En el crítico momento que vive el país, discurro sobre una vital noción contenida en una obra de la extraordinaria pensadora estadounidense Judith Butler, cuyo título copié para rotular esta nota. El volumen está enhebrado transversamente en un concepto de la máxima importancia, la “ética de la no violencia” (en sus diversas formas). La autora enseña, entre tantas otras ideas, que “la violencia contra el otro es violencia contra uno mismo, algo que se ve claramente cuando comprendemos que la violencia ataca la interdependencia que es, o debiera ser, nuestro mundo social”.
Las urnas de octubre conceden la oportunidad de tomar parte activa del destino, sin violencia. En un puñado de horas los ciudadanos podremos reenfocar nuestro rumbo como país. El imperioso anhelo de un cambio benigno y sin violencia, que sé la mayor parte de los chilenos compartimos, jamás se concretará si no nos manifestamos respecto de la cosa pública a través de los mecanismos republicanos, y la urna es uno de ellos.
En pocos días más podremos manifestarnos, participar, disentir o concordar activamente. En este contexto y para ir recuperando nuestro país de las duras embestidas que ha sufrido en los últimos 12 meses, deberemos –además– luchar con respeto contra la mediocridad, repudiar los temperamentos tiránicos e intentar volver a reencantarnos con la actividad pública.
Octubre no es sombra, es, por el contrario, una potente oportunidad de construir la nueva era en la que nos ubicó cruentamente el destino, empleando una feroz pandemia y una embestida social. Los chilenos tenemos un enorme y fastuoso desafío, que es construir nuestro nuevo “planeta constitucional”, sea con cambio completo o con reforma. Deberemos conversar para ello y componer las reglas que regirán la nueva vida en la “aldea”. No debiera haber temor ninguno, salvo que esta magnífica labor de erigir a esta nueva sociedad que nace tras los duros sucesos acaecidos este último año, se la quieran acaparar solo para ellos los políticos adolescentes-narcisos, o los setentones concertacionistas, o los “anticuarios”, o los payasos y, peor aún, los canceladores.
Estos últimos –funadores y amenazadores– me preocupan gravemente. Son los sectarios que predican sus dogmas con hostilidad y estridencia, abominan con ira del disenso y enfrentan con tiranía la discrepancia. Esto me alarma agriamente, pues el funesto espíritu del fanatismo y la ceguera ha sido el preludio de varios de los peores momentos de la humanidad.
El reemplazo paulatino de la dañina generación de políticos que nos condujeron al pantano en el que estamos, depende de nosotros, los ciudadanos. Ya sea que aprobemos o se rechace, lo importante es que participemos, intervengamos, nos entremezclemos los distintos grupos e ideas, con tolerancia, respeto e, insisto, con vehemente no violencia y civilidad. Mas que mal y a pesar de las aborrecibles diferencias socioeconómicas, somos miembros de una misma comunidad que debemos responsablemente preservar.