las elecciones de 1970. El hecho fue ocultado a la opinión pública pues lo inhabilitaba como candidato. Después de ser atendido de urgencia en el Hospital José Joaquín Aguirre, se internó en su casa con el mayor sigilo, mientras la versión oficial era que estaba aquejado de un fuerte resfriado. Existen antecedentes de otros episodios similares de salud antes y después de esa fecha.
Quizás esa cercanía con la muerte influyó en forma trágica en su forma de enfrentar el proceso político. Quizás de ahí deriva que frecuentemente en sus discursos se colocará en el trance final, “… solo acribillándome a balazos…”, decía tempranamente ya en 1971 a la multitud reunida en el Estadio Nacional, despertando todo el fervor de aquellos que tampoco querían “dar ni un paso atrás”, pese a que la mayoría del país no los acompañase.
Carlos Altamirano se quejó abiertamente de esta propensión de Allende a la tragedia. En el libro de conversaciones con Gabriel Salazar señala: “En estas cosas, te diría que Allende demostraba tener un coraje que rayaba en la irresponsabilidad. Se exponía a todo sin pensar mucho en las probables consecuencias. Yo no sé si era una valentía natural o su sentido trágico lo tenía siempre como hermanado con la muerte, como para que no le temiera”.
Específicamente, previendo el ya tan anunciado golpe, Altamirano comenta: “Pero como que él esperaba o quería eso mismo: que La Moneda fuera su propio ataúd”… “Era evidente que Salvador había tomado la decisión de morir”. Cuando Allende anunciaba que no renunciaría y moriría en La Moneda, Altamirano le contestaba: “Pero, Salvador, tu muerte es un problema personal. Pero qué pasa con la Unidad Popular, qué pasa con el proceso, qué pasa con el partido, qué pasa con el pueblo”. Altamirano también anota que la figura de Balmaceda, primer Presidente que se suicida en el epílogo de la Guerra Civil de 1891, rondaba incansable en la cabeza de Allende.
El sistema político había quedado bloqueado el 4 de marzo de 1973 con las elecciones de parlamentarios. La UP había sido derrotada, era minoría, pero sin embargo el triunfo de la CODE, alianza DC-Derecha, no había alcanzado la magnitud suficiente como para permitir que prosperase una acusación constitucional contra el Presidente y pudiese ser destituido constitucionalmente. La institucionalidad no ofrecía salida. Eran necesarias las iniciativas políticas para romper ese bloqueo y esas iniciativas existieron. Un plebiscito fue una de ellas, sin embargo, Allende no avanzó mayormente en esa línea. Existe el mito urbano de que se convocaría a un plebiscito el mismo 11 de septiembre, pero su ministro de Justicia, Sergio Insunza, reconocería muchos años después que no había nada concreto al respecto. La Constitución no contemplaba esa posibilidad y se habría hecho necesaria una difícil y engorrosa reforma constitucional.
De cualquier forma, ya parecía tarde para esa opción. Así se lo señaló el general Prats al propio Allende en una conversación el sábado 8 de septiembre en El Cañaveral, cuando este le habla sobre un llamado a plebiscito: “Perdone, Presidente, usted está nadando en un mar de ilusiones. ¿Cómo puede hablar de un plebiscito, que demorará 30 o 60 días en implementarse, si tiene que afrontar un pronunciamiento militar antes de diez días?”. Allende le pregunta entonces al excomandante en Jefe del Ejército qué salida ve. Prats le responde que pida permiso constitucional por un año y salga del país. Allende responde con una mirada fulminante, sin palabras. Prats prefiere retractarse.
En la misma casa de El Cañaveral, después de terminar de hablar con Prats, Allende recibe a un equipo de la televisión francesa que le hace la que sería su última entrevista. Allí, en el minuto 3.27, el periodista le pregunta algo que ronda en el aire de Chile y también del mundo: ¿Está dispuesto a renunciar para evitar el colapso de la democracia? La respuesta de Allende es interesante. No dice que no.
La posibilidad de renunciar en forma honorable y abrir paso a nuevas elecciones se le ofreció a Allende con el acuerdo de la Junta Nacional de la DC que ese mismo fin de semana resolvía la renuncia de todos los parlamentarios de ese partido y la invitación al Presidente para que hiciera lo mismo y, de esa manera, forzar nuevas elecciones en el breve plazo. El Presidente no aceptó esa posibilidad postrera.
Salvador Allende fue elegido Presidente de Chile por el Congreso Nacional el 24 de octubre de 1970 gracias a los votos de la Democracia Cristiana, obtenidos solo luego de un trabajoso acuerdo, acuerdo condicionado incluso a una reforma constitucional. Su mandato derivaba de esa virtual segunda vuelta congresal, no del pueblo, ya que el apoyo del primer tercio obtenido en la elección popular del 4 de septiembre, ni jurídica ni políticamente le permitía asumir la primera magistratura.
Ya como Presidente de Chile, el deber de Salvador Allende era gobernar el país. Al igual que un capitán de barco, podía guiar a la nación al puerto elegido, pero si se desataba la tempestad y el barco amenazaba zozobra, su deber ineludible era hacer todo lo que estuviese a su alcance para salvar la nave y la vida de sus tripulantes. Su deber no era morir a bordo heroicamente.
El deber de salvar la nave no fue cumplido. Se ahogó el capitán el primero, es cierto, como tenía trágica y largamente resuelto. Sin embargo, miles más que nunca pensaron ser mártires, comenzaron a sufrir las brutales consecuencias y el país se sumergió por un tiempo demasiado largo en las siniestras aguas dictatoriales.