La idea del hiperpresidencialismo ha pasado sin mucho escrutinio, difundiéndose con mucha facilidad, al punto de transformarse casi en un dogma en algunos círculos. Para que la hipótesis del hiperpresidencialismo chileno sea plausible, no basta con amparar los argumentos bajo los poderes formales que entrega la Constitución de 1980. Ese enfoque es incompleto, sesgado e incluso engañoso. De hecho, el Presidente se encuentra más limitado en Chile, tanto legislativa como judicialmente, que en el promedio de los países de la región. Asimismo, el Congreso no es un actor irrelevante en la política nacional, lo cual se sustenta en la presencia de actores con poder de veto, altos requisitos de aprobación de leyes y la propia conducta de los legisladores. Junto a ello, el tener partidos relativamente fuertes ha incentivado el desarrollo de relaciones colaborativas entre el Ejecutivo y el Legislativo, además de poner límites a la autoridad del Presidente.
Desde hace años, intelectuales, académicos y políticos han criticado la forma de gobierno de Chile, caracterizándola de “hiperpresidencialista”. Ignacio Walker (2020) indica que ningún país en América Latina “tiene un sistema tan presidencialista como el chileno”. Figueroa, Jordán & Eyzaguirre (2020, p. 63) sostienen que en Chile impera un hiperpresidencialismo, el cual asocian con una “excesiva concentración de poder en el Ejecutivo”, la cual genera trabas y bloqueos, impidiendo que los gobiernos puedan desarrollar sus programas. Miriam Henríquez (2016, p. 161) va incluso más lejos al sostener que “en Chile, el Presidente de la República concentra en gran medida el poder del Estado” y que el “Congreso Nacional aparece debilitado frente al Gobierno, generándose un régimen de hegemonía presidencial desequilibrado con rasgos más o menos autoritarios”.
Similarmente, Pablo Ruiz-Tagle (2006, p. 81) define nuestro sistema como un “neopresidencialismo autoritario”, incluso después de las reformas de 2005. Para los autores de El Otro Modelo (Atria et al., 2013), el Presidente gobierna sin contrapesos, concentrando el poder político (p. 96), frente a un “Congreso Nacional que aparece como un poder menor, y en extremo inútil (p. 78). Por su parte, Arturo Valenzuela (2020) culpa al hiperpresidencialismo de dejar en la irrelevancia al Congreso, pues el “Presidente manda un proyecto de ley, él decide si se le da prioridad a eso y se le pide al Parlamento que ratifique o rechace”. Eugenio Rivera (2020) señala que en el sistema hiperpresidencialista actual, el Congreso queda relegado a ser “un buzón de los proyectos del Ejecutivo”.[1]
Dado el momento constitucional que vive el país, se hace necesario cuestionar las afirmaciones arriba descritas. Estas ilustran una relación entre una condición (hiperpresidencialismo) a la cual se le asocian serios problemas que afectan al país (concentración de poder y bloqueos entre el Ejecutivo y el Legislativo, por ejemplo), los cuales podrían solucionarse cambiando a un modelo semipresidencial o parlamentario. Se identifican dos tareas críticas en este respecto.
Primero, cuestionar la noción de hiperpresidencialismo para determinar si este existe como tal en Chile. Solo habiendo cumplido lo anterior, podemos recién comenzar a discutir los supuestos problemas que genera. Lamentablemente, el debate actual ha asumido la idea del hiperpresidencialismo basándose en una visión simplificada, ultralegalista, de la realidad. No solo eso, al hiperpresidencialismo se le culpa simultáneamente por (a) la excesiva concentración de poder en el Presidente, relegando al Congreso a cumplir un rol irrelevante; y por (b) no permitir que los gobiernos puedan desarrollar sus programas, producto de los bloqueos con el Congreso. Estas afirmaciones son contradictorias, pues si (a) fuera correcta, entonces el problema descrito en (b) probablemente no ocurriría. Esta contradicción se debe a una errónea caracterización de nuestro sistema político como hiperpresidencialista.
Por consiguiente, este ensayo busca determinar si en Chile existe un hiperpresidencialismo o no. Para ello, presentaré distintos “obstáculos” mínimos que la hipótesis del hiperpresidencialismo debe sortear para fortalecer su validez. En primer lugar, evaluaré los fundamentos formales, constitucionales, del hiperpresidencialismo. Luego, abordaré la noción del poder del Presidente en términos políticos y contextuales. A continuación, se comparará el poder del Ejecutivo vs. el de otras instituciones del sistema político. Finalmente, el último “obstáculo” se refiere a si el Presidente domina el proceso legislativo chileno y si los partidos representan una barrera importante al poder del Primer Mandatario.
Para comenzar, es necesario precisar que, efectivamente, en Chile existe un desbalance formal de poder a favor del Presidente en desmedro del Congreso, el cual no es propio del modelo presidencial “clásico” que encontramos Estados Unidos. No obstante, es preciso también considerar que las atribuciones formales del Primer Mandatario han cambiado desde el retorno a la democracia. Las reformas constitucionales de 2005, ciertamente, debilitaron la influencia del Presidente en el sistema político (Huneeus 2018).
Entre ellas, destacan el mayor control parlamentario a través de comisiones investigadoras e interpelaciones a ministros (no cabe duda de que los parlamentarios han utilizado esta atribución), eliminación del periodo de sesiones extraordinario del Congreso y, nada menos, que la reducción del periodo presidencial de seis a cuatro años, además del nuevo rol del Tribunal Constitucional (TC). A pesar de estas reformas, algunos sostienen que el sistema político chileno sigue siendo hiperpresidencialista.
Miremos, específicamente, los poderes legislativos formales del Presidente en Chile, los cuales son el principal blanco de quienes critican el supuesto hiperpresidencialismo chileno. La figura 1 nos muestra el puntaje que Chile recibe en este ítem junto a los demás países de América Latina. Las facultades constitucionales legislativas del Presidente en Chile son considerables, no obstante, nuestro país se ubica 5º en América Latina con un puntaje de 75,14 en una escala de 0 a 100. El Mandatario con mayores atribuciones legislativas se encuentra en Colombia, con 92,01 puntos, un 22% más alto que en nuestro país. Es decir, si en Chile tenemos un hiperpresidencialismo, afirmación basada en las facultades legislativas del Presidente, entonces en Colombia habría un hiperpresidencialismo “con esteroides”.
El análisis de las facultades constitucionales del Presidente apoya parcialmente la tesis del hiperpresidencialismo chileno (aunque habría que generar una categoría de hiperpresidencialismo “plus” o “ultra” para Colombia y Ecuador, por ejemplo).
Basándonos en lo anterior, se podría incluso sostener que el Presidente domina la esfera política, tal como algunos postulan. Sin embargo, sabemos que analizar la realidad exclusivamente desde lo formal, ofrece una visión incompleta. Por ello, más allá de lo que diga la Constitución, si en Chile de verdad existe un hiperpresidencialismo, este debe al menos manifestarse como tal. Eso se analiza a continuación.
Basabe-Serrano (2017), advirtiendo las debilidades de un análisis centrado solo en las facultades constitucionales, propone un enfoque que combina los poderes “políticos” (atribuciones constitucionales y mayoría legislativa) y “contextuales” (aprobación presidencial y estado de la economía) de los Mandatarios latinoamericanos. Para algunos será sorpresivo saber que el supuesto “hiperpresidente” de Chile se ubique 7º en el ranking de 18 países (Basabe-Serrano, 2017: 10). Los sistemas políticos en los que el Ejecutivo tiene mayor influencia, a los que el autor denomina “presidencialismos imperiales”, se encuentran en Ecuador y Venezuela (Basabe-Serrano, 2017). Esto no es ninguna novedad para quienes estudian política comparada y no limitan su examen a cuestiones exclusivamente formales. Replicando el análisis de poder “contextual” de Basabe-Serrano (2017), Olivares y Medina (2020, p. 318) muestran que, en el ranking latinoamericano, el Presidente de Chile ocupó el 4º y 5º lugar en 2012 y 2019, respectivamente.
[cita tipo=»destaque»] El Presidente se encuentra más limitado en Chile, tanto legislativa como judicialmente, que en el promedio de los países de la región. Además, a pesar de la etiqueta de hiperpresidencialismo atribuida a nuestro país en la era post-Pinochet, vemos que en dicho periodo las limitaciones y controles de otros órganos del Estado sobre el Ejecutivo han ido en aumento [/cita]
Este tipo de mediciones sobre poder presidencial son perfectibles, obviamente. No obstante, su contribución yace en intentar capturar el grado de poder “real” del Presidente, evitando caer en el reduccionismo que implica el análisis de los aspectos formales sin otro tipo de consideraciones. Siguiendo a Huneeus (2018, p. 357), enfocarnos solamente en los poderes constitucionales del Presidente nos podría hacer concluir, por ejemplo, que Michelle Bachelet y Sebastián Piñera han sido líderes más poderosos en Chile que Carlos Menem en Argentina[2]. Esa afirmación, estamos todos de acuerdo, no resiste mayor análisis. Consecuentemente, los elementos “políticos” y “contextuales” del poder presidencial descritos sucintamente aquí no proveen evidencia concluyente de que el Presidente en Chile es “tan poderoso” como muchos incansablemente sostienen, debilitando la hipótesis del hiperpresidencialismo.
Como se menciona al inicio, el concepto de hiperpresidencialismo se presenta estrechamente relacionado con el de concentración de poder en las manos del Presidente. A raíz de ello, es necesario puntualizar que cualquier análisis sobre concentración de poder también debe considerar la robustez o debilidad del entramado político-institucional que rodea, en este caso, al líder del Ejecutivo.
Para examinar esta dinámica, me basaré en el trabajo de Pérez-Liñán, Schmidt & Vairo (2019), en el cual ponen a prueba el concepto de “hegemonía presidencial”, esto es, el grado de control que puede tener el Presidente sobre los poderes Legislativo y Judicial (figura 2). El concepto de “hegemonía presidencial” se compone de cuatro atributos: el porcentaje de escaños legislativos del partido del Presidente, el porcentaje de escaños legislativos de la coalición de este, el porcentaje de jueces (Corte Suprema y/o Tribunal Constitucional) nombrados por el Primer Mandatario en ejercicio, y el porcentaje de jueces (Corte Suprema y/o Tribunal Constitucional) designados previamente por el partido del Presidente (Pérez-Liñán et al., 2019, pp. 611-612). Sus datos, además, nos permiten obtener una perspectiva de largo plazo, pues su análisis comprende el periodo 1925-2016 para todos los sistemas presidenciales de América Latina.
La figura 2 nos muestra que, más allá de las variaciones temporales, Chile no se ha caracterizado por un alto nivel de hegemonía presidencial. De hecho, solo en tres años sobrepasa el umbral de los 50 puntos, muy por debajo de lo que observamos en la mayoría de los países de la región. Solo en Brasil pareciera haber una hegemonía presidencial menor que en Chile. Más importante aun, no se observa un aumento de la hegemonía presidencial en Chile a través del tiempo a la par con el aumento de los poderes formales entregados por la Constitución. Es decir, la supuesta exagerada concentración de poder en Chile producto del hiperpresidencialismo no se observa acá.
Ahora enfoquémonos en las limitaciones que ejercen otras instituciones democráticas sobre el Presidente. Para ello, veamos dos índices de Varieties of Democracy: limitaciones legislativas y judiciales sobre el Ejecutivo.
La primera de ellas se centra en la capacidad del Congreso –así como del contralor y fiscal general– de cuestionar, investigar y supervisar el funcionamiento del Ejecutivo. La variable sobre limitaciones judiciales refleja hasta qué punto el Ejecutivo respeta la Constitución y cumple con las decisiones de los tribunales de justicia, y si el Poder Judicial puede actuar de manera independiente. La figura 3 nos muestra la evolución del caso de Chile desde 1900 a 2019 para ambos índices (valores más altos indican mayores restricciones sobre el Ejecutivo).
Dos aspectos interesantes surgen de inmediato. Primero, existe una brecha entre el puntaje que recibe Chile y América Latina y el Caribe en ambas dimensiones. Esto indica que el Presidente se encuentra más limitado en Chile, tanto legislativa como judicialmente, que en el promedio de los países de la región. Segundo, a pesar de la etiqueta de hiperpresidencialismo atribuida a nuestro país en la era post-Pinochet, vemos que en dicho periodo las limitaciones y controles de otros órganos del Estado sobre el Ejecutivo han ido en aumento. Es decir, en términos relativos, el poder del Presidente en Chile ha ido decreciendo. Tercero, si es que el hiperpresidencialismo en nuestro país tuviera algo de asidero más allá de lo meramente formal, debiéramos observar valores más bajos en al menos una de las dimensiones, por ejemplo, valores inferiores a 0,5 durante el periodo 1990-2019. Tampoco es así. De hecho, eso sí se aprecia al analizar de cerca los presidencialismos de Ecuador y Venezuela, países en los cuales el Presidente sí ha concentrado poder[3].
Lo analizado anteriormente nos sugiere que el Presidente en Chile, difícilmente, puede entrar en la categoría “híper”. Primero, los datos de Pérez-Liñán et al. (2019) nos muestran que la hegemonía presidencial en Chile ha sido relativamente débil, sin siquiera observarse un aumento gradual en el tiempo. Por otra parte, vemos que el Poder Ejecutivo se encuentra significativamente limitado por los poderes Legislativo y Judicial, limitación que sí ha ido en aumento en las últimas décadas. La evidencia aquí presentada no apoya la tesis del hiperpresidencialismo chileno, de hecho, incluso la rechaza.
Finalmente, es importante discutir cómo la estructura y dinámicas del Congreso pueden afectar el poder presidencial formal. Los poderes legislativos del Presidente en Chile, si bien importantes, han sido atenuados por el rol de actores dentro del Congreso Nacional (e.g., presidentes de cada Cámara, comisiones permanentes y mixtas, líderes de partidos), así como por la ausencia de gobiernos unificados y los requerimientos de supermayorías para aprobar proyectos de ley importantes (Alemán & Navia, 2016; Aninat, 2006; Bronfman, 2016).
En efecto, varios estudios sobre relaciones Ejecutivo-Legislativo en Chile no han encontrado evidencia de que el Congreso Nacional sea un actor reactivo y servil a los intereses de La Moneda (Alemán & Navia, 2016; Visconti, 2011), como muchos sostienen. De hecho, las relaciones entre el Ejecutivo y legislativo en Chile posdictadura se han caracterizado por un alto grado de cooperación más que de conflicto (Aninat, 2006; Toro & Hurtado, 2016).
Adicionalmente, a pesar de que el Presidente tiene importantes atribuciones sobre la Ley de Presupuesto, el Congreso no ha sido un mero jugador pasivo. Los parlamentarios influencian la tramitación de esta ley (i) amenazando con rechazar la propuesta de deuda, de disminuir los gastos, o de aumentar gastos en contra de la voluntad del Ejecutivo (Arana, 2013: 80; Arana, 2014, pp. 215-217), o (ii) mediante la firma de protocolos de acuerdo entre el Ejecutivo y Legislativo para facilitar las negociaciones entre ambas partes (Villarroel, 2012).
Como la Constitución no funciona en el vacío y el Presidente no gobierna solo, es también importante considerar cómo los partidos políticos limitan el poder presidencial. Los partidos fuertes pueden recompensar o castigar a presidentes de sus filas una vez que dejen el poder, ya sea apoyando una eventual reelección u ofreciendo otro tipo de carrera política (Alesina & Spear, 1988). Los partidos institucionalizados están en mejores condiciones de presentar importantes barreras a presidentes que buscan remover los límites a la reelección y así evitar que se perpetúen en el poder (Kouba, 2016). Un estudio reciente muestra que, cuando los partidos tienen burocracias y líderes fuertes, estos son capaces de contrarrestar los impulsos personalistas de presidentes que buscan concentrar el poder (Rhodes-Purdy & Madrid, 2020).
Precisamente, la fortaleza de los partidos institucionalizados y su visión de largo plazo son dos características claves para explicar por qué algunos países tienen un menor riesgo de crisis de gobiernos, que terminen con el Presidente dejando el poder anticipadamente (Martínez, 2020). En países con partidos fuertes, institucionalizados, el poder de los Presidentes es más limitado, lo cual obliga a los Mandatarios a compartirlo y a usarlo más moderadamente, lo que tiende a producir mayores niveles de estabilidad política (Martínez, 2020). De hecho, los cuatro países con más altos puntajes en la figura 4 no han sufrido ninguna presidencia “fallida” postercera ola de democratización.
Pensemos, por ejemplo, en que el “estallido social” que pudo haberle costado el cargo al Presidente Piñera, fue canalizado institucionalmente hacia un plebiscito en un acuerdo firmado por partidos de gobierno e incluso de oposición. Esto contrasta con lo que ocurre en países con partidos menos institucionalizados, como Guatemala, caso en el que todos los legisladores presentes del Partido Patriota (PP) votaron en contra del entonces Presidente Otto Pérez Molina, nada menos que el fundador del PP, quien renunció días después.
Si bien los partidos chilenos se encuentran entre los más institucionalizados en América Latina (ver figura 4), eso no quiere decir que estén exentos de problemas o que sean ejemplares; no lo están y no lo son[4]. Sin embargo, los partidos en Chile han cumplido varios roles clave para mantener el poder del Presidente limitado. La política chilena ha funcionado, principalmente, por medio de negociaciones regulares entre presidentes y partidos. De hecho, la estabilidad de los partidos ha fomentado el desarrollo de una dinámica cooperativa del policymaking en Chile en las últimas décadas (Aninat et al., 2006, p. 43).
El cuoteo es quizás la mejor expresión de una institución informal arraigada en la política nacional, a través de la cual los partidos restringen la influencia del Presidente más allá de los nombramientos, incluyendo también el uso de recursos de las reparticiones a su cargo. Además, en este mismo trasfondo colaborativo, los presidentes chilenos han evitado usar sus poderes formales en pleno para no dañar las relaciones con los socios de sus propias coaliciones (Siavelis, 2002). Vale recordar cómo fue criticado el Presidente Piñera por miembros de su propio sector cuando vetó la Ley de Presupuesto de 2013 (Martínez, 2018, p. 90).
Se debe considerar, además, que el Presidente tiene el poder formal para nombrar funcionarios para cargos de su confianza en las regiones, pero en la práctica ese poder no sería tal. Los partidos de la coalición gobernante, ciertamente, ejercen influencia en estas decisiones, pero también lo hacen los diputados y senadores de la región, transformados en caudillos locales (Martínez, 2018, pp. 98-99). Michelle Bachelet, en su primera administración, advertía que cada vez le era más difícil nombrar a funcionarios de su confianza en las regiones, porque los parlamentarios de la zona querían a personas de sus filas en dichos cargos. La influencia de parlamentarios de la región puede incluso llegar a cargos de menor visibilidad política y pública.
Lo expuesto en esta sección nos sugiere dos cosas: primero, el Congreso no es un actor irrelevante en la política nacional, lo cual se sustenta en la presencia de actores con poder de veto, altos requisitos de aprobación de leyes, y la propia conducta de los legisladores; segundo, el tener partidos relativamente fuertes ha incentivado el desarrollo de relaciones colaborativas entre el Ejecutivo y el Legislativo, además de poner límites a la autoridad del Presidente.
El análisis de los cuatro “obstáculos” no permite apoyar la hipótesis de que en Chile existe un hiperpresidencialismo. La única evidencia a favor es sumamente débil (examinada en el Obstáculo #1) y claramente insuficiente de acuerdo con lo revisado en el Obstáculo #2. Mucho más contundentes son los hallazgos sobre los Obstáculos #3 y #4, los cuales incluso proveen evidencia que ayudaría a rechazar la hipótesis del hiperpresidencialismo.
Como se mencionó en la primera parte, para que la hipótesis del hiperpresidencialismo chileno sea plausible, no basta con amparar los argumentos bajo los poderes formales que entrega la Constitución de 1980. Ese enfoque es incompleto, sesgado e incluso engañoso.
El atribuir al hiperpresidencialismo dinámicas contradictorias –concentración del poder, lo cual sugiere que el Presidente puede imponer su voluntad, vs. la ocurrencia de bloqueos con el Congreso, lo que sugiere que el Primer Mandatario no es lo suficientemente fuerte– deriva de la infundada caracterización de nuestro sistema político como hiperpresidencialista.
Sigue siendo interesante cómo la idea del hiperpresidencialismo ha pasado sin mucho escrutinio, difundiéndose con mucha facilidad, al punto de transformarse casi en un dogma en algunos círculos.
[1] Pocos académicos han criticado derechamente la idea de hiperpresidencialismo: Negretto (2018) para América Latina, y Huneeus (2018) para el caso de Chile.
[2] El puntaje de poderes legislativos del presidente argentino ha variado desde 33.76 entre 1983 y 1993 hasta 68.81 desde 1994 en adelante, mientras el puntaje de Chile ha sido 75.14 desde el regreso de la democracia.
[3] En el caso ecuatoriano, eso se observa incluso desde antes del cambio constitucional de 2008. Para Venezuela, las limitaciones legislativas y judiciales sobre el Ejecutivo comienzan a debilitarse ya en 2000, mucho antes de que el país dejara de ser una democracia.
[4] Su principal debilidad pasa por los débiles vínculos con la sociedad, poca renovación y el financiamiento que recibieron de grandes grupos económicos (Luna y Altman, 2011; Huneeus, 2014).