Recientemente, en distintos espacios públicos e instancias sectoriales se han relevado términos como minería “sustentable”, “responsable” o “verde”, a propósito de eventuales escenarios de reactivación económica post COVID – 19. Si bien, es un avance que el sector minero discuta la compleja situación hídrica que afecta al país o la peligrosidad que representan los relaves mineros abandonados –tanto para comunidades como ecosistemas–, lo cierto es que los términos antes señalados son difícilmente aplicables al sector extractivo nacional.
La extracción de recursos naturales no renovables, en esencia, no permite establecer un proceso productivo “sustentable”, ya que, por una parte, el tiempo necesario para que estos puedan ser repuestos por la naturaleza excede con creces varias generaciones humanas, a lo que se suma que la actual sobre explotación de minerales compromete la capacidad de las generaciones futuras para usar y disponer de estos mismos. A su vez, denominar a la operación minera como “responsable”, desconociendo su largo historial de impactos socioambientales (como el abandono y colapso de relaves mineros, la afectación severa de glaciares y otras fuentes de suministro hídrico como salares, humedales o vegas, entre otros; la contaminación local en zonas de sacrificio, hechos de corrupción y clientelismo –como en el caso SQM–, etc.), no hace otra cosa que tensionar aún más una imagen del sector que ya se encuentra bastante desacreditada en los territorios donde se emplaza, considerando que actualmente el principal desafío del sector es la obtención de la “licencia social” para operar –según lo propuesto por la consultora EY en su reciente estudio sobre los 10 principales riesgos de la industria minera .
En cuanto al concepto de “minería verde”, ya desarrollado en países mineros de larga data como Australia, Canadá y China , en términos generales este busca establecer una minería baja en emisiones e impactos, incorporando al proceso productivo metas de eficiencia hídrica, fomentando el uso de energías renovables, la economía circular (enfocada en el reprocesamiento de relaves), la reducción de la huella de carbono e incluyendo cambios tecnológicos a objeto de alcanzar una minería más verde, trazable y sostenible . En esta misma línea, el año 2017 la estatal Codelco anunció un ambicioso plan de vender “cobre verde”, sin embargo, dos años más tarde lo abandonó al identificar diversas dificultades para garantizar que la trazabilidad de cada cátodo de cobre exportado utilice prácticas “sustentables” con el entorno; experiencia que nos muestra las dificultades de aplicación que representa el término “verde” para el sector.
Por otra parte, en julio del 2019 el Gobierno de Sebastián Piñera estableció una mesa de trabajo denominada “Mesa de Minería Verde”, la cual se conformó principalmente por representantes de la industria, con una baja participación de la sociedad civil, sesionando en cuatro ocasiones que permitieron definir tres ejes temáticos de trabajo relacionados a la gestión hídrica, reducción de emisiones y la promoción de la economía circular, identificando los problemas y desafíos de cada uno.
Ante esto, y considerando que en distintos espacios públicos representantes del sector extractivo han relevado a la minería verde como una supuesta respuesta sustentable para la reactivación económica post pandemia, resulta pertinente evaluar el comportamiento de sector en cada uno de los ejes propuestos por la “Mesa” y con ello develar que hay detrás de la supuesta categoría de “verde” para la producción minero–extractiva nacional.
En materia hídrica, el país enfrenta un complejo escenario de escasez con una sequía que se prolonga por once años, la cual se agudiza en las regiones del norte debido a una condición estructural de menos disponibilidad de agua, no obstante, justamente en estas zonas es donde se desarrollan gran parte de las actividades mineras. Así, el sector acentúa la presión sobre el agua disponible en regiones con una alta estrechez y también presenta distintos escenarios de contaminación y destrucción de fuentes de suministro hídrico (glaciares, humedales, salares, bofedales, entre otros), lo que en Fundación Terram hemos denominado el “triple impacto” de la minería en el agua. Esta situación es, sin duda, el principal desafío político del sector, ya que 29 de los 117 conflictos informados por el Mapa de Conflictos Socioambientales del Instituto de Derechos Humanos del año 2018 (información que se mantiene vigente), dicen relación con distintos escenarios de tensión y controversias entre la minería y las comunidades por la propiedad y acceso –en cantidad y calidad– al agua .
Como una forma de recudir el consumo de agua que proviene de fuentes continentales y con ello dar respuesta al problema de suministro hídrico antes mencionado, el sector extractivo ha comenzado a implementar plantas desalinizadoras, solución que si bien resuelve una parte del problema no presenta una mirada integral del vínculo entre agua, energía y las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI), trasladando de este modo su restricción hídrica a un problema energético y climático. Lo cual pone en duda el cumplimiento de las metas sectoriales en materia de reducción de emisiones.
En este sentido, el uso de estas tecnologías ha presentado diversas alertas ambientales: por una parte, al aumento de las emisiones de GEI del sector producto mayor consumo de energía que implica la implementación de los sistemas de impulsión y desalación, y por otra, a las externalidades negativas que dicen relación con el manejo de la salmuera no tratada que se vierte al medio ambiente, como también con la disposición de aguas saladas o desaladas que, luego de ser utilizadas, se depositan en cuerpos de agua continentales afectando la calidad de las aguas superficiales y/o subterráneas, dado que éstas presenta una alta salinidad y una composición química distinta.
Respecto de la promoción de la economía circular, el sector históricamente ha desarrollado una cadena valor más bien lineal, disponiendo en el territorio nacional un alto volumen de residuos mineros (estériles, ripios o relaves, entre otros), de estos los “relaves mineros” son los que constituyen el mayor riesgo para las poblaciones humanas, dado que poseen sustancias peligrosas y metales pesados con potenciales efectos cancerígenos para las personas. Esta ha sido una de las principales deudas socioambientales que el sector no ha resuelto, ya que a la fecha el país cuenta con un total de 742 depósitos de relaves, de los cuales 463 se encuentran inactivos y otros 173 abandonados, muchos de estos sin un tratamiento adecuado de sus riesgos e impactos, escenario que releva la urgencia de avanzar en una Ley de Pasivos Ambientales Mineros (PAM) que resuelva dicha situación.
En definitiva, para que la minería pueda denominarse “verde”, resulta fundamental que el sector comprenda que tanto en el mundo como en el país están ocurriendo cambios sustantivos en materia ambiental y social, los que apuntan realmente a promover procesos productivos de bajo impacto, con un fuerte enfoque en derechos humanos y protección de la naturaleza, que además se hacen cargo de la urgencia climática que atraviesa el planeta implementando nuevas formas de producción bajas en carbono. En esta línea, la industria minera debiese avanzar en un compromiso global que establezca plazos y metas concretas en materia de reducción de GEI para sus ciclos productivos. Asimismo, a nivel nacional es importante avanzar en la solución de las problemáticas socioambientales expuestas, implementando políticas públicas que regulen a la actividad extractiva y sus impactos, considerando prioritario avanzar en materias de gestión hídrica y PAM. De lo contrario, “sustentable”, “responsable” y “verde”, sólo seguirán formando parte de una campaña comunicacional o de una llamativa pero vacía declaración de intenciones del sector minero.